“Nunca pensé que un día no podría vestir a mis hijos”. Como el resto de los gazatíes, Safaa Yasine, desplazada de Ciudad de Gaza, vive con lo puesto desde hace más de 10 meses de guerra, un peligro sanitario allí donde apenas hay acceso al agua. “Cuando estaba embarazada, soñaba con vestir a mi hija con ropa bonita. Hoy, no tengo nada que ponerle”, se lamenta esta palestina de 38 años, refugiada en el campo de Al Mawasi, en el suroeste de la Franja de Gaza, escenario de una guerra entre Israel y el movimiento islamista palestino Hamas desde el 7 de octubre. “La poca ropa que encontré antes de huir hacia el sur no era ni de su talla ni de la temporada correcta”, confiesa esta madre de familia. Faten Yuda tampoco tiene con qué vestir a su hijo, de 15 meses. “Crece cada día y su ropa ya no le queda bien, pero no he encontrado otra”, cuenta.
Todos sufren escasez en la Franja de Gaza que -en su época de oro a principios de los años 90- contaba con 900 fábricas textiles y enviaba cuatro millones de piezas cada mes a Israel. Con el bloqueo israelí en 2007, cuando Hamas llegó al poder, estas cifras se hundieron.
En los últimos años solo hubo 4.000 gazatíes en un centenar de talleres, de los cuales solo un puñado lograba aún enviar entre 30.000 y 40.000 piezas a Israel y Cisjordania, territorio palestino ocupado por Israel.
En enero, tres meses después del inicio de la guerra desencadenada por un letal ataque de Hamas en territorio israelí, el Banco Mundial estimó que el 79% de los establecimientos del sector privado de la Franja de Gaza habían sido parcialmente o totalmente destruidos.
Las fábricas que aún quedan en pie están cerradas por falta de electricidad desde hace meses. El combustible para los generadores entra a cuenta gotas al enclave y se distribuye con prioridad a hospitales e infraestructuras de Naciones Unidas.
Hay “mujeres que llevan el mismo velo desde hace 10 meses”, señaló Philippe Lazzarini, el jefe de la Unrwa, la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos. Un peligro sanitario en un territorio donde, además de escasez de comida y de medicamentos, la falta de agua y el hacinamiento han hecho que proliferen los piojos.