Retroceder para comprender

Retroceder para comprender

reconstrucción autobiográfica del Nobel 2008.

LE CLÉZIO. Este texto aborda una contradictoria infancia en el destierro, hecha de libertad y privaciones. LE CLÉZIO. Este texto aborda una contradictoria infancia en el destierro, hecha de libertad y privaciones.
11 Agosto 2024

MEMORIAS
EL AFRICANO
J.M.G. LE CLÉZIO
(Adriana Hidalgo - Buenos Aires)

Todo ser humano es el resultado de un padre y una madre. Se puede no reconocerlos, no quererlos, se puede dudar de ellos…. -con estas sentencias, Le Clézio marca coordenadas en el mapa mental de sus recuerdos y en los del lector y, a continuación, pone en movimiento los infalibles engranajes de su memoria. El Africano no es una mera autobiografía, una crónica o un viaje en el tiempo del autor, guía el texto el afán de comprender. Acaso, por eso, su escritura prospera ajena a las posibilidades y restricciones de la narración. 

La prosa, nítida, elegante, sugestiva, de una secreta complejidad, obedece al fervor de un niño que evoca la sabana del África occidental, para rendirse a esa extensión sin horizonte. Con ese propósito, Le Clézio nos empuja hacia las tormentosas aguas de sus ochos primeros años transcurridos en una casa con techos de chapas, su amistad con sus pares africanos, osados y traviesos, su amorosa madre y su estricto padre, el exotismo de un garden boy que asiste al frustrado jardín de tierra árida, mitad arena, mitad laterita en la que nada medra. Su padre, médico de colonia, después de trabajar durante dos años en la Guyana inglesa como médico itinerante de los ríos, es trasladado a Nigeria. Allí cumple su vocación de médico y padre del único modo que sabe hacerlo: con responsabilidad y dureza. Nacido en 1940, el autor conoció a su padre en 1948, ya “envejecido prematuramente por el clima ecuatorial”. 

Concluida su carrera como médico en el Hospital Saint Joseph de Londres como becario del gobierno, debió trabajar para la comunidad. Declinó el destino del departamento de enfermedades tropicales del hospital de Southampton y lo sustituyó por su audaz emplazamiento en Georgetown, Guyana. En breves licencias (para su casamiento; para el nacimiento de sus hijos sin dudas concebidos en estadías temporarias) vivió, sólo, en Ogoja, aislado enclave en el que no había otros europeos y en el que, más tarde, se instalarían su esposa y sus hijos, expatriados por la guerra que devastaba Europa. Es fácil imaginar el áspero paisaje, temporadas de largas sequías y esporádicas lluvias, enormes árboles de caoba, termiteros gigantes, el aislamiento. El resto era el hospital, cercano a la casita que ocupaban. Más allá, nada. Basta para ver esa postal del desamparo un solo párrafo: “Una tarde mi padre operaba en el hospital cuando el rayo entró por la puerta, se extendió por el suelo, sin ruido, fundió las patas metálicas de la mesa de operaciones y quemó las suelas de caucho de mi padre; luego se le unió el relámpago y huyó por donde había entrado, como un ectoplasma, para volver al fondo del cielo. La realidad estaba en las leyendas”.

Este texto no es sólo el de una infancia, sino el de una infancia en el destierro, de libertad y privaciones, contradictoria dicha para Le Clézio: errancia desde la isla francesa Mauricio al continente francés, de Francia a África, exilio y bendición, abandono y cobijo, perplejidad ante una cultura de la que se apropia a pesar de que no deja de ser una curiosa forma de prisión -a modo de telaraña, de capullo que delimita toda posibilidad de escape- y suele conformarse, como condición humana universal, en esa compleja relación entre padres e hijos que signa el resto de nuestras vidas. Guyana, dirá Le Clézio había preparado a su padre para África. Pero ni la selvática tierra sudamericana ni la estepa del continente africano lo habían preparado para regresar a Europa, siquiera a la isla de Mauricio, de donde provenía. 

El padre se levantaba al alba, se lavaba con agua fría en una palangana de cinc y guardaba esa agua jabonosa para remojar calcetines y calzoncillos. Lo hizo por décadas en Ogoja. Tras su jubilación y su retiro en un departamento de París, el autor se vio ante un padre consumido, enfermo, en el que continuarían resonando melodías hechas de la percusión contra troncos huecos bajo los rítmicos golpes que producían una música primordial allí donde, sabemos hoy, encontró su origen la especie humana, un continente que hoy, es una de las tragedias del mundo. La soledad, aquella música aborigen, los eufónicos nombres de sus pueblos: Ogoja, Abakaliki, Enugu, Obudu, Baterik, Ogrude, Obubra. 

Al contrario de lo que toda su vida Le Clézio tuvo por cierto no había sido su madre quien siguiendo al marido que amaba se había transformado en una más de Ogoja. Ese sino correspondió al padre hasta su muerte. Él sería, finalmente, El Africano.

© LA GACETA

Gabriel Bellomo

Perfil

Jean-Marie Gustave Le Clézio (Niza, 1940) proviene de una familia bretona emigrada a Isla Mauricio en el siglo XVIII. Se doctoró en Letras por la Universidad de Niza y dio clases en los Estados Unidos. Su padre ejerció como cirujano en África a las órdenes de la armada británica. A los 23 años recibió el prestigioso Premio Renaudot. Entre sus libros se destacan Desierto (Gran Premio Paul Morand de Literatura de la Academia Francesa), El buscador de oro, Onitsha, La cuarentena, El pez dorado y La música del hambre. En 2008 obtuvo el Nobel de Literatura

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios