Desde hace unos días el término “tradwife” resuena en los portales de internet y en las redes sociales. Se trata de un neologismo, abreviatura de “traditional wife” -esposa tradicional- que define a un movimiento, con no pocas adeptas, en el que las mujeres abrazan un modo de vida basado en los roles de género tradicionales. Abocadas a ser amas de casa y a satisfacer las necesidades de sus esposos e hijos en el hogar; muchas de ellas son verdaderas influencers que comparten su día a día en las redes y ensalzan las virtudes de comportarse como una “mujer ideal”: hermosas y sonrientes, preparan la manteca desde cero con un hijo en los brazos.
Una de las tradwifes más famosas -y la que encendió la polémica por una entrevista que concedió al New York Times- es Hannah Neeleman (más conocida como “Ballerina Farm”, su perfil de Instagram). Criada en el seno de una familia mormona, abandonó sus estudios de ballet, nada menos que en Julliard, para casarse con Daniel Neeleman, un empresario millonario, quien la conquistó luego de mucha insistencia (incluido reservar un boleto de avión a su lado en un vuelo que ella tomaría). No se anduvo con vueltas: quería que fueran en serio y no estaba dispuesto a perder más tiempo. Se casaron a los pocos meses y muy pronto vino el primer bebé.
Actualmente, la familia vive en una impresionante granja en las montañas de Utah. Con 34 años y a pedido de su proveedor esposo, Hannah cocina, limpia y cría a sus ocho hijos (a siete de ellos los tuvo por parto natural en la casa). También ordeña las vacas, recoge huevos y alimenta a los animales. Todo esto sin descuidar su cuerpo (sino cómo habría hecho para ganar el concurso Mrs. América en 2023, semanas después de parir a su octavo hijo). Y es que Hannah hace gimnasia como la mejor, no olvida sus rutinas faciales y hasta nos ofrece un plié cada tanto. En la entrevista confesó que a veces tiene nostalgia de su sueño de ser bailarina y al pasar mencionó haber tenido en los últimos años problemas de salud mental que le impedían levantarse de la cama. También que, si dependiera de ella, tomaría decisiones distintas respecto a su estilo de vida.
A partir de la historia del Times llovieron las críticas, no exentas de controversia. Algunas mujeres estallaron asegurando que estos ejemplos atrasan décadas de conquista feminista, mientras que otras se pronunciaron desde una visión contraria: ser traswife no sería otra cosa que ejercer nuestro derecho a decidir, y en ese sentido, un éxito feminista.
La cuestión que sigue planteando esta idílica división de roles es la del poder que otorga el dinero. En los 70, la sexóloga estadounidense Shere Hite, en su famoso informe sobre la sexualidad femenina, se mostró implacable al respecto: “Quien dependa económicamente de otra persona, como tradicionalmente ha ocurrido con las mujeres, y en la mayor parte de los casos sigue siendo así, está colocada en una situación muy vulnerable y precaria cuando aquella persona espera o pide sexo o afecto. Aunque la mujer pueda genuinamente querer complacer al hombre, sigue presente el hecho de no sentirse libre de no hacerlo, y esto coloca la satisfacción de él antes que la suya propia. Si una mujer depende económicamente de un hombre, no está en una buena posición para pedir igualdad en la cama. Tal dependencia, incluso si se ama a alguien, puede ser una fuerza muy sutil y corrosiva”.