Diario de una escritora argentina desde Ucrania

Diario de una escritora argentina desde Ucrania

28 Julio 2024

Por María Rosa Lojo

Pasé la noche del 23 de junio de 2024 durmiendo en un tren: el ferrocarril que lleva desde Chelm (frontera entre Polonia y Ucrania) a la ciudad de Kyiv. No iba sola, sino como parte de un grupo de escritores, académicos y periodistas de la Argentina invitados por el Centro Pen ucraniano. Pero no me tocó compartir el camarote de cuatro cuchetas con ninguno de ellos, sino con una madre joven y su hijita de cinco años. De no haber sido por la guerra que estalló el 22 de febrero de 2022 y que clausuró las posibilidades de acceso por el espacio aéreo, no nos hubiera reunido esa travesía nocturna y seguramente el padre de la nena, retenido en Ucrania como tantos varones en edad de prestar servicio, hubiese acompañado a su hija y a su mujer durante sus vacaciones. La guerra, ese monstruo grande que pisa fuerte, en palabras de León Gieco, lo modificó todo y, pese a la enorme distancia, no nos era indiferente. Por eso, desde Buenos Aires, habíamos llegado ahí.

Los lejanos orígenes de Kyiv (así, en ucraniano, no ya Kiev, al modo ruso) se remontan al siglo V d.C. La ciudad atravesó múltiples destrucciones y reconstrucciones, fue capital de diversos estados bajo diferentes dominios nacionales e imperiales.

Es amplia, elegante, despejada, rica, un poderoso centro comercial y cultural. Se ve gente en las calles (no demasiada) desplazándose normalmente. Residentes y visitantes aprovechan el verano dorado. Los restaurantes, de todos los precios y estilos, están llenos, particularmente a la noche, antes del toque de queda. Las mesas se colman de las rosas con que los enamorados homenajean a esposas o novias.

El culto al color y a las raras y bellas formas del mundo vegetal es un sello de la cultura ucraniana que veremos en todo: desde los bordados de las ropas tradicionales, a la decoración en general y a las estrategias de resiliencia frente a la invasión.

Una de ellas: los troncos de árboles envueltos en crochet multicolor que iluminan las veredas. Otras: las intervenciones artísticas que se multiplican en enormes girasoles sobre autos incendiados, flores o dibujos de punto cruz sobre las barreras antitanques.

Es el mismo mundo de restallante vitalidad que caracteriza la obra de la genial pintora ucraniana María Prymachenko (1908 – 1997), aunque no veré sus trabajos en Ucrania, sino a la vuelta, como una especie de bonus track del azar, en una muestra del Museo de Arte Moderno de Varsovia.

Viajar en un país en guerra implica habituarse, paradójicamente, a imaginar en él lo que no hay, lo que alguna vez hubo.

Viajar en un país en guerra implica habituarse, paradójicamente, a imaginar en él lo que no hay, lo que alguna vez hubo. Es el caso del Museo Khanenko, célebre por su colección de arte europeo y asiático, evacuada hacia destinos reservados, para protegerla de la destrucción (que se ensañó anteriormente con museos y monumentos históricos y religiosos de Kyiv) así como de la rapiña que ya diezmó museos en otras ciudades ucranianas. Las etiquetas sin correspondencia con objetos, las paredes vacías del Khanenko, producen un efecto siniestro, fantasmal, que nos seguirá inquietando.

Pero lo más difícil de soportar para nuestros colegas de Ucrania son las caras ausentes de las personas queridas.

*Fragmento de una crónica publicada originalmente en Clarín.

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