Por Javier Habib (*)
Cuando hacemos promesas (y otros actos similares, como pactos y contratos) solemos dar por sentado que quedamos obligados. Pero, ¿por qué obligan las promesas? La filosofía (moral, jurídica y política) ofrece varias teorías al respecto. Hablaré de cinco.
Un primer enfoque condiciona la obligatoriedad de las promesas a un análisis contextual, que estudia la situación del que promete, del beneficiario, y de la cosa prometida. Pensemos en una madre que promete a su hija regalarle un auto 0 km. Para este enfoque, la promesa no es por sí misma justificación de la obligación. Todavía corresponde hacer preguntas: ¿Es el cumplimiento bueno para la economía de la madre? ¿Es un automóvil lo que esa adolescente necesita aquí y ahora? ¿Por qué un auto y no una moto, o una bici?
Esta teoría “contextual” tiene como base a la filosofía aristotélica. Especial competencia tiene el concepto de la “virtud de la liberalidad”. La liberalidad es saber dar cosas a los otros. Aristóteles advierte que quien “da convenientemente” evita caer en dos extremos opuestos -la avaricia y la prodigalidad-.
Aristóteles dedica especial interés en diferenciar la liberalidad de su fallo por exceso. Una persona que disipa sus recursos haciendo promesas de regalos insensatos “se destruye a sí misma; puesto que sólo se vive con lo que se tiene”.
No es difícil relacionar la virtud de la liberalidad con otro concepto aristotélico muy conocido: “la Justicia distributiva”. Con leyes que benefician a un sector de la sociedad, los Estados, en un importante sentido, hacen promesas. La virtud de la liberalidad nos requiere evaluar esa promesa desde tres ángulos; “el que debe dar, a los que debe dar, y lo que se debe dar”.
La segunda teoría se desentiende de las condiciones particulares de los involucrados, y sitúa a la promesa como elemento de un intercambio. Se piense en las promesas de un contrato de alquiler. “Te pagaré $ 100.000 por el uso de tu apartamento”.
Para este segundo enfoque, lo que hace que una promesa obligue es que el que promete reciba algo a cambio. Si tu departamento no reúne las condiciones de habitabilidad que prometiste, tiene sentido que revisemos el precio del alquiler. Si la inflación hace que lo que te pago por lo que me das sea irrisorio, debemos ajustar la relación económica del contrato. Antropólogos que estudiaron comunidades que no conocieron contratos, sino que funcionaban a base de regalos (gift economy) aseguran que los regalos eran siempre hechos para compensar regalos pasados, o para comprometer regalos futuros. El mensaje es este: donde veas una promesa, busca un intercambio; ¡lo hallarás!
Desde el Medioevo comenzó a formarse el pensamiento de que la sola promesa obliga, con total independencia del contexto. “A” promete “x” a “B”. “A” queda obligado a darle “x” a “B”. Este es el enfoque que nos valida cuando decimos “pero si vos me prometiste eso”, pero “si hemos acordado aquello”.
La promesa es como un instrumento que sirve para dar seguridad de obligación. Dos son las justificaciones más conocidas. Una es religiosa -los teólogos y canonistas medievales solían citar a Mateo 5, 34 y 37 para asimilar la promesa al juramento, y de ahí decir que el incumplimiento equivale al pecado de perjurio-. El otro fundamento es filosófico. Charles Fried, filosofo norteamericano de tradición Kantiana, conecta la promesa con la autonomía individual. Dice: cuando incumplimos una promesa, lo que hacemos es “viciar” nuestra libertad. El humano no puede reputarse libre -de decidir de hacer promesas, o no- y contradecirse al mismo tiempo -no cumpliendo lo que prometió-.
Me es incómodo a este punto no hablar de Maquiavelli. En el Capítulo XVIII de su Príncipe, Machiavelli aconseja a Lorenzo de Medici no cumplir sus promesas cuando el cumplimiento sea más dañino para él que el incumplimiento. La experiencia muestra, dice Machiavelli, “que quienes han hecho grandes cosas son los príncipes que han tenido pocos miramientos hacia sus propias promesas y que han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres.” Machiavelli aconseja nunca aceptar un incumplimiento. “Jamás faltan al príncipie razones legítimas para disfrazar la violación de sus promesas”.
En este capítulo Machiavelli instruye al príncipe a saber conducirse como bestia; a veces como león “para amedrentar los lobos”, pero en estos contextos como zorra, “para saber de trampas”. “Es necesario saber colorear bien esta naturaleza (de zorra) y ser un gran simulador y disimulador. Los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar”.
Terminemos con una teoría económica. En filosofía moral, las teorías económicas son tipos de teorías consecuencialistas. Las teorías consecuencialistas dicen que un acto es bueno si sus consecuencias son útiles. La medida más usual de utilidad es el dinero. Por ejemplo, prometo entregarte 1.440 cajas de limón en Buenos Aires a $5.760.000. Durante las tratativas, por alguna razón, confesaste que compras esta carga porque ya tenés acordado venderla a $6 millones. En los minutos antes de despachar la carga me aparece un comprador por $7 millones. Según la doctrina económica del incumplimiento eficiente (efficient breach) yo debería estar en condiciones de llamarte por teléfono, explicarte de mi nueva posibilidad, y darte la tranquilidad de que voy a hacerme cargo de tus daños. Mi incumplimiento te causó perdida por $240.000. Pero a mí me deja más $1.240.000. Incumpliendo, puedo compensarte (con $240.000), y mejorar mi resultado (con $1 millón). Aunque parezca rebuscado, este tipo de razonamiento guía muchas decisiones de nuestra vida cotidiana.
(*) Profesor de Derecho Privado (UNT-USPT), ensayista, codirector del “Foro: Seminario de Filosofía Jurídica y Teoría Política” (UNT).