El primer debate presidencial de los Estados Unidos, camino a las elección del próximo 5 de noviembre, ha puesto en evidencia los severos problemas institucionales y políticos que parece el país más poderoso del mundo en estos momentos. El más notable tiene que ver con la penosa imagen que dejó el actual mandatario, Joe Biden, de 81 años. No sólo careció de solidez en muchas de sus respuestas: por momentos, sus intervenciones no sonaron coherentes. Aunque se lo vio leer en numerosos tramos, no fueron pocos en los que pareció perderse entre líneas. La desorientación, la falta de reacción y la mirada extraviada fueron otros de los rasgos del retrato del jefe de Estado.
La cuestión detonó una crisis de gran escala dentro del partido Demócrata, que apoya su reelección. O, cuanto menos, la apoyaba hasta el ciclo organizado por la CNN que se transmitió el jueves. Desde el 27, sectores del oficialismo se han lanzado a la desesperada búsqueda de eventuales postulantes que reemplacen a Biden. Un indicador del marasmo interno que ha generado la precaria condición de Biden es dado por los títulos de los análisis sobre el debate publicados por “The New York Times”, diario que (como es costumbre en medios de EEUU) ha manifestado públicamente su respaldo a la continuidad de un gobierno demócrata. “El presidente Biden es mi amigo. Él debe retirarse de la carrera”, subrayó Thomas L. Friedman. “Biden no puede seguir así”, escribió Frank Bruni. “Escucho una gran ansiedad de los demócratas por el desempeño de Biden en el debate”, sostuvo Patrick Healy. “Presidente Biden, es tiempo de abandonar”, puntualizó Nicholas Kristof.
Sin embargo, lo televisado pone en jaque no sólo a un partido. Arrecia un interrogante estremecedor para cualquier gestión: ¿está en condiciones el titular de la Casa Blanca de continuar en el cargo? En el caso de los Estados Unidos, ese bisturí es de doble filo. En primer lugar, porque esa nación se precia de ser la democracia más robusta. En segundo término, porque tras la II Guerra Mundial EEUU es, para decirlo en términos del historiador europeo Giuliano Procacci, “el arsenal de la democracia”. Y el que hoy está en tela de juicio es quien maneja la botonera de ese arsenal.
El terremoto, por cierto, va más allá. No sólo conmueve al actual gobierno, sino al propio sistema de gobierno. En primer término, expone la falta de renovación generacional. Biden es octogenario (cumplirá 82 el 20 de noviembre) y Trump está a punto de serlo: el pasado 14 de junio cumplió 78. ¿Por qué no han surgido, en la última década, candidatos de otras generaciones? ¿Por qué Estados Unidos presenta un escenario propio de un país con una “generación perdida”? En segunda instancia, aflora la falta de renovación dirigencial. Los principales candidatos son el actual presidente y el ex presidente que lo precedió en el Salón Oval. ¿Por qué no surgieron otras figuras? ¿Por qué una partidocracia tan sólida como la de ese país exhibe los síntomas propios de los caudillismos políticos latinoamericanos, donde nadie emerge a la sombra de los líderes? Finalmente, un aspecto coyuntural, pero revelador: la opción para los estadounidenses es votar entre Biden, sobre quien pesa la duda razonable acerca de si está en condiciones de completar un segundo mandato, y Trump, que es rápido para la respuesta y bueno para el debate, pero que acumula ya una condena penal y tiene por delante, además, tres causas judiciales. Un jurado ya lo declaró culpable de falsificar registros comerciales para ocultar un pago abultado a la actriz de películas pornográficas Stormy Daniels, con el fin de comprar su silencio antes de los comicios de 2016. De los restantes casos, dos están relacionados con los esfuerzos para anular su derrota en las elecciones de 2020. El tercero refiere al almacenamiento de documentos secretos del gobierno en su club social de Florida.
Cuando no se puede distinguir con claridad cuál de las opciones es la peor, advino el momento del “más de lo mismo”. Los argentinos, y los tucumanos, han conocido esa situación.
No menos cierto es que, cuanto menos frente a la coyuntura estadounidense, la Argentina no lo ha hecho tan mal desde el retorno de la democracia. Claro está, en este país son legión los “sajones australes” que no admiten cuestionamientos contra la institucionalidad estadounidense. Y hay otra legión formada por “europeos en el exilio” que se sienten bien hablando mal de este país. Pero lo cierto es que, aunque luego sus gobiernos hayan sido malos (y sus consecuencias, aún peores), esta nación apostó sostenidamente por la renovación dirigencial y generacional.
A modo de sintético repaso, el triunfo de Raúl Alfonsín, en 1983, fue inédito: por primera vez, el peronismo era derrotado en elecciones libres de proscripción. En 1989, Carlos Menem, gobernador de La Rioja, fue electo Presidente luego de derrotar en las internas del PJ a Antonio Cafiero, gobernador de Buenos Aires y ex ministro de Perón. Fernando de la Rúa era un político de larga trayectoria en la UCR (fue candidato a vicepresidente de Ricardo Balbín en 1973), pero su triunfo en 1999 se debió a una “Alianza” sin precedentes con sectores peronistas aglutinados en el Frepaso.
Tras la debacle de 2001, y el interinato de Eduardo Duhalde, la presidencia recayó en 2003 en manos del desconocido Néstor Kirchner, gobernador de Santa Cruz. Perdió la primera vuelta con Menem, pero las encuestas hicieron desistir del balotaje al riojano: el electorado prefería al “nuevo”. En 2007, Cristina Kirchner marcó otro hito: fue la primera mujer en ser electa Presidenta. No hubo renovación sino reelección en 2011, pero en 2015 el candidato “K”, el ex gobernador bonaerense Daniel Scioli, perdió contra Mauricio Macri, líder de un partido municipal: el PRO sólo gestionaba la Ciudad de Buenos Aires. Cuatro años después, los argentinos optaron otra vez por el kirchnerismo, con Alberto Fernández (ex jefe de Gabinete de todo el gobierno de Néstor) y Cristina. El año pasado, Alberto no buscó la reelección y la victoria fue para Javier Milei, que ni partido político tiene.
Déficits institucionales
En todo caso, los diferentes rumbos y resultados de los distintos gobiernos tienen que ver con los déficits institucionales del país, pero la política mostró una dinámica de renovación permanente, salvo las contadas excepciones. Como si se intentara cambiar en las urnas aquello que las instituciones no logran encauzar, aunque el resultado no siempre haya sido el que se había buscado.
Esta constante interpela a los partidos políticos que no integran el gobierno libertario. La UCR sigue a la deriva, hasta el punto de que el presidente de ese partido, Martín Lousteau, votó contra la Ley Bases, mientras que los otros 12 senadores del bloque la avalaron. En el PJ y en el PRO, en tanto, las figuras más gravitantes siguen siendo dos figuritas repetidas: Cristina Kirchner y Mauricio Macri.
Que estas sean, por ahora, las opciones a los libertarios es una de las fortalezas del oficialismo. Una fortaleza precaria y momentánea, porque ese mismo oficialismo hasta el momento sólo puede prometer un futuro mejor. Así evita hablar del presente, signado por la recesión y el ajuste, que vienen pagando los ciudadanos y no “la casta”. Para ello, el Gobierno cuenta, por un lado, con quienes lo apoyan de manera convencida. Y, por otra parte, con la paciencia de otros que, dada la ausencia de mejores alternativas, no tienen con quién canalizar su impaciencia.