Los malestares matutinos fueron la señal de algo totalmente inesperado. Marina González se enteró en enero, por su dolor de panza, de que tenía un embarazo de un mes y medio. “Fue una sorpresa porque estaba con muchas irregularidades desde hacía un año y me habían realizado varios estudios ginecológicos, pero no encontraban qué era”, cuenta la joven de 26 años. La alegría por la futura llegada de un bebé, sin embargo, se empezó a opacar poco tiempo después. De pronto, la joven comenzó a perder la visión. Una resonancia magnética reveló que había desarrollado un tumor en su cerebro y todo indicaba que podía quedar ciega en cualquier momento.
Estaba cursando el tercer mes del embarazo y los pronósticos médicos no eran muy alentadores. Marina notaba cómo la oscuridad se adueñaba de sus días. No entendía nada. Ella y su pareja, Jonathan Molina, de 29 años, estaban muy angustiados. “Me dolía mucho la cabeza. Pensaba que era por la presión. Además, tenía en uno de los ojos una luz que titilaba en forma permanente”, recuerda la mujer, que vive en Alberdi.
Desde el hospital de esa localidad, donde la atendieron, la derivaron al de Concepción. Allí le hicieron nuevos estudios a la futura mamá. Visitó oftalmólogos, neurólogos y endocrinólogos. Todos coincidieron en enviarla al servicio de Neurocirugía del hospital Padilla.
Mientras tanto, el tumor ubicado en la hipófisis seguía creciendo. Marina ya había perdido toda la visión en el ojo derecho, y el izquierdo estaba afectado en una buena parte.
“Hay que operar”, le dijeron los médicos. Marina recuerda esa frase y todavía siente escalofríos. Era eso o perder la vista para siempre. No le dieron mucho tiempo para pensar. No había mucho tiempo. Estaba justo en un momento de su embarazo en que la cirugía es menos riesgosa. De todas formas, ella y Jonathan escucharon atentos a qué se exponían la mamá y el bebé al entrar al quirófano: la vida de los dos estaba en juego, la anestesia podía llegar a afectar el desarrollo del feto en gestación, más cualquier otro imprevisto que pudiera surgir.
A fines de abril llegó el momento de la operación. Mientras acaricia su panza y siente los movimientos de su bebé, recuerda que fue quizás el día más duro de su vida. Tenía mucho miedo. Lo que más temía era no despertar nunca más, o que su bebé se viera afectado.
Después de las seis horas que duró la cirugía, Marina se despertó asustada y tuvo un ataque de asma. Preguntaba por su bebé. “Hasta que no me hicieron una ecografía y me dijeron que estaba bien no me tranquilicé”, confiesa.
En ese estudio, además, por primera vez el bebé se dejó ver y entonces se enteró de que esperaba una nena, a la que piensa llamar Dulce Aitana. La fecha de parto es para el 15 de septiembre, cuenta la mamá durante el primer control que se realiza después de haber recibido el alta en el Padilla. Luego de la operación también estuvo unos días internada en la Maternidad.
De a poco Marina siente que va mejorando la visión y se ilusiona con la llegada de su bebé, a quien le piensa dedicar todo su tiempo. Lo peor, lo que jamás alguien esperaría, ya pasó. Nadie quiere estar embarazada y que le digan que tiene un tumor, reconoce. “Pero por suerte todo salió bien”, resume con una sonrisa escondida detrás de su barbijo.
En la base del cerebro
Un adenoma hipofisario es un tumor localizado en la hipófisis, una glándula de pequeño tamaño que está situada en la base del cerebro y que produce una gran cantidad de hormonas que ayudan a regular funciones importantes, como el crecimiento, la presión arterial y la reproducción.
El jefe de Servicio de Neurocirugía del Padilla, Álvaro Campero, contó que el tumor que presentaba Marina, en el contexto de su embarazo, probablemente había crecido de golpe y eso generó el déficit severísimo de la visión, de un ojo prácticamente ciego y del otro casi sin ver, según describió.
“Estábamos ante una urgencia, pero también teníamos que ser cautos a la hora de indicar un procedimiento en una paciente embarazada porque hay riesgos, y en este caso riesgo por dos: la mamá y el bebé. Operar era la única opción, ya que el tumor era enorme y sin la cirugía seguramente quedaba ciega y eso iba a ser irreversible. Era una situación extrema”, apuntó Campero.
Para llevar adelante la cirugía tuvieron que armar una logística importante. Debió intervenir un equipo interdisciplinario que incluyó, además de los neurólogos, personal de anestesia, de terapia intensiva, de endocrinología y el equipo de ginecología y obstetricia, para hacer un procedimiento lo más seguro posible para la mamá y el bebé.
La cirugía se hizo por endoscopía, a través de la nariz, por donde se logró resecar el tumor y disminuir la presión sobre la vía visual, especificó el médico. “La paciente evolucionó muy bien y empezó a mejorar la visión luego de la intervención. El bebé estuvo bien; para no ponerlo en riesgo se lo monitoreó antes, durante y después de la cirugía”, relató el especialista, quien ponderó que una cirugía de esta envergadura se haya llevado adelante en un hospital público.
El procedimiento que dirigió Campero y estuvo supervisado por el director del hospital, Jorge Valdecantos, tuvo la participación de los residentes Liezel Ulloque, Ricardo Rua, Giovanna Mazziotti y Cristian Villagra. También intervinieron las doctoras Adriana Álvarez y Adela Carabajal, del servicio de ginecología; Mariela Luna y Nicole Lemaitre, de la unidad de patología Glandular, y Mariela Luna, del servicio de Endocrinología. Además, participaron Cecilia Lencina y Damián Sarco, del servicio de Instrumentación Quirúrgica; Fernanda Heredia y Nicolas Silvay, del servicio de Anestesia; y Miriam Marcial y Jorge Ramaciotti, pertenecientes al servicio de Terapia Intensiva.