Ya lo sabía Shakespeare. Y en ello radica el carácter universal de su obra: hay dos fuerzas que mueven el mundo a través de su lucha despiadada por una supremacía siempre e inevitablemente temporal. Se trata del amor y del odio, sin duda, y viven dentro de cada uno de nosotros con sus matices, formas y contradicciones. Fuerzas extrañas e imprevisibles que hacen que el ser humano sea por momentos un virtuoso o un miserable o que, de espaldas al tiempo, quizás sintiéndose su amo, intente diseñar con todo detalle su futuro cuando la única e invariable certeza es que algún día morirá, y ese día puede ser hoy. Sin exageraciones y sin el temor a caer en la simpleza o la cursilería, y como un acto de sensatez, se las debe identificar en la razón de todas nuestras acciones, más allá del sigilo o las estridencias de sus contenidos.
Afortunadamente, el amor no es ahora mismo un problema público, aunque su exceso o su carencia puedan desembocar en hechos y emociones indeseables o peligrosas que reclaman una responsabilidad colectiva. Sí, en cambio, lo es el odio. Sobre él se ha trabajado con ahínco en los últimos tiempos, ante su innegable proliferación. Se define en psicología como un sentimiento “profundo y duradero, intensa expresión de animosidad, ira y hostilidad hacia una persona, grupo u objeto”. Todos creemos reconocerlo, incluso de haber sido su prisionero alguna vez, pero sus manifestaciones son tan versátiles y sus vestimentas tan diversas que acaba resultando indescifrable o fácil de confundir con la cólera, la rabia, la frustración o el simple rencor. El filósofo José Antonio Marina, en una aproximación al tema, escribía: “El odio ha sido un poderoso motor de la historia. Es un sentimiento movilizador que desea la desaparición del otro (…) Es fácil de provocar, es fácil también de alimentar, pero es muy difícil de frenar. (…) Conviene detectarlo a tiempo porque adopta eficaces modos de auto legitimación. Al ser una emoción muy primitiva, todos somos vulnerables”.
En un intento clasificatorio, se habla de discurso de odio y de delitos de odio. Sentir odio no es un delito, claro está; incluso las palabras que salen de él pueden disfrazarse de libertad de expresión. Lo que resulta imposible es llamar de otro modo al ataque a una persona por su pertenencia a un grupo social, a una religión, a una raza o por su género u orientación sexual. Y es aquí donde se ve en cifras lo que viene sucediendo como espejo de un comportamiento incendiario de una parte de la sociedad. En el último año, sólo en España se contabilizaron 1.606 casos, un 33,1 por ciento más que hace 12 meses. La mayoría de ellos fueron incidentes por racismo o xenofobia; le siguen los relacionados con orientación sexual o identidad de género y, para sorpresa de muchos, también con la discapacidad. En este último caso, se registró un aumento de más del 200 por ciento respecto a las estadísticas más inmediatas. Pero no todo ataque se denuncia. Según un trabajo de investigación realizado por la agencia 40 dB, ocho de cada diez víctimas eligen el silencio por desconfianza al sistema que, paradójicamente, debería protegerlas.
Sin embargo, hay que entender que al hablar de cifras estamos concentrando la atención en las consecuencias y no en las causas. Quien odia y canaliza ese sentimiento enfermo en agresiones al objeto de sus fobias tiene hoy grandes reservas de combustible político, apoyo financiero para desplegar sus paranoias en las calles o medios de comunicación y coartadas canallas para lastimar y luego desmentirlo. Sólo hace falta fijarse en lo que ocurre tanto en Europa como en Estados Unidos y en algunos países de Latinoamérica, con nombres y apellidos, para advertir la corriente de intolerancia que viene envenenando la convivencia.
Este fenómeno, sin dudas, está estrechamente ligado al resurgimiento de la ultraderecha y de movimientos neonazis o neofascistas que arrastran a la derecha tradicional y conservadora a posiciones extremas para terminar ubicando el debate público en el plano de los insultos, de los hechos alternativos y de la deshumanización del contrincante. Todo ello, usando con habilidad la hoguera de las redes sociales como medio favorito para que el fuego se propague sin control o, más recientemente, la Inteligencia Artificial para generar situaciones falsas, con detalles verosímiles, como poner en boca de algunos líderes discursos o frases que nunca pronunciaron, usando voces e imágenes verdaderas. En este ambiente tóxico, las ideas, o la verdad en todo caso, no juegan un papel protagónico; por el contrario, se descartan porque entorpecen un relato hecho a la medida de los prejuicios o de los miedos. Y como nadie escucha al otro (faltaría más), las palabras van despojándose de significado y de sentido, de manera que, una vez comprobada su inutilidad, se pasa al escenario de la violencia. Así, los ataques a políticos se han vuelto frecuentes a manos de ciudadanos aturdidos por el ruido del fanatismo.
Ocurrió con el primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, acribillado a balazos por un hombre sin antecedentes penales; con la primera ministra de Dinamarca, en pleno centro de Copenhague; acuchillamientos entre rivales en Alemania; golpizas a candidatos o sus seguidores en Francia y España y el ataque callejero, físico o verbal, ante la indiferencia de los gobiernos, a inmigrantes en Italia, Países Bajos o Hungría.
¿Qué hay en común en todos estos incidentes? El ánimo encendido por una campaña de odio que ya no surge desde las sombras o la periferia política sino desde los partidos con cargos de responsabilidad en algunas administraciones o con representación en los parlamentos. En algunos casos, tiene como altavoces a presidentes o primeros ministros. Sus estrategias, huérfanas de propuestas, consisten en una retorcida asignación de papeles a cada sector, mientras se reservan para sí el de la defensa de una patria de fantasía en la que pocos querrían vivir; una patria donde las particularidades y las minorías no existen y donde triunfaría la insoportable distorsión de la historiacon un relato que intenta convertir a los infames en héroes, a conocidos asesinos en mesías y a los corruptos en gente honrada.
La amenaza de estas fuerzas políticas abarca a todas las actividades que un ciudadano libre desarrolla en una democracia decente. En Europa, las alarmas han provocado incluso un acontecimiento inusual: 30 grandes empresas alemanas, entre ellas Siemens, BMW o Deutsche Bank decidieron difundir un comunicado advirtiendo a sus 2 millones de empleados del peligro de votar a la ultraderecha, rechazando el abrazo de oso que le ofrecen desde ese rincón político. Sin rodeos, afirman que “los extremistas y racistas están dividiendo nuestra sociedad, dividiendo nuestro país, poniendo en peligro nuestra prosperidad”. Y agregan: “las ideas de los populistas son puro veneno para la economía”. Después de oír este mensaje, ¿alguien será capaz de negarles experiencia totalitaria a los alemanes?
Shakespeare tal vez volvería hoy a recrear Macbeth. En definitiva, sus tramas nunca han estado lejos de la realidad. Recordemos que para matar al rey Duncan utilizó el recurso de manchar de sangre a los súbditos del monarca para inculparlos. De este modo, logró que la desbocada ambición unida a la mentira triunfara durante algún tiempo. A este género, en literatura se lo llama tragedia; a esta forma de hacer política en el siglo XXI, ¿qué nombre habría que darle?