Buscando a Kafka en Praga
Buscando a Kafka en Praga

Por Daniel Dessein

Para LA GACETA - PRAGA

“Aquí está mi instituto; en aquel edificio del lado opuesto, mi universidad. Un poco más hacia la izquierda se encuentra mi despacho. En este pequeño círculo está encerrada toda mi vida”, le dice Franz Kafka a Friedrich Thierberger, su maestro de hebreo, mientras dibuja un círculo en el aire con su dedo índice. Una de las primeras cosas que puede constatar un recién llegado a Praga es que la mayor parte de la existencia del autor de El castillo se desarrolló en un radio que abarca unas pocas manzanas en torno de la plaza central de la ciudad. Caminando unas pocas cuadras encontramos, señaladas por placas de bronce adheridas a la pared, su casa natal, distintas viviendas que habitó con su familia y otras en las que vivió solo, la tienda de su padre, sus lugares de trabajo y los cafés que frecuentaba, intercalados por innumerables negocios que venden postales, láminas y remeras con la imagen del escritor. Otra cosa que puede constatar un visitante, después de algunas horas recorriendo Praga, es que no es fácil descubrir -si es que se ignoran- datos precisos sobre el dueño de esa figura lúgubre que se recicla en los locales comerciales. Un primer paso que espontáneamente podría dar quien intenta indagarlos es interrogar a los encargados de las distintas casas en las que vivió Kafka, que han sido convertidas en pequeños museos o librerías. En mi caso, los resultados fueron sorprendentes. Ninguno de ellos tenía una idea suficientemente clara de quién había sido el particular habitante de esos sitios que constituía la fuente de sus ingresos.

Mi segundo paso fue rastrear a Kafka en la Secretaría de Cultura local. Allí me recomendaron un tour individual especializado en el escritor. Eso hice y los resultados no fueron menos sorprendentes. Mi guía, mientras iniciábamos nuestro recorrido, comenzó diciendo que Kafka había sido un psicópata que había muerto a los 30 años, sin publicar una sola línea, y que, por alguna misteriosa razón, había sido beatificado, tiempo después, por la elite intelectual de Europa occidental.

Finalmente decidí ir a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Carolina de Praga. Después de sortear no pocos obstáculos burocráticos e idiomáticos, logré entrevistarme con Peter Bílek, jefe del departamento de Literatura checa de la universidad y uno de los mayores especialistas en la obra del autor de El proceso.

Bílek sostiene que la condena de Kafka es la marginalidad, la imposibilidad de asimilarse. “No puede encontrar un lugar en el canon literario checo porque escribió en alemán; tampoco en el canon germano por su prosa límpida, rígida, desprovista de las referencias y los giros típicos de los autores alemanes consagrados; es prohibido durante la ocupación nazi y en las primeras décadas comunistas; tampoco puede infiltrarse a través de lecturas clandestinas, como Kundera, por la ausencia de alusiones claras a los regímenes opresores; y es, finalmente, un autor complejo, difícil de asir”, afirma. “El drama de los personajes kafkianos es la imposibilidad de encontrar un vínculo auténtico con el mundo. Su heroísmo deriva de la búsqueda denodada, indefinida y estéril de ese vínculo. Y de ese esfuerzo extremo deriva la calidad literaria de su obra. Kafka les da una vuelta de tuerca a las tramas de Dostoievski; sus personajes pueden encontrar algo positivo después de una ardua introspección, su integridad y su identidad. Pero en Kafka no existe la posibilidad de tales hallazgos. Joseph K. cree que todo el mundo funciona como su banco, ordenadamente, eficientemente. Y luego se percata de que funciona en base a otros principios que no logra descifrar. En la imposibilidad de averiguar cuáles son esos principios rectores que determinan su suerte estriba su tragedia”, agrega Bílek.

“Los personajes de Kafka suelen alejarse de su punto de partida en sentido inverso al de su meta. Kafka perfecciona el mito de Sísifo, potencia su condena. Sus héroes se distancian de la cima de la montaña que pretenden alcanzar en proporción al esfuerzo que invierten para empujar sus rocas. En el plano literario la genialidad de Kafka se plasma en la creación de novelas en las que el final se aleja progresivamente del comienzo, convirtiéndose en un ‘libro de arena’ como el que perturbaba a Borges”, apunto por mi lado.
“Allí radica el núcleo estético de su obra”, agrega Bílek. “Después de escribir La metamorfosis, Kafka se quejaba de la claridad del final; le parecía forzado, abrupto, circular. Denostaba las historias bien estructuradas con finales obvios. Su genialidad radica en la construcción de una novela sin fin. Supongo que, de no haber muerto joven, Kafka hubiera dedicado 20 o 30 años más a la escritura de El castillo. K. no puede simplificar su acceso al castillo”.

Me despido de Bílek, cruzo la plaza que separa a la Universidad del Río Moldava y camino por la rambla. Muchos de los edificios que veo ya habían sido construidos cuando nació Kafka, en 1883. Los colores vivos de las fachadas, las cúpulas doradas y una arquitectura barroca se complementan a la perfección para generar una atmósfera propia de un cuento fantástico. El castillo de Hradschin, el símbolo por antonomasia del imperio austrohúngaro en Praga, domina la ciudad desde una colina y completa la escenografía. A pocos minutos me encuentro con el puente de Carlos, un tramo neurálgico del itinerario del narrador de “Descripción de una lucha”, la obra de Kafka en la que Praga tiene una presencia explícita. La ciudad impregnó su obra y su vida. “Praga no te deja... Esta madrecita tiene garras. Hay que acostumbrarse a ella o incendiarla desde dos puntos separados, desde Vyserad y desde Hradschin, entonces sería posible librarse”, le escribe a su amigo Oscar Pollak.

En 1910, cuando Kafka tenía 27 años, Praga tenía 230.000 habitantes y era la tercera ciudad más grande del imperio de los Habsburgo. El 91% de los habitantes era checo y el 9% restante, alemán. Hermann Kafka llegó a Praga desde un pueblo checo llamado Wossek y, después de años de sacrificios, pasó de ser un vendedor ambulante a dueño de un importante negocio praguense. Quiso que su hijo Franz completara su ascenso socioeconómico y lo mandó a colegios alemanes, para que asimilara la lengua de la alta burguesía.
En la entrada del puente me cruzo con un turista norteamericano con una remera que tiene estampada una de las clásicas fotografías de Kafka en la que está serio, con una mirada sombría, de traje oscuro y sombrero. Kafka en Praga es fundamentalmente un ícono turístico encarnado por ese tipo de fotos. Las que representan a un hombre introvertido, huraño, neurótico, angustiado, débil, enfermo. Muchos críticos y biógrafos revisionistas han combatido ese cliché en los últimos años, señalando que Kafka frecuentaba regularmente a sus amigos, que disfrutaba leyéndoles fragmentos de sus escritos, que publicaba libros y artículos en diarios y revistas, que estuvo comprometido gran parte de su vida y que tuvo relaciones con distintas mujeres, que practicaba remo y natación, que era naturista, que fue un hombre sano hasta sus 34 años. Suelen atribuir la imagen gris del escritor, que ha quedado grabada en el imaginario social, a la ficcionalización que hizo Brod de su íntimo amigo en su biografía, tratando de generar un contraste con su propia personalidad. Estas refutaciones son relativamente válidas.

Una tesis construida sobre una serie arbitraria de datos biográficos puede ser tan falsa como la imagen que se desprende de una biografía excesivamente novelada. El hecho de que Kafka no haya vivido encerrado en una ermita durante sus 41 años no significa que haya sido un “gozador de la vida”. La verdad, en este caso, hay que rastrearla en sus ficciones y no en su itinerario existencial. Como acertadamente afirma Peter Bílek, los personajes de Kafka no encuentran su vínculo con el mundo. Esta es también la auténtica tragedia de su autor. Kafka no se define esencialmente por su biografía; Kafka es su literatura.
No es fácil encontrar a Kafka en Praga. Es demasiado universal; no está en ningún punto concreto y está en todos al mismo tiempo. No es fácil aprehenderlo ni encasillarlo. Ese carácter huidizo es uno de los elementos que posibilitan las ilimitadas lecturas de sus libros.

Podemos leer decenas de veces sus novelas sin agotar sus interpretaciones ni su caudal estético. En el otro extremo de los escritores unidimensionales, Kafka multiplica sus virtualidades exegéticas. No es presa del espacio pero tampoco del tiempo. Sus libros fueron leídos como profecías del nazismo, del comunismo y hasta de la globalización. Pero todas estas lecturas son reduccionistas; Kafka las trasciende. Al igual que el camino de K., la búsqueda de Kafka nunca termina.

(c) LA GACETA

*Una versión más extensa de este artículo fue publicado en este suplemento en 2004 y forma parte del libro Verdades y mentiras de la ficción (Corregidor, 2006).

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