Soriano y García Márquez

Soriano y García Márquez

Se conocieron en 1981 en La Habana. Allí nacería una amistad nutrida por la admiración mutua y por la generosidad de Gabo con sus colegas.

Osvaldo Soriano y Gabriel García Márquez Osvaldo Soriano y Gabriel García Márquez

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Hubo una tarde en la que Gabriel García Márquez, sin pensarlo, ayudó a un escritor argentino que estaba endeudado hasta el cuello. Ocurrió en septiembre de 1981, en La Habana, donde habían confluido los intelectuales más reconocidos del continente latinoamericano para hacer público un documento. Los protagonistas de aquella reunión cumbre iban a firmar una declaración para denunciar la amenaza del gobierno de Estados Unidos de querer «reimplantar la política anacrónica del garrote». Todavía faltaba un año para que Gabo recibiera el Nobel de Literatura, pero su fama había saltado en todas direcciones desde la publicación de Cien años de soledad y su más reciente obra de aquel año, Crónica de una muerte anunciada.

El acto de clausura se realizó en el Palacio de Convenciones de La Habana, sede del congreso. En aquellos días, el lema del encuentro fue «por la soberanía de los pueblos de nuestra América» y se pactó la creación de un comité permanente que tendría como fin darle continuidad al encuentro. Los nombres mencionados para integrar ese comité eran representativos de la familia latinoamericana de intelectuales: Julio Cortázar; Juan Bosch (escritor de República Dominicana); Chico Buarque (compositor brasileño); Roberto Matta (pintor chileno); el escritor uruguayo Mario Benedetti y García Márquez.

Un avión procedente de Buenos Aires había aterrizado en el aeropuerto José Martí en los primeros días de septiembre de 1981. Por la escalerilla bajó un hombre corpulento, de andar lento, con una prominente calva, y un cigarrillo en la mano (todavía estaba permitido fumar en los aviones). Era Osvaldo Soriano, un escritor argentino de 34 años que había entrado por primera vez a la redacción de Primera Plana de la mano de uno de los jefes, Tomás Eloy Martínez. Soriano había sido el aprendiz que empezó a formarse en aquellas redacciones repletas de humo de tabaco, con periodistas que guardaban petacas de whisky debajo del escritorio y preferían escribir de noche para después dormir de día.

Cuando Soriano llegó a La Habana ya tenía sus quilates en el periodismo porteño y había publicado tres libros (Triste, Solitario y Final, en 1973; No habrá más penas ni olvido, en 1978, y Cuarteles de invierno, en 1980). Fue en aquel septiembre de 1981, cuando Soriano conoció a García Márquez en La Habana, en aquel congreso de intelectuales. A pesar de la fama literaria en la Argentina, Soriano no la estaba pasando bien y vivía agobiado por las deudas; entonces aprovechó que lo habían enviado como corresponsal a La Habana y acudió a Gabo para intentar una solución: “Me pidió que subiera a su cuarto en el último piso del hotel y conversamos un buen rato- recordaría después el escritor argentino. En ese entonces, yo estaba arruinado y le dije que podría ganarme algún franco o alguna lira si me autorizaba a escribir un reportaje o un perfil a partir de la charla. Gabo se echó a reír y me dijo que sí”.

“¿Cómo funciona el poder de un gran escritor?” Era uno de los interrogantes que apareció en aquel texto de Soriano. “Yo soy un tipo simple -respondió García Márquez-, un hombre amable que guarda las formas y aguanta tonterías como cualquier otro. Siempre tengo tiempo para mis amigos, que son pocos. Pero nunca fui modesto: sé que puedo levantar ese teléfono y arreglar en cinco minutos lo que a otros les cuesta una vida”.

“A veces -continuaba García Márquez- quisiera poder apretar un botón y que la fama desaparezca; claro, ese mismo botón serviría para que la fama vuelva. Quizá me sentiría solo sin ella, pero me es imposible comprobarlo. Ya es demasiado tarde: soy un hombre público. Por ejemplo, nunca voy a presentaciones de libros, porque inmediatamente les robo el papel principal a mis amigos. En lugar de hacerles un favor, los jodo”.

Soriano no estaba equivocado cuando le pidió a García Márquez escribir un perfil para salvar sus deudas con algún franco o algunas liras. “Aquel texto se publicó en muchas revistas y diarios de Europa y América y me sacó de varios apuros”, rememoró Soriano.

“Hay quienes decimos que García Márquez trae suerte, pero quizá sea porque siempre se acuerda de los escritores menos afortunados que él: cuando firmó su último contrato con Bruguera de Barcelona, exigió por escrito que la editorial les pagara a todos los autores con los que tenía deudas. Entre ellos quien escribe estas líneas”, detalló Soriano seis años después, al publicar su libro Rebeldes, soñadores y fugitivos.

Aquel encuentro en La Habana fue el primero, pero no el único. García Márquez recibió varias veces a Soriano. Juntos discutieron de política argentina en París y varios años después volvieron a verse en Cuba, donde le presentó a su esposa, Mercedes Barcha, y más tarde a Fidel Castro. Aquella vez, a fines de 1985, García Márquez ya era dueño del Nobel y cada día cosechaba más lectores con su nueva novela El amor en los tiempos del cólera. Gabo llevó a Soriano hacia el Palacio de Convenciones, donde conversaron por más de dos horas. Así recordaría Soriano, un año después, aquel encuentro con el autor colombiano: “Gabriel García Márquez abre la puerta del coche y baja como si estuviera en su casa. ‘Ven que te lo presento’, dice y atraviesa la rampa del Palacio de Convenciones. La custodia me mira con curiosidad -escribe Soriano- y pienso que para facilitarles el trabajo lo mejor es no mover la campera que llevo enrollada a un brazo. ¿Qué hago yo en ese lugar, caminando al encuentro del hombre que tantas veces ha conmovido al mundo? García Márquez dice mi nombre y el comandante me tiende una mano pesada mientras murmura ‘sí, sí, te hemos leído, hombre’, y sus ojos se empequeñecen, un poco perplejos ante el intruso. Minutos antes, en un chalet rodeado de jardines, un llamado nos hizo dejar por la mitad el vaso de ron. ‘Tengo una cita urgente me dice García Márquez y ofrece acercarme hasta el Palacio de Convenciones, donde están reunidos más de trescientos intelectuales latinoamericanos que debaten sobre arte, ciencia y comunicaciones, convocados por la Casa de las Américas. El chofer deja atrás la puerta de invitados, en la que yo debería haber bajado, y rodea el edificio hasta una larga galería de cemento y vidrio. Hasta entonces, nunca había pensado que iba a conocer personalmente a Fidel Castro. Tampoco el jefe de la revolución cubana espera un visitante trémulo, nervioso, que ha saltado sin querer el cerco de la seguridad, el protocolo y la cita previa. Doy un paso atrás, pregunto por dónde se sale de ese lío, y un hombre de la custodia me señala el camino hacia el parque. ‘¿Adónde vas? -pregunta el comandante, y agrega, imperativo-: Ven, hombre, quédate un momento’”.

Soriano, como García Márquez, era un escritor que nunca se alejó del periodismo. Por eso es que después de aquella sorpresiva charla con Castro, en una sala pequeña del Palacio de Convenciones, le preguntó a Gabo si podía escribir un retrato del personaje. Ya no tenía deudas financieras, pero tenía olfato periodístico. Al día siguiente, el colombiano hizo las consultas del caso y le dio autorización. El texto de Soriano se publicó en El Periodista y en Il Manifiesto y luego fue reproducido, sin autorización, en varios periódicos del continente.

Una vez más, el colombiano había ayudado a uno de sus colegas, amigo argentino y compañero de brindis. El propio Soriano lo haría público con estas palabras: “García Márquez es un tipo de buen humor, que sobrelleva el Premio Nobel de la mejor manera posible. Coincidimos en que el próximo debería ganarlo Georges Simenon, o su amigo Graham Greene, y eso nos acercó un poco más”.

La generosidad de García Márquez con Soriano siguió al año siguiente, cuando empezó a decirle a todo el mundo cuánto le había gustado A sus plantas rendido un león. Aunque fuera la novela de un argentino, remarcaba con ironía. “Me emocioné como un principiante -admitió Soriano- y me puse a releer por vigésima vez Crónica de una muerte anunciada y por trigésima vez El coronel no tiene quien le escriba. Es seguro que el año que viene -agregó Soriano- voy a leerlos otra vez, porque uno siempre admira lo que es incapaz de hacer”.

Así fue que Gabo elogiaba a su amigo y colega argentino a los cuatro vientos. Sin alardes de solidaridad, pero convencido de que su ayuda le daba un aporte para que no volvieran las deudas y de paso le sumaba lectores, como el propio Fidel Castro.

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Miguel Velárdez - Periodista de LA GACETA. Recientemente ganó la beca Michael Jacobs de crónica viajera.

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