Betina Campuzano, una radiografía lectora de la ganadora del premio Casa de las Américas
Es profesora de Letras de la Universidad Nacional de Salta y Doctora en Humanidades por la Universidad Nacional de Tucumán. La semana pasada ganó el premio Casa de las Américas en la categoría de ensayo. En esta entrevista, hablamos de su pasión: los libros.
Por Daniel Medina
En la vida real, los buenos no siempre obtienen el primer lugar. La meritocracia es una excepción, no una regla. Por eso, la alegría que desencadenó el premio Casa de las Américas a Betina Campuzano: un reconocimiento a un esfuerzo y a un talento extraordinarios, que, sin embargo, pueden pasar desapercibidos fuera del ámbito académico. Betina es una rara avis. Con ella se puede charlar tanto sobre el último libro de un especialista en cultura andina como sobre la nueva novela de Stephen King. Es omnívora y libre de prejuicios, como deben ser los intelectuales que no se encierran en una burbuja. En un café puede hablar con el mismo interés y compromiso de "Perfect Days", la película de Wim Wenders que todo entendido debería ver, como de Wakanda, el país de Black Panther en el universo Marvel.
Betina presta mucha atención a temas y géneros que están en los márgenes, lejos del primer plano. Acaso por eso se entiende su pasión por el ensayo y la crónica periodística. Betina es la organizadora del encuentro Tibia Garra, que en Salta ha convocado a los mejores cronistas de Latinoamérica. Logró construir un hogar para esos seres extraños y en peligro de extinción (los cronistas), donde reunirse, capacitarse y, de paso, incentivar la escritura de más crónicas.
Es híbrida. O mutante. Betina está hecha de muchas pasiones que, para otro, no podrían convivir, pero ella las sostiene y las pone en diálogo. El premio también se entiende porque es una persona que aúna dos factores, hoy escasos: una sapiencia desbordante, junto a una inteligencia que puede trazar conexiones entre dos puntos que parecían no tener nada que ver entre sí. Betina arma relaciones que parecían improbables, pero que, después de mencionadas por ella, hasta nos parecen evidentes.
Todas las preguntas relacionadas con el premio ya han sido respondidas: Betina fue entrevistada por radios, programas de televisión y medios gráficos, apenas se conoció esta hazaña para una salteña. Por eso, en esta entrevista, vamos a intentar hacer algo así como una “radiografía lectora” de Betina Campuzano. La pretensión no es vana: saber de qué se nutre o de qué está hecha o cómo se construye una intelectual.
¿Te acordás del primer libro que leíste? ¿Cómo fue tu formación como lectora? En tu familia, ¿también eran lectores? ¿Tenías libros en casa?
En mi memoria, tengo una escena de lectura recurrente: mi papá, con los lentes ligeramente caídos, los pies cruzados e inclinados hacia atrás, la espalda recta leyendo el diario por las mañanas. Los domingos siempre hacíamos una caminata, yo tomada de su mano, hasta una revistería para ir a comprar el diario semanal.
También, me acuerdo de que me gustaba ir a hacer las compras mensuales al súper con ambos, mamá y papá. En ese tiempo, si no me equivoco, existía Casa Tía. Después de buscar la mercadería, venía el momento en que mi hermana y yo podíamos elegir un libro: así revisábamos qué historias teníamos y cuáles nos faltaban. Me acuerdo de dos colecciones: Mis animalitos, que tenía títulos como “Copito, el conejito haragán” o “Chipio, el gorrioncito peleador”; y “Había una vez” que iba desde “La lauchita glotona” hasta “El príncipe sapo”, si mal no recuerdo. Era emocionante ese momento: hojear los libros, recordar qué teníamos, armar la colección. Era una práctica modesta, pero, sin duda, significativa y muy amorosa.
¿Por qué estudiaste Letras?
En la primaria, antes de la muerte de mi papá, cursamos unos años en un colegio privado. La señorita Cristina, de tercer año, solía llevarnos afiches o láminas para que escribiéramos descripciones o historias a partir de ellas. Una vez, llevó la de dos niños con pilotos bajo un paraguas, con hojas caídas en el suelo. Habíamos empezado a ver las oraciones unimembres, eso también lo recuerdo. Entonces, me la jugué y escribí: “Llueve. ¡Claro, si es invierno!”. Bueno, en realidad, la lluvia en Salta es más bien en el verano, pero los nenes de la lámina estaban abrigados. A la seño Cristina le gustó el texto y lo envío para que lo leyera la directora, que era justamente poeta, Albeza de Trogliero, si no me equivoco: “Si sigues escribiendo así, serás una gran escritora”, fue el aliento, la respuesta, la devolución. La semillita del deseo estaba sembrada.
En la secundaria, hubo una profe de literatura, Norma Marchisio, que nos llevaba un montón de libros para que leyéramos en clase y, a modo de préstamo, también podíamos llevarlo a casa. O, al menos, yo recuerdo que me los prestaba para terminar de leer. Luego, vinieron los préstamos entre nosotros, los estudiantes. Desde Alma Maritano hasta García Márquez recorrieron esas tardes en la Escuela Normal. También, escribíamos. Disfrutaba mucho esas tareas. Luego, a la hora de elegir carrera, Letras era una opción posible para mí, en términos económicos y de acceso, y de gusto también. Mi mamá, ya sola en ese entonces, podía acompañarme en eso: preparaba mis comidas, me convidaba mate, todo para que, mientras yo leyera, nada me interrumpiera. Ésas también son escenas amorosas de mi historia con la lectura. Otras formas de mediación por parte de mi madre.
Sos la principal impulsora de La Tibia Garra, festival de crónica. Qué te interesa de la crónica.
La Tibia Garra Testimonial, en efecto, es un encuentro de cronistas que se realizó en dos ocasiones en Salta, 2017 y 2019. También, hubo concursos de crónicas en la pandemia, cuyo libro aún sigue en proceso en la editorial. Ojalá, los presupuestos y los tiempos puedan reavivar ese fogón de encuentro que, en su momento, fue religador entre la universidad, los periodistas y los artistas no sólo de Salta, sino de varios puntos del país como Tucumán, Bariloche, La Pampa, y de algunos países cercanos como Bolivia y Brasil.
Ahora, voy a otra escena de lectura para contar mi incursión por la crónica: hace muchos años, los viernes por la mañana, siendo yo estudiante, iba con otras compañeras ya graduadas a leer en la casa de mi profesora, Elena Altuna, en el marco del proyecto de investigación. Al terminar, en alguna de esas reuniones, Elena me muestra un libro: Loco Afán. Crónicas de sidario, de Pedro Lemebel. Poco después, en un congreso en Córdoba, lo encuentro en una librería. Lo compré y quedé deslumbrada. Ya me interesaban, y eso se lo había manifestado a Altuna, los textos que se escaparan un poco del terreno literario. Y, por eso, cuando empezamos a prepararnos para la Beca de Estudiantes Avanzados del Consejo de Investigación, Elena me pasó Biografía de un cimarrón de Barnet, Me llamo Rigoberta Menchú y así nació mi conciencia de Burgos Dabray, Juan Pérez Jolete de Ricardo Pozas, por ejemplo. Es que la crónica y el testimonio están emparentados, como si fueran los caminantes y sus sombras, van juntos pero separados.
No hay muchos ensayistas. Son, como los cronistas, rara avis. Qué libros de ensayo le recomendarías para que se forme un joven ensayista.
Vamos, entonces, con dos híbridos entre halcón y jicotea, como diría Barnet, o entre el ensayo y la crónica: El año del pensamiento mágico de Joan Didion, que testimonia el proceso del duelo y del sobrevivir a los afectos que se van; y Los ídolos a nado de Carlos Monsiváis, que desde el tono autobiográfico y con una honda reflexión intelectual nos lleva recorrer la cultura popular de las ciudades mexicanas y latinoamericanas.
¿Qué amigorumis tenés en tu biblioteca?
Otra escena: mi mamá Carmen Yolanda, que fue modista, siempre nos contaba que su madre, mi abuela Angélica, les hacía muñecas de trapo para ella y su hermana durante una infancia que transcurría en un pueblo de Formosa, Laguna Yema. En mi niñez, yo intentaba cortar y coser retazos de tela, copiando los gestos de mi mamá, que no quiso enseñarnos nunca el oficio porque quería otra vida para nosotras. De todas formas, yo me armé una muñeca de trapo, muy desprolija, por cierto, con ojos y labios pintados con fibra, por supuesto. Pero, con vestiditos y zapatos cosidos a mano. Quizás, por eso, por toda esa historia y esa ternura, me encantan los amigorumis que habitan en los estantes de mi biblioteca: una Frida Kahlo con su monito y con alas en la espalda; una Juana Azurduy con enaguas para cabalgar, una espada en la mano y una manta en su espalda; una Betty Boop, con vestido rojo y su perrito con manchas. Todas estas muñecas fueron hechas, a pedido, por las manos de una amiga, Patricia Cabezas, que también es profesora en Letras.
10 libros que te marcaron.
Cada uno de ellos significa una época, un regalo, un acontecimiento, una decisión:
Canto Kechwa, de José María Arguedas
Gregorio Condori Mamani. Autobiografía, de Ricardo Valderrama Fernández y Carmen Escalante Gutiérrez.
Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas
Autobiografía del algodón, de Cristina Rivera Garza
Serenata cafiola, de Pedro Lemebel
Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez
La vuelta al día en ochenta mundos, de Julio Cortázar
Maus, de Art Spiegelman
Emigrantes, de Shaun Tan
La sombra del Golem, de Benjamín Lacombe
Historias de las tierras y los lugares legendarios, de Umberto Eco
El libro que más te hizo reír
Los libros de Fontanarrosa, desde los comics hasta los de cuentos. Desde el Inodoro Pereyra y su perro Mendieta hasta los clásicos según Fontanarrosa que incluían una Penélope no pasiva y un Ulises entregado a aventuras poco probables. El rey de la milonga y Usted no me lo va a creer también fueron una época entre mis lecturas. Fontanorrosa te traza un recorrido que oscila desde la parodia más desopilante hasta la realidad más lastimera, desde la canchita de futbol hasta las tensiones entre el campo de la literatura y sus autores, desde los perros callejeros hasta las mesas de café. Todo ello retratado con humanidad. Y con humor. Similar, pero distinto, Dolina también me hizo reír en numerosas ocasiones: desde sus Crónicas del Ángel Gris hasta Lo que me costó el amor de Laura. El Barrio de Flores, las vinculaciones entre hombres y mujeres (probablemente, hoy las leería distinto), las reescrituras de mitos, las charlas de café, la música, siempre la música, recorren la burlona pluma radiofónica de Dolina.
El libro que más te hizo llorar
No sé si todo el libro, pero sí hay algunas crónicas de Pedro Lemebel en Serenata cafiola, que refieren al duelo, a la partida de su madre, que me entristecen casi con la misma intensidad con la que me enternecen. El libro empieza con una dedicatoria que dice “Mamá / era una flor herida, /cantaba por la herida, / y la herida/ era su mejor canción”. La figura de su mamá, de su flor herida que canta, traslada a mi memoria hacia un sinfín de escenas de mi infancia escuchando a mi mamá tarareando chamamés de su Formosa, mientras arreglaba ropa o cocinaba para nosotras. El libro de Lemebel abre con “Tonada pascuera” que narra sus navidades, primero, con su mamá y luego ya sin ella. Una mamá que volvía a ser niña armando un arbolito de navidad o a la que le brillaban los ojos cuando elegía un juguete para comprarle a Pedro, cuando él prefería siempre que le compre libros. Una mamá que pedía emocionada que su hijo le trajera un pesebre artesanal de Guadalajara y él recorría los mercados y las ferias buscando el encargo, el pesebre que tenía un burro con largas pestañas que le despertaba risas a su madre al recibirlo. Hay algo de la identificación que juega ahí, yo también pienso en algunos viajes y en algunos pedidos de mi mamá que me asaltan hoy, que hacen que las navidades sin ella sean también un poco más tristes.
Creo que ternura y tristeza son una dupla que me convocan. Siempre pienso en Arguedas, en esa voz agónica de zorros dialogando, de orfandades y errancias. Y, en este último tiempo, pienso mucho en El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, que no necesita síntesis ni presentaciones, porque la escritura que tramita el duelo del feminicidio de su hermana habla por sí misma y lo hace de modo contundente. Ese archivo de afectos que organiza la novela de Rivera Garza es, además, una forma de interpelarnos e invitarnos a armar nuestros propios archivos.
El libro que más regalaste
No sé si es el que más regalé, pero sin duda me pareció uno de mis mejores regalos y fue de un modo casi fortuito: hace varios años, le obsequié a un amigo de la vida, para su cumpleaños, la Poesía completa de Oliverio Girondo. Girondo no necesita presentaciones ni argumentaciones. Lo que resultó una casualidad, y que mi amigo lo leyó como un guiño a propósito o una señal elegida concienzudamente por mí, fue que Girondo nació, tal como lo consigna la cronología en el libro, el mismo día que mi amigo: un 17 de agosto.
El libro con el que te gustaría empezar a leer
No fue el primero, pero sí estuvo entre los primeros de la adolescencia. Y no cambiaría ese orden, aunque suene casi a clisé: El principito de Saint-Exupéry. Me acuerdo que estaba en la biblioteca de una vecina y se lo pedí prestado, guiada por su fama: lo leí con entusiasmo y rapidez. La serpiente, la rosa, el zorro, todos fueron mis favoritos. Tampoco, cambiaría la colección de Biblioteca Billiken, por la que leí Sisí, pequeña reina; Sisí y el fugitivo; y Sisí, emperatriz. Mis predilectos. Amaba leer sobre Sisí en esos libros, pero también después buscar información sobre ella y Francisco José en los libros de historia, para cotejar lo que contaban, para ver qué había de certero y qué no en aquellas páginas. Una pequeña investigación biográfica en aquel entonces. Pienso que hoy hago el mismo procedimiento, no sólo cuando investigo en mi disciplina, sino -y, sobre todo- cuando veo series, biopics y documentales en las plataformas.
El escritor/escritora con la que te tomarías un café o una birra.
En este mundo, armaría un grupito de salida con María Moreno, Gabriel Wiener y Mariana Enriquez. Creo que, con unas chelas bien heladas, puede ser una charla muy potente, inteligente, relajada y, por momentos, escalofriante, ¿no?
Ahora, si fuera con escritores que ya no están, si pudiéramos convocarlos a través de un médium, por ejemplo, los invitaría a Julio Cortázar y a Carlos Monsiváis, a Reinaldo Arenas y a Pedro Lemebel. Con ellos, me iría de copas en cada una de las ciudades por las que transitaron. Y las recorreríamos en sus épocas, preferentemente.
¿Se puede llegar tarde a un libro? ¿Alguna vez sentiste eso? ¿Hay algún libro al que te hubiera gustado leer en otra etapa de tu vida?
Se puede llegar tarde, pero también demasiado temprano a un libro. Lo bueno es que siempre podemos revisitarlos. Por ejemplo, Susan Sontang es una ensayista a la que llegué hace unos cinco o seis años. Me hubiera gustado conocer su escritura antes, me hubiera allanado algunas intuiciones. En cambio, en el primer año de la universidad, me acuerdo haber leído en Filosofía, a Freud con su interpretación de los sueños. Recuerdo que me encantó y hasta memorizaba algunas partes que me parecían definiciones sobre la condensación y el desplazamiento. Hoy, creo que llegué temprano a esa lectura y quisiera hacerme el tiempo para volver a visitarla. Otro que merece volver a visitarlo siempre es Barthes, el ensayista, el de Fragmentos de un discurso amoroso y el de La cámara lúcida. Por sus planteos, pero también por el ritmo de su escritura.