Satanismo y humor en el policial de Salta

Satanismo y humor en el policial de Salta

Marco Caorlin (Córdoba, 1981) lleva en práctica uno de los proyectos narrativos más singulares de los últimos años: fiel cultor de la ciencia ficción y los relatos cinematográficos, vuelca en el género policial de su primera novela todos los lugares comunes para crear algo nuevo.

Satanismo y humor en el policial de Salta
28 Marzo 2024

Por Mario Flores

Flashback Octubre del ‘22: en la presentación de un libro que se realiza en el Centro Cultural Tartagal, durante las preguntas del público, el poeta Jorge Rolando Acevedo pide una opinión sobre qué índice de variedad hay en lo que se publica en el norte argentino. Le cuento que hay un tipo, en Cafayate, que escribe cuentos sobre nazis refugiados en los valles que experimentan con portales. Y que a pesar de la aparente “desfachatez” fantástica que eso pueda representar a priori, el paisaje base del lenguaje con que se narra, permite que continúe siendo literatura regional: sus colores, sus tonos y ademanes son de Salta sin lugar a dudas, aunque hablen de aliens y joysticks malditos, de zombies y westerns. Una relación casi televisiva con la literatura alternativa que nos enseñó a ver la vida según lista de episodios, puntos de giro y soundtracks meticulosamente seleccionados para cada clima de la historia, que componen a estos especímenes literarios que no operan solamente en el así llamado colorido local, sino que también inscriben cierta fluctuación narrativa en las tradiciones de la costa oeste americana.

Flashback Diciembre del ‘22: En relación a “Recuerdos del Final”, el primer libro de cuentos de Marco Caorlin, el tipo de Cafayate que escribe sobre nazis refugiados en los valles que experimentan con portales, sus segundo libro de cuentos, “VHS”, marca algo que pasa rasando de una educada decepción. No es tan bueno como el primero, pero eso no quiere decir que sea malo. Por lo menos tres cuentos son urgentes y necesarios en la literatura del norte argentino de los últimos años, como ejemplo de una presencia activa en el género. “Liliana”, más que un relato de iniciación, resume el universo cinematográfico que el libro, ya desde el título, intenta imprimir como piedra angular. Sin embargo, el protagonista de “Liliana” no se inmortaliza en el vértigo adolescente de narrar desde los años 80 como un ejercicio de culto, sino que afronta un final agridulce, ni feliz ni miserable. Y en “Noche de brujas” (quizás el mejor cuento del volumen), el protagonista es un delivery de videoclub que debe hacer una entrega en una casona donde se está realizando un ritual lleno de mujeres desnudas, verdugos y cuchillos, cánticos y risas en trance. Todo esto a cambio de una película porno de la que no volvemos a saber en el resto del relato. Lo bueno de estas dos piezas es que se afincan en historias familiares (de familia, no por costumbristas), íntimas, donde el sexo y la muerte se mezclan. Lo abrupto no es la herida mortal, sino ese silencio incómodo al final de los cuentos: con destreza, Caorlin deja latiendo las historias como si algo más extraño pudiera pasar. Pero nada de esto tiene que ver con el terror. Marco Caorlin no es un escritor de terror.

Flashback Octubre del ‘23: Marco Caorlin es un escritor de terror. Es decir, también. Porque también se puede escribir lo terrorífico desde esa incomodidad que plantea un nexo entre las películas negras de revólver en mano, con sus detectives meditabundos que abundan en monólogos, y la psicodelia retro que involucra esta onda de las sectas, los rituales y las fantasías satánicas de la familia Manson. Todo esto, bajo un cielo anacrónico (Cafayate como geografía de un sueño que también es pura excusa, ya que los relatos policiales no sirven de propaganda turística) y un lenguaje a fuerzas contemporáneo: “¿Dónde está Martita Kraut?” (2022), como primera novela de Caorlin, cumple con creces el proyecto de narrar un film en blanco y negro (el subtítulo del libro dice “Un policial satánico en una Cafayate noir”), con la soltura de quien sabe que está narrando un drama de época, con personajes que podrían ser actores de sí mismos. El detective que busca dar con el paradero de Martita Kraut, lejos de ser un cerebro elegante que rinde homenaje a Humphrey Bogart, es un antihéroe, antilíder, antitodo: llega tarde, lo cagan a trompadas todo el libro, sospecha que todos le leen la mente, ata cabos mucho después que el lector, se fascina con lo obvio y se enamora de lo posible. Esta vez, los elementos que se inscriben en la tradición del delito en el relato americano funciona a través de referencias que no son sutiles, sino que hacen del protagonista una caricatura a la que le pasan todas: tiene un Torino del año 69 y sueña con la California del siglo XIX. En esta novela, el rol de Cafayate como escenografía en la obra de Caorlin vuelve a cambiar (o se acentúa): “Una ciudad que se expande día a día, pero que aunque se llame a sí misma “ciudad” todos se conocen, manteniendo ese espíritu de pueblo centenario”. Este policial no recorre lo turístico como crítica efectista sino que lo transforma según el ánimo del paisaje: “Si no fuera porque está lleno de perturbados serían un precioso lugar para vivir”. La novela se mete con latifundios localistas, con bodegas extranjeras, con cultos para la gente rica. Esta fascinación por las sectas pudientes, opera en un ambiente lógicamente calmo y silencioso: en medio de los valles, el detective privado Verónico Mamaní no resuelve ningún caso sino que el caso lo usa a él. El telepredicador new age que necesita la sangre virgen de la joven del título de la novela, recuerda a Cain de Robocop 2: lejos de un aura tranquila de bienestar espiritual, la seriedad de Urco Arquímedes intimida como solamente los reprogramadores lingüísticos evangélicos de hoy en día pueden hacerlo. Caorlin hace que su detective elucubre sobre estos procedimientos tan actuales como fantásticos: “Era fácil notar cómo podía caer en su garra gente de dinero, sin muchas preocupaciones terrenales, pero con mucha necesidad de redención y pertenencia espiritual -espiritual pensado como algo “superior”, algo elevado más allá de donde ellos creían ya estar en la escala evolutiva”. La novela no especula sobre el aspecto espiritual del conflicto, sino que adhiere a los doppelgangers (hermanas gemelas que siempre son expertas en artes marciales o medio gatillo fácil), el deux ex machina, y la estructura del jefe final que, casualmente, no demora en aparecer. “Gente de tanto poder, de tanto dinero… ¿Qué otra cosa más podrían hacer que no sean orgías?”, pregunta el detective de Caorlin.

Cómo se reformula una estructura ya pactada por la historia de un subgénero, como en el caso policial barra terror barra ciencia ficción barra vampiros barra adolescentes con cáncer y/o buscadores de la verdad, dependerá más en este caso de un equilibrio entre lo jocoso (lo verosímil del absurdo naturalizado en las regiones del secuestro, la trata y la explotación de los cuerpos) y lo turbio, esa cuota de aventura pulp que se declara en invocaciones y remembranzas del oscurantismo. Un film clase B, juega con el culto de una narrativa cuyo respaldo histórico le otorga un amplio campo donde aterrizar, o donde estrellarse los personajes con la historia, la historia con el lugar, el lugar con nosotros, y nosotros con la historia nuevamente: dicen que los policiales suelen escribirse en reversa, para asegurar la funcionalidad de su maquinaria dramática; no sé si es este el caso, ya que el final “feliz” de “¿Dónde está Martita Kraut?” no depara esperanzas de futuro, sino que concluye -película cíclica- en la misma oficina polvorienta donde comenzó. Caorlin no inventa una saga facinerosa en la cual someter al mismo personaje en policiales reiterativos: así como está, está más que bien.

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