Nosotros no encendimos el fuego

Nosotros no encendimos el fuego

La recién estrenada "Turn the lights back on", de Billy Joel, vendría a ser la segunda parte del testimonio de un mundo que no ha cambiado.

El cantante Billy Joel. El cantante Billy Joel.
28 Marzo 2024

Walter Gallardo - Para LA GACETA / Madrid

En la canción “We didn’t start the fire”, Billy Joel recuerda que el fuego virulento de la realidad lleva encendido desde que la Tierra da vueltas. Y como le resulta difícil explicar en los límites de una canción de cuatro minutos el origen y las numerosas causas, enumera “apenas” 119 hechos y nombres propios contemporáneos que han contribuido a que esta hoguera en la que ardemos a diario se siga manteniendo viva, no siempre a nuestro pesar o sin nuestra participación, hay que admitirlo. El tema fue número uno en las listas de Estados Unidos y formaba parte del álbum “Storm front” (“Frente de tormenta”), un buen título para reflejar aquel momento y, por supuesto, sería uno inigualable para el actual.

Esto ocurría en 1989, año de grandes cambios políticos tras la caída del muro de Berlín, un acontecimiento esperanzador sin duda, pero también ocurría en esa década de la codicia y la especulación financiera con algunos rasgos asombrosamente parecidos a los de este tiempo, sobre todo en las ideas radicales en lo económico, totalitarias en lo político e insensibles en lo social. Teniendo en cuenta que en aquella época ya eran la repetición de otros naufragios, habría que preguntarse ahora si la insistencia en el error alguna vez ha llevado al éxito.

Esos años tuvieron a dos destacados protagonistas en la escena mundial: por un lado, el mal actor y peor presidente Ronald Reagan, autor de marcas notables de recesión y desempleo, promotor de una sustancial rebaja de impuestos a las grandes fortunas a costa de las clases medias, y orgulloso destructor de todo esquema de protección social y educativo, siguiendo las doctrinas que ubican el sufrimiento y el despojo como efectos necesarios en el ajuste de las cuentas; no obstante, religioso, un gran defensor de las teorías creacionistas y, como si no hubiera contradicción en ello, dueño de un impiadoso espíritu guerrero que lo llevó a intervenir militarmente en varios países, a provocar y a apoyar matanzas, o a vender armas químicas a su aliado Sadam Hussein, años más tarde declarado “el demonio de Occidente” por Bush hijo; y, por otro lado, Margaret Thatcher, la versión femenina del primero, cruel en sus postulados y todavía más en su ejercicio del poder, con récords de desempleo (en sus primeros cinco años de gestión duplicó la tasa) y de pobreza infantil (alrededor del 30%), indolente ante la necesidad y ciega en su obstinación ideológica. Los dos marcaron una época de políticas sonoramente fracasadas, preindustriales, tan modernas en equilibrio social como el siglo XVIII, que de tanto en tanto, como ahora mismo, algunos desempolvan y reivindican para declararse descubridores de un gran tesoro o de una verdad bíblica que convierte la discrepancia en blasfemia. Como políticas para el presente, podrían caber bajo el título “el triunfo del olvido”.

¿Contra quién lucha el ser humano? Es difícil creer que sólo hace cuatro años, arrinconados por la muerte, en el silencio helado del terror, hubiera una tendencia a pensar que se estaba experimentando un cambio de piel y, como resultado, surgiría el homo bueno, inclinado hacia la compasión, el altruismo y la solidaridad. Hoy basta con una mirada alrededor para descalificar o disolver toda la fantasía de aquellos días. Lo cierto es que estamos de vuelta y en plena forma. Hasta se podría pensar que aquel virus sólo concedió una pausa breve a otras tragedias igualmente mortales.

Por lo tanto, si del pasado se aprende, se diría que la humanidad ha estado distraída. Así, las noticias predominantes de la actualidad nos cuentan que la guerra, la violación de los derechos más fundamentales y la discriminación en todos los ámbitos; que el hambre en un planeta con abundancia de alimentos, que la desesperación de millones de personas deambulando por todos los continentes en busca de un país que las acoja, o que el aumento descarado de la desigualdad, o la degradación imparable del medio ambiente, están exponiéndonos cada día a una nueva catástrofe ante la acción timorata de los organismos internacionales. La rueda de la historia también nos devuelve caras conocidas, protagonistas de recientes desastres y tal vez de otros futuros: allí vemos a Donald Trump, en su marcha amenazante hacia la Casa Blanca, insistiendo con su reguero de repetidas mentiras y prometiendo baños de sangre si no gana, condenado por violación y con procesos abiertos por fraudes varios; del otro lado, Vladimir Putin, que ha puesto a la civilización del revés, con la oscura perspectiva de quedarse seis años más, mientras sus opositores mueren misteriosamente envenenados (en Rusia o donde su larga mano los alcance), en accidentes aéreos de película o en un miserable exilio.

A todos esos acontecimientos de aspecto paradójico para quien razona desde un espíritu humanista, hoy habría que agregar otro ingrediente perturbador: el auge de las fuerzas de ultraderecha, alimentadas por un voto popular hijo del miedo, el desamparo y la inequidad. En Europa, gobiernan ya en Italia y en Hungría, ganaron las elecciones en Países Bajos, las perdieron por poco en Polonia después de años en el poder, amenazan seriamente con llegar al Elíseo en Francia, participan en una coalición de gobierno en Finlandia, crecen con un renovado manual nazi en Alemania y condicionan a gobiernos conservadores allí donde sus votos sirven para formar gobierno, como en comunidades autónomas de España o en Portugal, donde han pasado a triplicar su representación parlamentaria. Dueñas de un discurso inflamable, se muestran dispuestas a echar más gasolina al fuego del que hablaba Billy Joel. En la mayoría de los casos, sus propuestas se reducen a la exaltación de dictadores y asesinos del siglo XX y al odio a la diversidad, a los inmigrantes, a las mujeres independientes y a los homosexuales, a la vez que sus protagonistas se apoderan de símbolos nacionales, sueltan proclamas racistas y sus seguidores más fieles salen a las calles a amedrentar con su vestimenta mezcla de Village People y cotillón fascistoide. Todo ello financiado con generosas partidas de dinero público, fruto de los votos conseguidos en cada elección, manejado a voluntad y capricho de sus líderes. De ahí que el patriotismo les resulte un negocio próspero.

Y si habíamos empezado hablando de fuego incendiario, a este panorama habría que agregar a otros piromaníacos de la periferia que la ultraderecha trata como a sus nuevos niños prodigio: allí está Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, que ha conseguido un envidiable apoyo popular por construir cárceles de tamaño “olímpico” para encerrar sin juicio, y ni siquiera acusación alguna, a miles de ciudadanos en nombre de la lucha contra la delincuencia. O Javier Milei, en Argentina, una suerte de Nerón irascible y siempre en trance, que ha logrado llevar a un nivel de normalidad discusiones sobre la venta de órganos, la utilidad de la cultura o los derechos inherentes a la dignidad humana. Y aun más: convenció a un número mayoritario de votantes que es algo natural que un presidente duerma cada noche con cinco perros, hable con el espíritu de otro muerto o le dedique una catarata de insultos a quien piensa diferente. Abusa tanto de la palabra libertad que pronto habrá que ponerle comillas.

Visto todo lo anterior en perspectiva, sería oportuno preguntarnos en qué punto de la evolución se encuentra nuestra especie y por qué dedicamos tanto esfuerzo en sobrevivir como en matar. Todos los antecedentes hacen temer que la historia, pocas veces para bien y muchas para desgracia general, resuelve clonarse con tozudez. En su lado positivo, y por fortuna, vuelve a traernos noticias de Billy Joel: ha regresado con una nueva joya después de decirnos durante veinte años que le faltaba motivación para escribir. En ella comienza diciendo “por favor, abre la puerta, nada es diferente, hemos estado antes aquí”. Recordando la canción de 1989, y en una interpretación libre, la recién estrenada vendría a ser la segunda parte del testimonio de un mundo que no ha cambiado. Sobre todo, nuestra naturaleza. Es verdad que nosotros no encendimos el fuego, pero poco hemos hecho hasta ahora para apagarlo.

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