Lucrecia está en sus veintes. Es una estudiante universitaria tucumana. Le gusta la moda, el cine y las artes. Hace seis meses tiene problemas para dormir. Hizo tres sesiones de terapia en 2021. Comenzó a ir porque le costaba concentrarse para estudiar. Antes de decidirse a pedir ayuda, recurrió al autodiagnóstico leyendo en la web sobre problemas de atención y dificultades para cumplir los horarios. Aún no sabe qué hacer con la ansiedad, pero no se da por vencida.
“Siento todo el tiempo que algo malo va a pasar, pero no pasa nunca”, dice Lucrecia, que no se llama Lucrecia en la vida real: es un nombre ficticio elegido al azar para proteger su identidad. En la conversación con LA GACETA, cuenta que un momento creyó que el problema era ella. “Nunca tuve un método de estudio. En algún momento de la carrera universitaria me sentí muy sobrepasada con las materias y con las responsabilidades, y comencé a dudar si yo podía”, explica.
El coronavirus fue un detonante para Lucrecia y su vida psíquica. “La pandemia afectó mi horario de sueño: me sentía desbordada. No podía atender mis obligaciones con la carrera. Pasé así nomás las materias que cursé virtualmente. Sé que no las estudiaba bien. Compararme con otras compañeras y ver que ellas podían organizarse me hizo pensar que había algo mal conmigo”, relata durante el diálogo. Lucrecia es una de las 256 jóvenes que completaron una encuesta elaborada por LA GACETA para entender cuáles son los motivos que llevan a un número creciente de chicos y chicas al psicólogo. Más del 70% de los encuestados dijo que estaba haciendo alguna clase de terapia psicológica en la actualidad.
Lucrecia salió del secundario e inmediatamente se inscribió en la Universidad Nacional de Tucumán. Durante el segundo cuatrimestre se da cuenta de que no estaba donde quería estar y deja los estudios. Al año siguiente, prueba con otra carrera, pero al poco tiempo descubre que le costaba sostenerla. Es ahí cuando va a una psicóloga que le pregunta si creía que había elegido bien su segunda carrera. “Me aterró la pregunta”, asegura. Lucrecia admite que mintió: dijo a la psicóloga que se sentía segura con su elección y dejó el análisis. Para ese momento ya estaba en cuarto año y no creía que era conveniente volver a cero. Aliviada, refiere que hizo bien en quedarse: cuando pasó su crisis, entendió que el problema no era la facultad, la carrera o su método de estudio porque hasta había conseguido una beca de investigación. “El problema es otra cosa”, afirma.
Caso de autodiagnóstico
Lucrecia aclara que no tiene un diagnóstico profesional. “Te digo esto porque me guío de lo que leo, así que no sé si realmente es ansiedad lo que tengo. Para mí se manifiesta como temblores en el cuerpo; como sentir que algo malo va a pasar; como estallar en llanto de manera repentina; como que me falta el aire y como que se me acelera el corazón. Me pasan estas cosas y me digo a mí misma que capaz que esto sea ansiedad”, especifica Lucrecia. Y añade: “llegué a ponerle el rótulo porque, no te voy a mentir, está muy extendida. Una empieza así a identificarse, hay hasta memes que dicen ‘tengo ansiedad’. Yo uso la palabra porque creo que es lo que mejor describe cómo me siento en este momento”.
Con sus 20 años recién cumplidos, Lucrecia vivió una tragedia familiar que la llevó a estar constantemente nerviosa. A ello le siguieron dos muertes cercanas. “Algo malo que va a pasar es algo que está por suceder todo el tiempo, pero nunca sucede. Ese es el problema”, precisa.
Cuando Lucrecia habla del futuro comienza a balancearse en la silla de oficina donde está sentada. “Yo siento que soy una mantenida por mis viejos. Pienso todo el tiempo que si ya estuviera recibida, estaría trabajando y no sería un peso”, confiesa mientras se frota las manos. “Ellos nunca me lo dicen, no lo expresan así, pero sí hablan de lo caro que está todo y de las cuentas que hay que pagar. Me dicen que aproveche que estoy estudiando, pero me siento un parásito de mi familia”, expone angustiada. Todo suma a su intranquilidad.
¿Hay alguna salida para lo que ella define como ansiedad? Lucrecia se aquieta y piensa. “La ayuda de un psicólogo sería genial, tengo que buscar con quién hablarlo. Creo que si voy hoy intentaría hablar del miedo a la pérdida. Ya no en términos de la facultad, como la primera vez, sino como algo más profundo que me cuesta explicar”, refiere. Pero no es tan fácil como querer volver a la psicóloga: la economía impone un freno. “Hablaba con mis amigas sobre que la sesión más barata está a $ 7.000”, dice (es menor al honorario mínimo actual del Colegio de Psicólogos). “Me pregunto cómo puede aguantar mi bolsillo. ¿Para cuántas sesiones me alcanza?”, interroga Lucrecia preocupada. “Siempre fue difícil pagar una terapia porque no hay políticas que cuiden la salud mental. Desde que mi viejo se jubiló no tengo una obra social buena y ahora no puedo pagar otra prepaga”, comenta.
Mientras tanto, Lucrecia hace lo que puede. Por ejemplo, cuando no puede dormir, busca soluciones para inducir el sueño. Probó muchas: té, apagar las pantallas, meditación... Ahora le funciona una combinación de ejercicio y ASMR (videos con sonidos que funcionan como calmante). “La actividad física me ayuda, me relaja un poco, pero no tengo noches de sueño tranquilas”, dice. Ella también intenta poner sus sentimientos en el papel. “Cuando estoy mal, realmente mal, trato de escribir. La escritura te ayuda”, comenta con cierto optimismo. Lucrecia trata de no quedarse con la angustia. Al respecto acota: “estoy llorando a mares sin saber lo que me pasa, escribo y encuentro claridad ahí”.