En la argentinidad maniquea, que la política formule propuestas que no generen de inmediato una divisoria de aguas representa toda una singularidad. La “grieta” y su lógica maniquea (“blanco / negro”, “amigos / enemigos”, “nacional y popular / cipayos y gorilas”, “leales y traidores”) son una consecuencia buscada por el populismo. En una sociedad que ya ha alcanzado grandes acuerdos (igualdad de derechos, vigencia del Estado Constitucional de Derechos, separación entre el Estado y la Iglesia…), lo que emerge son reclamos sectoriales. Si se quiere, reivindicaciones de “colectivos”. ¿Cómo lograr adhesiones masivas, entonces? Esencialmente, mediante la representación de la política como una “cadena de daños”. Todo grupo político “ajeno” es presentado como un proyecto que busca perjudicar a los “propios”. La política, entonces, no es la búsqueda de consensos, sino la exaltación de los conflictos. “Ellos” no quiere algo distinto, sino sólo perjudicarnos a “nosotros”.
En este contexto, la decisión de encarar una reforma electoral en Tucumán, formulada por el gobernador Osvaldo Jaldo en la apertura de las sesiones ordinarias de la Legislatura, es el raro ejemplo de una propuesta sin “grieta”. Lo cual es todo un indicador: hay consenso social en que la provincia cuente, por fin, con un régimen electivo digno. Así de básica es la demanda. Luego, así de enorme es la magnitud del retraso democrático que genera el esquema vigente.
Cabe aclarar, la propuesta sí encuentra “grieta” en la política. Diez días después de que el mandatario anunciara su intención de cambiar el sistema no ha habido pronunciamientos en contra. Pero contar con algo mejor que los “acoples” ha sido una posibilidad prolijamente obturada durante las casi dos décadas de vida que las “colectoras” llevan al servicio de licuar la representación popular. Tras los comicios de 2015, el escándalo (urnas “embarazadas” y bolsoneo, urnas “quemadas” y acarreo, “urnas refajadas” y tiroteos) movilizó a miles de tucumanos. Ni siquiera por ello los sucesivos oficialismos aceptaron debatir los muchos proyectos presentados en la Legislatura.
¿Por qué no hubo cambios, si era un clamor que hasta la Iglesia católica hizo poner por escrito en el “compromiso” que hizo firmar a los candidatos a gobernador el año pasado? ¿Por qué nada se hizo si la mismísima Carta Magna que alumbró los “acoples”, en 2006, manda en una cláusula transitoria (artículo 158) que ese mismo año debía dictarse una Ley de Régimen Electoral y de los Partidos Políticos? Con ella podría haberse limitado, aunque más no fuese, el número de “colectoras”. Sin embargo, hubo otra vez más de un centenar de partidos “acoplándose” en las últimas elecciones. De cumplir con la manda constitucional, por supuesto, ni hablar.
La respuesta es que los “acoples” son, en sí mismos, una patología electoral autoinmune: quienes debieran encorsetarlos son los mismos legisladores (los de ahora, y los de los de los cuatro gobiernos anteriores) que llegaron a sus bancas gracias a los “acoples”. Precisamente, una de las ventajas que este dispositivo le ofreció a la dirigencia política fue la “canilla libre”: no había que librar una interna dentro de un partido político para ser candidato: había que “crear” un partido político y luego tan sólo “acoplarlo”. De ello derivó una segunda condición favorable: lo que hacía falta no era tener militancia, sino tener dinero. Quien más plata invirtiese para armar más “colectoras” tenía más chances de llegar al poder. ¿Cómo esperar un parricidio legal por parte de los hijos del “acople”?
El consenso social para terminar con el sistema actual, y la crónica resistencia de la partidocracia tucumana al respecto, son un índice claro de que un mejor régimen electoral tiene más chances de prosperar mediante quienes sean elegidos teniendo esa premisa como una de sus prioridades. Léase, convencionales constituyentes que eliminen los “acoples” del texto de la Carta Magna.
Pero, por encima de esa lógica, hay una certeza estadística que debería predisponer a los tucumanos a esperar una reforma constitucional en el horizonte cercano. Es, rigor de verdad, toda una tendencia histórica. En su existencia, Tucumán tuvo ocho Constituciones. En la mitad de los casos, el motor de las reformas de la Ley Fundamental ha sido, sustancialmente, electoral. Más aún: la modificación del régimen electivo fue lo que impulsó las últimas tres enmiendas. Así que Constituciones y comicios marchan de la mano en esta provincia desde finales del siglo XIX.
La historia
El libro “Análisis de las Constituciones de Tucumán - 1820 / 2006”, publicado en 2014 por la editorial de la Unsta, es el estudio académico que se encarga de documentar que lo electoral y lo constitucional están largamente emparentados en estas tierras.
La constitución de 1907, sostiene la autora del trabajo, “fue la respuesta a la sentida necesidad de reformar la Constitución de 1884, que asignaba la elección del gobernador a un Colegio Electoral Permanente”. Los miembros de ese cuerpo duraban tres años, mientras que el mandato del gobernador duraba dos y sin reelección consecutiva, así que un integrante de ese colegio podía elegir dos mandatarios. Si una élite se consagraba allí, su círculo de allegados se perpetuaba.
Surgió así, con la Carta Magna de comienzos del siglo XX, el Colegio Electoral ad-hoc. Los encargados de consagrar un gobernador eran elegidos sólo cuando hacía falta consagrar un gobernador. “Pero ni ese sistema, ni la Constitución de 1907 que lo contenía, pudieron salir airosos en 1987”, recuerda la investigadora. Ese año, el Colegio Electoral se disolvió sin cumplir su cometido: la UCR fue el partido más votado (el candidato era Rubén Chebaia) porque el peronismo se había dividido en dos fuerzas: la que postulaba a José Domato y la que impulsaba a Osvaldo “Renzo” Cirnigliaro. Un amparo judicial obligó a reanudar las sesiones. La consagración de Domato como gobernador, por la agrupación que había salido segunda en votos, terminó de desautorizar la Ley Fundamental entonces vigente.
El reemplazo llegó con la Constitución de 1990. Eliminó el colegio electoral y estatuyó la elección por voto directo. Incorporó el sistema D’Hondt para asignar las bancas de legisladores y de concejales. Sumó la figura del vicegobernador. Pautó las tres secciones electorales actuales. Y prohibió el sistema de lemas sólo para los cargos ejecutivos unipersonales (gobernador, vice, intendentes y comisionados rurales -estos últimos, electos por voto popular desde entonces-). Con ello, lo admitió para los cargos legislativos. En 2003, cuando José Alperovich alcanzó la gobernación, compitieron más de 3.000 sublemas en los comicios provinciales.
La Ley Fundamental de 1990, sin embargo, no habilitó la reelección consecutiva. Entonces el alperovichismo impulsó la reforma constitucional de 2006 y se habilitó un segundo mandato seguido. Y, por única vez, una tercera gobernación, también: establecieron que el primer período (2003/2007) no sería contado como tal (artículo 159). En esa Carta Magna surgieron los “acoples”.
El inciso 12° del artículo del 43 dice que las agrupaciones políticas “podrán celebrar acuerdos”. Ese potencial habilitó hace 18 años la posibilidad de reducir la cantidad de acoples. Pero nunca se hizo. La única intervención parlamentaria fue para prohibir partidos municipales y comunales: con tres afiliados se inscribía una agrupación en varias delegaciones. Esa caducidad, por cierto, no afectaba a los legisladores: nunca estuvieron habilitados por la Carta Magna para “acoplar” múltiples listas de concejales. Por ello intentaron el “voto clip” en 2015 (abrochar nóminas de ediles al voto del legislador), pero fracasaron. La Junta Electoral Provincial advirtió que anularía esos sufragios.
Por cierto, la autora de “Análisis de las Constituciones de Tucumán - 1820/2006”, que reúne los textos completos de las ocho Leyes Fundamentales de la historia de esta provincia, es la constitucionalista Gilda Pedicone de Valls, profesora titular de Sistemas Electorales y Derecho Electoral de la Facultad de Derecho de la UNT; y de Derecho Constitucional y Público Provincial en la Unsta. Es, desde octubre, fiscala de Estado de la Provincia.
La lección
La última reforma constitucional, que alumbró la Ley Fundamental vigente, deja también una histórica lección: si la Legislatura no se encarga de reglamentar las normas constitucionales, la enmienda se queda a medio camino entre la anomia y el derecho.
La Carta Magna de 2006 le marcó al Poder Legislativo una agenda urgente, que en este 2024 cumplirá 18 años de mora desvergonzada. Antes de que terminase ese año, la Cámara debía dictar la mencionada Ley de Régimen Electoral: jamás lo hizo. En igual plazo, tenía que dictar la ley reglamentaria del voto electrónico para Tucumán (artículo 157): nunca ocurrió.
En idéntico período, había que dictar una nueva Ley de Acefalía (artículo 163): la vigente es de cuando Tucumán contaba con un parlamento bicameral. El Senado provincial se renovaba por tercios; y Diputados, por mitades. De modo que siempre habría representantes para reemplazar al gobernador. Desde 1990, en octubre vencen todos los mandatos electivos, de modo que la posibilidad de un vacío de poder es cierta. Ocurrió en 2015, cuando un fallo de la Cámara en lo Contencioso Administrativo ordenó, en septiembre, volver a celebrar los patéticos comicios de agosto: no daban los tiempos para votar, escrutar y tomar juramento a las nuevas autoridades antes de noviembre. El fallo no prosperó por una serie de objeciones de la Corte provincial, luego ratificadas por la Corte nacional. Y, por sobre esas cuestiones, por una razón de hierro: si se llamaba a otra elección, el 29 de octubre de 2015 debía recaer una intervención federal en la provincia, dado que la vetusta Ley de Acefalía no prevé que un juez de la Corte pueda ejercer provisoriamente la gobernación de Tucumán. Hoy, esa limitada norma del siglo pasado continúa intacta.
Finalmente, la ley reglamentaria de la autonomía municipal, que permitiera a cada ciudad dictar su propia Carta Orgánica, debía dictarse antes de que terminase 2007. Jamás se hizo.
En síntesis: la historia de la Constituciones y sus sistemas electivos, por un lado, y los antecedentes de resistencia legislativa para consagrar un mecanismo decente, por otra parte, pronostican altas probabilidades de reforma constitucional como condición para que prospere la reforma del régimen electoral que impulsa Jaldo. De igual modo, una nueva Carta Magna tampoco garantiza el cambio si no hay voluntad política parlamentaria para concretarlo.