El mercader del centralismo
El mercader del centralismo

Porcia.- Detente un instante; hay todavía alguna otra cosa que decir. Este pagaré no te concede una gota de sangre. Las palabras formales son estas: “una libra de carne”. Toma, pues, lo que te concede el documento; toma tu libra de carne. Pero si al cortarla te ocurre verter una gota de sangre cristiana, tus tierras y tus bienes, según las leyes de Venecia, serán confiscados en beneficio del Estado de Venecia. (“El mercader de Venecia”, de William Shakespeare. Acto IV. Escena I)

Publicada hacia el año 1600, “El mercader de Venecia” es una obra teatral de un deleznable sesgo antisemita. Hecha la aclaración, hay un elemento, en la lógica de la trama de William Shakespeare, que le da una actualidad ineludible. En la obra hay un noble venido a menos que le pide dinero a un amigo suyo, un rico mercader veneciano, para cortejar a una joven que heredará una fortuna. Como el mercader tiene todo su capital invertido en el comercio marítimo, acude a un prestamista para obtener la suma. El usurero, despechado porque su hija se ha fugado con un enamorado a quien él no aprueba, accede a dar el préstamo, pero pide un aval infame: una libra de carne del cuerpo del que solicita el crédito. Luego, llegan noticias de que los barcos del mercader se han hundido. Cuando no puede devolver el dinero, el prestamista reclama que se ejecute la salvaje garantía. Pero cuando se apresta a ejecutarla, llega la advertencia: puede llevarse la libra de carne, pero sólo eso: ni una gota de sangre le corresponde. Y como no puede derramarla, no puede materializar su reclamo.

El texto de hace cuatro siglos habla de contratos de cumplimiento imposible. Pero, sobre todo, reflexiona sobre la proporcionalidad. En este caso, entre una deuda y el pago. Una amputación no puede compensar un crédito impago. El pasivo debe ser saldado. Pero no a cualquier precio.

La querella que ha estallado entre la provincia de Chubut y el Gobierno de la Nación parece recrear en el teatro de la política argentina los mismos elementos que concibió el dramaturgo inglés.

Hay una deuda: asciende a 119.000 millones de pesos. La ha contraído el Estado chubutense (lo hizo en gobiernos anteriores, pero es ese Estado) con el Fondo Fiduciario para el Desarrollo Provincial. La Nación reclama que ese pasivo sea saldado; y tiene todo el derecho de hacerlo.

La Casa Rosada está despechada. La “Ley Ómnibus” se ha estrellado en el Congreso. Aunque el presidente Javier Milei sostenga que el fallido trámite parlamentario es “un triunfo” porque desenmascara los intereses de “la casta” de los gobernadores y de los diputados, el fracaso oficialista en este asunto es palmario. Y su reacción es revanchista. Liquidó el Fondo Compensador al Transporte Público para el interior y el Fondo de Incentivo Docente (Fonid). Pero el gobernador de Chubut, Ignacio Torres, obtuvo una cautelar de la Justicia Federal que ordena a la Nación frenar la eliminación de los recursos para subsidiar el boleto de pasajeros. Y ante el mismo tribunal con sede en Rawson impulsa un amparo para que también quede en pausa la anulación del Fonid.

En este contexto, el Ejecutivo Nacional resolvió ejecutar la garantía que ofreció el Estado de Chubut para tomar deuda con el fondo fiduciario. Le retuvo este mes más de 13.500 millones de pesos de la Coparticipación Federal de Impuestos, que representa la tercera parte de los recursos que esa provincia recibe por esa vía fiscal. Es decir, una amputación de fondos inmisericorde.

La reacción de ese distrito, y de otros cinco (La Pampa, Río Negro, Neuquén, Santa Cruz y Tierra del Fuego) fue expuesta en el documento “Las Provincias Unidas del Sur”: la Nación puede cobrarse la deuda mediante la coparticipación, porque así lo fijan los acuerdos, pero a cambio no conseguirá ni una sola gota de petróleo. La Patagonia, en pleno, amenaza con suspender su producción.

Comedia y tragedia

La gran diferencia con “El mercader de Venecia” radica en que la obra de Shakespeare es una comedia. La tensión entre la Nación y las Provincias, inédita en 40 años de democracia, es una tragedia institucional. Por lo demás, vuelve a escena el debate en torno de la proporcionalidad.

Es cierto que la deuda de Chubut con el fondo fiduciario existe y es exigible por parte de la Nación. No menos real es que propender a una gestión de “déficit cero” en las cuentas públicas es indispensable para frenar la inflación: si hay superávit en la Nación, el Banco Central no tiene que emitir para financiar el Tesoro. Y también es verdad que la meta de bajar el gasto público no se alcanzará si la Nación ajusta, pero las provincias no lo hacen.

Léase, respecto del “qué debe hacerse”, a la Casa Rosada le asiste la razón. El desacuerdo es respecto del “cómo”. Y cuando se busca la definición de “cómo”, la primera acepción de la Real Academia Española es la de un adverbio interrogativo de “modos” y “maneras”. Es decir, de formas.

Sin embargo, así como Charles Baudelaire advierte que “El mejor truco que inventó el diablo es hacernos creer que no existe”, uno de los mayores triunfos del populismo, en su batalla cultural sobre la conciencia política argentina, fue convencer a muchos de que las formas no importan.

Materia y forma

“Sobre la acepción de la palabra ‘forma’ entendió Aristóteles aquello que hace que la cosa sea lo que es”, enseñó en Tucumán, en 1938, el español Manuel García Morente. El teólogo enseñó que, “para Aristóteles, la forma de algo es lo que a ese ‘algo’ le da un sentido; y ese sentido es la finalidad”. Dicho en términos domésticos, con cristal puede hacerse una copa o un vaso. La diferencia entre uno y otro no es la materia, sino la forma. La forma es lo que hace que sean lo que son.

Con un Estado ocurre otro tanto, según Juan Bautista Alberdi. La democracia es soberanía del pueblo, escribió el tucumano en su “Fragmento preliminar al Estudio del Derecho”. Y “con tal que la soberanía del pueblo exista y sea reconocida, importa poco que el pueblo delegue su ejercicio en manos de un representante, de varios o de muchos”. En nombre de la democracia puede haber aristocracia o monarquía. O república. Y la república, dice Alberdi, es “la única forma posible de Gobierno”, reseña el constitucionalista Rodolfo Burgos en “Del Ejecutivo fuerte a la hegemonía”.

La democracia es, pues, la “materia”. Y “la forma” que la Nación argentina adopta para su gobierno, según el artículo 1° de la Carta Magna, es representativa republicana y federal. Esos son los recipientes institucionales a través de los cuales canalizar la soberanía popular para que no haya desbordes en el poder. Para que haya proporcionalidad.

La tensión entre las provincias y la Nación, precisamente, se enfoca en este nudo. El discurso del oficialismo nacional reconoce la representatividad, pero sólo para el Presidente de la Nación. “El pueblo lo eligió para hacer esto o aquello” se ha convertido en una suerte de mantra político, que olvida que el mismo pueblo eligió a los gobernadores y a los miembros del Congreso.

El déficit de la Casa Rosada con la república ha sido ya largamente analizado. La “Ley Ómnibus”, cuyo proyecto original constaba de 664 artículos, y el DNU 70/2023, que modifica más de 300 leyes mediante sus 366 artículos, son una economía de ejemplos. El Gobierno pidió facultades legislativas extraordinarias por dos años, prorrogables por otro bienio. Proponer un primer mandato prescindiendo del Congreso no es, justamente, una reivindicación republicana.

En la crisis con Chubut se expone la deuda del Gobierno nacional con el federalismo, lo cual también viene siendo avisado aquí. El federalismo no es un mero valor: es, sustancialmente, una forma legítima de control político. Es una descentralización del poder sobre la base de la territorialidad y en esa división del poder cumple con el espíritu de la república que supo postular Montesquieu.

Ese federalismo determina que la Nación sostiene la autonomía de las provincias (artículo 5°) y que interviene en los territorios provinciales para repeler invasiones o sediciones, y para sostener o restablecer a las autoridades (artículo 6°). Léase: el federalismo ordena a la Nación garantizar la gobernabilidad de las provincias. Luego, que a cambio de una deuda la Casa Rosada exija extirpar la gobernabilidad de un distrito mediante la quita de un tercio de su coparticipación es tan desproporcionado como que un prestamista veneciano del siglo XVI intente cercenar de la humanidad de un deudor una libra de carne en pago por un crédito.

En las últimas dos décadas, la Argentina padeció cuatro presidencias kirchneristas en riña contra la Constitución. Esos gobiernos pregonaban que irrespetar la forma de Gobierno era una mera cuestión de “modales” y no de abuso de poder. Las ruinas de país heredadas por la actual gestión son, en mucha medida, el legado de gestiones administradas al margen del constitucionalismo. El Gobierno libertario prometió cambiar esa matriz, no prolongarla.

Claro está, la experiencia libertaria es inequiparable con el kirchnerismo. Hay no sólo años, sino miles de millones de dólares en corrupción de diferencia. Sin embargo, gobernar fuera de las formas constitucionales de gobierno conduce a un destino común: la conformación de gobiernos centralistas. La Carta Magna reclama representatividad, república y -especialmente- federalismo porque este no puede ser un país unitario. En la batalla de Caseros, el que perdió fue Rosas.

Cuánto menos, el ministro del Interior Guillermo Francos publicó en sus redes sociales, en las últimas horas, que el Gobierno central está dispuesta a estudiar el pedido de emisión bonos de deuda de Chubut para saldar su pasivo con la Nación. Si prospera, será una apuesta por la proporcionalidad. Y una salida institucional para la crisis que también beneficiará a la Casa Rosada. Porque cuando amenaza con jaquear la gobernabilidad de las provincias, Milei también arriesga su propia gobernabilidad. Especialmente, pone en jaque la agenda de reformas que debe tratar el Congreso.

En “El Mercader de Venecia”, el prestamista, y su desproporción, son los que terminan perdiendo.

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