El largo camino al oeste parecía terminar en el Aconquija. La polvareda iba quedando atrás; y apurado, el viento apagaba el verdor de las cañas que medio grises esperan ya el atardecer.
El sol de frente arrugaba mi frente; y alguna ventisca con polvo por las ventanillas silvaba despidiendo mi partida temporaria, hasta el próximo regreso.
Las dos talas, medio a lo lejos, irrumpieron; y me llevaron a aquel tiempo. Una vez más, las dos viejas talas trajeron mis recuerdos de la infancia. Aquellos veranos de vacaciones escolares, de diciembre a marzo, cuando a la tardecita amainaba el calor y mi padre me mandaba el encargo de buscar la leche diaria, y algún quesito de don Lazarte.
Siempre sabía yo que volvería casi de noche, a pesar del galope de la ida; y que invariablemente a la vuelta, con las huellas del Picaso aún marcadas en la ida, nos esperaban las dos talas con la luz mala y el ahorcado colgado.
El Picasito con recelo, medio de costado y esquivo, con cuello encorvado y riendas fuertemente sujetadas, detendría el paso ante cual fantasmas aparecidos.
De reojo, y con los golpecitos que yo utlizaba con los estribos -cerquita de las verijas del Picaso- pasaríamos. Eso era lo de siempre; pero no por eso los fantasmas y el ahorcado desaparecerían, y la luz mala no me perseguiría. Así lo creíamos mi caballo y yo. Aunque él de fantasmas y de ahorcados no sabía, algo malo intuía que allí había.
Pasaríamos... Apurando el paso y al galope. Las bolsas con la leche que me había mandado buscar mi viejo se bamboleaban siempre, con ese ruido característico de las botellas de vidrio verdes que, ya sin vino Toro, Felipa -la hija de Anacleto- preparaba con corcho apretado para el regreso con el Picaso, no tan bien ensillado con mis 10 años.
Faltaba aún medio camino para llegar de vuelta a la casa, pasando las dos talas. Galope, galope; y de vez en cuando mirando hacia atrás, me repetía que eso era solamente una historia de esas del campo que Don Ana -asi le decíamos -nos contaba sentados en las sillas de madera y tiento en el patio encerado de tierra con escoba de ramas secas y baldeado. Así nos reunía a los chicos. Era así la casa de Los Lazarte. Un rancho de abobe, piso de ladrillos y techos de suncho. Rodeando el patio encuadrado, una galería con una puerta bien cerrada que, como con magia, Felipa abría antes de que nos vayamos, y los caramelos y el dulce de leche ahumado aparecían con los vasitos de granadina.
De pronto, una mancha marrón apareció en el camino. La divisé detrás del parabrisas, medio lejos. Allí seguía ante el avance ahora despacito. Allí estaban las dos talas. Pero no eran las talas. En lo blancusco de la tierra seca la mancha se movió un poco. Detuve la marcha. Para mi sorpresa era una corzuela grande. Quietita, estaba mirando fijo el avance de mi auto. Casi, casi a 10 metros.
¡Cuánto hubiera querido tocarla! Pero no. Imposible. Sueños que una tiene. Salió corriendo del camino y se perdió entre las cañas altas ya.
Inicié de nuevo la marcha, perseguida por el polvo. Me sentí feliz... Feliz.