Jurar no es un acto cualquiera. Especialmente en el Estado. Se asume que en la política a las palabras se las lleva el viento y que las promesas son baratijas que duran lo que un suspiro. Pero prometer no es lo mismo que jurar. Jurar no es cualquier palabra.
Hay palabras que “hacen cosas”. “Cosas” que sólo ellas pueden hacer. John Austin y John Searle las identificaron como actos performativos del lenguaje. En el escenario del poder, nada menos, un ciudadano no asume en el cargo público sino hasta que dice “sí, juro”.
En Tucumán se conoció el valor -y el poder- de jurar hace dos décadas. José Alperovich había sido consagrado gobernador por el voto popular en 2003, pero enfrentaba un obstáculo. El artículo 80 de la Constitución provincial mandaba que, para asumir, debía jurar “por Dios, la Patria y los Santos Evangelios”, cuando él profesa la fe judía. Esa cláusula confesional fue correctamente declarada inconstitucional. Alperovich juró sobre el Tanaj: la Biblia hebrea.
También el artículo 80 de la Constitución Nacional histórica imponía al Presidente jurar “por Dios y los Santos Evangelios” porque el artículo 76 le exigía la pertenencia a la religión católica, apostólica y romana. Todo ello cambio con la reforma de 1994. Para ser Presidente ya no es requisito (artículo 89) profesar una religión. El elegido puede asumir en nombre de sus libres convicciones religiosas, morales o filosóficas. Sin embargo, permanece la exigencia de jurar. Dice el artículo 93 que, al momento de asumir, el jefe de Estado jurará “desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de Presidente de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación”.
En su “Constitución de la Nación Argentina. Comentada y concordada”, María Angélica Gelli sostiene que esa es una frontera. “El límite a esa libertad estaría dado por la axiología constitucional, protegida por el artículo 36 de la Ley Suprema y el ideario del Preámbulo”. Los valores del Preámbulo son los de servir a la grandeza de la Nación. El artículo 36 consagra el imperio de la Constitución y advierte que quienes perpetren golpes de Estado, y quienes cometan delitos de corrupción, atentan contra el sistema democrático. Y merecen la pena de los traidores a la patria.
Así que jurar no es un acto cualquiera. Tanto por la puerta que abre al poder público, como por la admonición para cuando deba dejarse el cargo. Si no es leal ni patriota, ni obedece la Constitución, ni tiene por objetivo central la grandeza de la Nación, “la patria” demandará al incumplidor.
Pero en Argentina, esta última función del acto performativo deviene impotente. Aquí, la Patria no demanda a quienes la gobernaron. Pero abundan las demandas contra la Argentina.
Los dibujantes
La noticia pasó con más pena que gloria, tapada por el tumultuoso trámite de la deshilachada “Ley Ómnibus”. Según dio a conocer la agencia Reuters, la Argentina podrá apelar el fallo condenatorio que le entablaron bonistas de los cupones atados al crecimiento del PBI. Este otro juicio que el país pierde en tribunales internacionales es consecuencia de la manipulación de estadísticas del Indec, que comenzó con la intervención de ese organismo en diciembre de 2006, durante la presidencia de Néstor Kirchner, y que se profundizó durante las dos presidencias de Cristina Fernández.
Fue durante el tercer gobierno “K” cuando la Nación eludió el pago del “cupón del PBI”. En 2005, para atraer bonistas al “megacanje” de deuda que concretó Néstor, se lanzó ese instrumento financiero: el país pagaba a los bonistas cuando el crecimiento de la economía era superior al 3,2%. En 2013, sin embargo, el Gobierno informó que, de repente, el país no había alcanzado ese índice.
Lo de “de repente” se debe a que el Indec, en febrero de ese año, había anunciado que el país había crecido un 4,9%, según la base de estimación que usaba desde 1993. Pero en marzo, el ministro de Economía Axel Kicillof, hoy gobernador de Buenos Aires, anunció que “ahora” el PBI pasaba a ser calculado con otra base, tomada del Censo Económico 2004. Y resultó que “ahora” el crecimiento había sido sólo del 3%. O sea, dos décimas por debajo del “gatillo” que disparaba el cupón de “PBI”.
A principios de abril del año pasado, como consecuencia de este ardid, la Argentina perdió en los Tribunales de Londres un proceso iniciado por los bonistas tenedores del 48% de esos cupones. La sentencia ordenó pagarles poco más de 1.300 millones de euros (casi 1.500 millones de dólares). La buena noticia es que la Nación fue autorizada a apelar esa demanda. La mala es que la Justicia londinense le requirió a nuestro país que deposite 310 millones de euros, en custodia hasta que se resuelva la apelación. Algo que para las exiguas reservas del BCRA es siempre un contratiempo.
Los soberanos
Hay otra mala hora en ciernes. Se trata, concretamente, de cuáles son los bienes argentinos sobre los que podrán ejecutarse embargos para cubrir los 16.000 millones de dólares que el país ha sido condenado a pagar en los Tribunales de Nueva York. La cifra fue fijada en septiembre pasado, en el juicio de “fondos buitre” tenedores de acciones minoritarias de YPF. Es por la expropiación de la petrolera que ordenó Cristina y que ejecutó Kicillof. El país había sido intimado a pagar la suma hasta el 10 de enero pasado. Como fue imposible (la semana pasada, las reservas eran de 7.500 millones de dólares, según el presidente Javier Milei), los “holdouts” quedaron en condiciones de ejecutar los embargos. Para el viernes pasado había sido convocada una audiencia en la Justicia neoyorkina, aunque se anticipó que el listado de bienes embargables será de carácter confidencial.
Los desastres perpetrados por el kirchnerismo respecto de YPF son la crónica de un proyecto político que mezcló armónicamente la falta de idoneidad en la administración del Estado con una vocación irrefrenable por provocar daños contra la Argentina, en beneficio de intereses privados.
YPF fue privatizada en 1992, mediante una ley del Congreso. Néstor Kirchner fue un aliado esencial del menemismo para conseguir los votos aprobatorios. Desde 1991 presidía la Organización Federal de Estados Productores de Hidrocarburos, que agrupaba a Chubut, Formosa, Jujuy, La Pampa, Mendoza, Neuquén, Salta y Santa Cruz. Entonces, le ofreció a la Casa Rosada el apoyo de los diputados nacionales de esos distritos a cambio del pago de regalías petroleras “mal liquidadas”.
El propio Néstor, el 22 de septiembre de 1992, exigía a los diputados “disidentes” que garantizaran el quórum. En el recinto, Oscar Parrilli, diputado por Neuquén, reivindicaba la venta de la empresa. “No pedimos perdón por lo que estamos haciendo. (...) Esta ley servirá para darle oxígeno a nuestro Gobierno y será un apoyo explícito a nuestro compañero Presidente (Carlos Menem)”, declaraba.
Pero en 2007 Kirchner denostaba esa privatización. Eso sí: no con ánimo estatizador. Para entonces, defendía la conveniencia de incorporar capitales “locales” a YPF. ¿Cuáles? Los del Grupo Petersen: sin experiencia en hidrocarburos, pero a cargo del Banco de Santa Cruz. ¿Cómo pagaría? Al grupo se le entregaba el 25% de las acciones y, para abonarlas, se abstenía de retirar dividendos en el reparto de las ganancias. En 2008, en la primera Presidencia de Cristina, el Grupo Petersen “compró” así el 15% de las acciones. En 2011, cuando ella inicia su segundo mandato, se hizo con otro 10%.
La reacción de Repsol (tenía al 97% de las acciones) al verse obligada a financiar con sus recursos créditos para terceros fue preparar la despedida. Cesaron toda inversión y liquidaron las reservas de petróleo. En 2012 (al año siguiente de la última “compra” por el 10%) empezaron a escasear las naftas. Así que ese año, el kirchnerismo se declaró estatista. Expropiaron el 51% de las acciones de Repsol con el público argumento de ponerle final a la “crisis de los combustibles”. Y con la secreta fantasía de que en YPF había cajas llenas de dólares para paliar el déficit de divisa extranjera en el cual el desastroso modelo kirchnerista siempre desemboca.
El “relato” desplegado fue el de la “Soberanía Energética”. Todavía hoy se busca a las “patrullas perdidas” de militantes que vociferaban que la Argentina podía depositar sólo un dólar y “recuperar” YPF. Resulta que, extrajudicialmente, a Repsol hubo que pagarle 5.000 millones de dólares: en septiembre del año pasado, ese era el valor total de la compañía. Es decir, gracias a los soberanos genios “K”, el país debió pagar el monto total por tan sólo la mitad de las acciones.
Pero el daño no estaba completo. Según la legislación de EEUU a la que fue atada la privatización, el Gobierno, tras expropiar, debía hacer una oferta por el paquete minoritario. Nunca ocurrió. Ese omisión sustenta el fallo de 2023. A los tenedores del 30% de las acciones de YPF hay que pagarles 16.000 millones de dólares. Es decir, el triple de lo que vale la petrolera por un tercio de la empresa.
La cumbre del desquicio consiste en que el grupo empresario argentino que adquirió el 25% de las acciones de YPF se desprendió de ese paquete en el extranjero.
Los peligros
Estas son apenas un par de consecuencias urgentes, tan sólo en lo judicial, de los gobiernos “K”.
¿Dónde están la lealtad y el patriotismo en la adulteración de las estadísticas? ¿O en privatizar YPF a cambio de “regalías mal liquidadas”? ¿O en intervenir en una empresa privatizada para favorecer a “otros” capitales privados? ¿Y en la expropiación irresponsable por la que se pagará cuatro veces lo que vale la petrolera? ¿En qué contribuyen esas “hipotecas” impagables, a la unión nacional, a afianzar la justicia, a consolidar la paz interior, a proveer a la defensa común, a promover el bienestar general, y a asegurar los beneficios de la libertad, para ahora y para la posteridad?
Y sobre todo: ¿dónde está la demanda de la patria contra los responsables de tanto desastre? Mientras no aparezca, habrá que seguir escuchando a los autores del desastre pregonar, sin siquiera sonrojarse, que cuando ellos no gobiernan, y solamente en esos casos, “la patria está en peligro”.