Café de perros
Café de perros
04 Febrero 2024

Por Santiago Garmendia

Columnista invitado

El filósofo Philip Murell estaba por editar su tesis doctoral sobre filosofía medieval cuando tuvo una crisis vocacional que le mostró que el destino le deparaba una vocación distinta. Era feliz siendo mozo en un restaurante. Dejó atónita a la comunidad filosófica de Barcelona -su pueblito- con su decisión, que todos leyeron como una derrota. Pero al contrario, Phillip el mozo tiene reflexiones interesantísimas sobre su quehacer, al cual abrazó con fervor (donde dice camarero, léase mozo). “La Edad Media nos dejó la Universidad, la Ilustración y el restaurante. La igualdad que se respira en la sala de un restaurante es herencia directa de la Revolución Francesa. Toda persona que entra en un restaurante merece el mismo trato; todas tienen el mismo derecho a una buena atención.”

En todo caso, digamos a la misma atención, buena o mala. Agreguemos que todos los que puedan pagar un café, que despegó hace rato de los mil pesos. El asunto es que esa igualdad puede haber sido malinterpretada hasta diluir la idea misma de “café”.

No es en desmedro de la filosofía, pero los cafés tucumanos (aquí “café” es un lugar, una bebida y una atmósfera) son parte de nuestra historia y los mozos tan más esenciales para nuestra provincia, o más, que los pensadores profesionales. La cosechera, El buen gusto, el ABC, el Central, son algunos que recuerdo de primera mano. No eran restaurantes que tengan café. Eso sí, había tostado y menú pero no era digamos una peluquería que también sea café. Para dignidad de ambos oficios,

Los tiempos son otros. La semana pasada fui a un café que no sólo era restaurante sino también concesionaria de autos de alta gama. A la par de mi mesa, una pareja con un perro chiquito de esos que no pasan un antidoping. En un momento trató de montar mi pierna, lo que fue aplaudido por sus dueños como muestra de afecto, a la vez que pedían mi comprensión para su conducta, producto del celo y de que debe ser el único en su especie en el NOA. Para estupor de los habitué de, digamos, La Cosechera, nos vio el mozo y se involucró atentísimo para servir... al perro que intentó ultrajar mi pantorrilla hace un minuto. Efectivamente antes de tomar nuestro pedido, llegó con un plato con galletitas en forma de hueso y agüita para el perro. ¡Pet Friendly! A continuación nos dijo: ¿y los señores qué se van a servir? Me dieron ganas de pedir lo mismo que el perro violador, que se divierte y no paga.

El contraste con lugares tradicionales es más patente en la comparación. Por caso, en Aguilares en el café del club social no eran pet friendly, no asomaba ni un gazapo de hamster en doble jaula. Además no se podía entrar con shorts ni sandalias o sin mangas -literalmente reproduzco el cartel porque es una genialidad: “prohibido ingresar de musculosas, ojotas, sapos, shorts y gorra”. No se debe pensar en una prohibición de alguien que lleve todo eso. Y claro que lo de “sapos” se refiere a las famosas crocks, de otra forma iría contra la prohibición de animales y compendiaría un tucumano muy extraño. La cuestión es que es un lugar para tomar café, no una carpa de playa. Para reforzar el recelo con el que cuidaban el momento del café, un cartel prevenía que los adultos debían hacerse cargo de los niños para que respeten el silencio. No decía “prohibida la entrada de menores”, sino que la idea era que entren pero sin molestar al prójimo.

En estos días que los bares tienen lápices de colores para que los niños pinten el mantelito con mandalas, donde a los perros les dan su copetín antes de traer soda a los humanos, suena imposible.

Lo que pasa es que el café es un rito social que puede ser con otros o también solo. Leyendo, mirando la ventana o la pared se forma parte de algo. Miguel de Unamuno (1864-1936), escritor y filósofo español, señaló que “la verdadera universidad popular española han sido el café y la plaza pública”. En nuestros días tal es la aversión, el miedo a hablar y encontrarse con quienes piensan distinto, o a la soledad, la de la buena, que nos llenamos de ruidos, imágenes y olores. Estamos lejos del que está al lado, y de nosotros mismos.

Nótese que incluso cuando logramos el silencio y nos sirven nuestro café, las paredes nos gritan lemas estúpidos, de emprendedurismo barato y alegría couchada. Estar solos, esperando cualquier cosa o nada, o pasar el tiempo en una charla sin más ley que escucharse nos angustia. En estos días, el hombre que está solo y espera, espera la cuenta.

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