Durante estos 40 años de democracia, en Tucumán el peronismo gobernó 36; y viene gestionando la provincia en todo lo que va del tercer milenio. No siempre lo hizo conducido por políticos de carrera en el PJ, surgidos de la militancia territorial. Fueron los casos de Ramón Bautista Ortega (1991-1995), el popular “Palito”, el “Rey de la Canción”; de José Alperovich (2003-2015), de extracción radical, y de Juan Manzur, que primero llegó al Poder Ejecutivo tucumano y luego se incorporó a las estructuras orgánicas del justicialismo local.
Pero no fueron los casos del caudillo de Bella Vista, Fernando Riera (1983-1987), del ingeniero José Domato (1987-1991), de Julio Miranda (1999-2003) y de Osvaldo Jaldo -quien asumió recientemente-, ya que ocuparon cargos partidarios e institucionales mientras desarrollaban su tarea política en el peronismo.
Sólo entre 1995 y 1999 el PJ no gobernó, ya que fue desplazado del Poder Ejecutivo por la Fuerza Republicana de Antonio Bussi. En cambio, en ese período tuvo mayoría de parlamentarios en la Legislatura, lo que indica que hubo más votos para legisladores que para la aspirante a la gobernación del Frente por la Victoria (la ex senadora Olijela Rivas). Un contrasentido que sólo se explica porque en el justicialismo hubo corte de boletas, hecho que verifica aquello de que el PJ resuelve sus internas en elecciones.
Entonces, ¿Tucumán es una provincia de tradición peronista? Los resultados obligan a responder que sí, aunque cabe hacer consideraciones y diferenciaciones del paso de un siglo al otro sobre esta expresión política. En los ‘80 y ‘90 coexistieron básicamente dos partidos políticos de fuerte raigambre popular en la Argentina: el PJ y la UCR; los que alternaron en el Gobierno nacional.
En la provincia sucedió casi lo mismo: el PJ mantuvo su hegemonía con excepción del tiempo de Bussi, aunque en la Capital nunca gobernó, primero lo hizo el radicalismo y luego el bussismo. Se pueden encontrar varias explicaciones: que la mayoría de las organizaciones sindicales respondían al PJ -como la Fotia- y que aportaban sus estructuras a las campañas del peronismo, a que el peronismo se presentaba como una esperanza para los más vulnerables -especialmente en el interior- y a la picardía de la dirigencia peronista, que supo modificar sucesivamente las secciones electorales de la provincia a conveniencia -atendiendo a dónde era más fuerte para hacer una diferencia- y a tratar de imponer sistemas electorales. Así pasaron el Colegio Electoral, los lemas y, finalmente, el acople. Con cada uno de ellos, el justicialismo sacó ventajas.
En este siglo, especialmente después de la llegada de Alperovich al poder de la mano del peronismo, apareció en escena el bolsón como método de captación del voto. En la práctica se generalizó; lo usaron todos, oficialistas y opositores, unos más que otros en virtud de los recursos con los que podían disponer. Manejar el Estado fue toda una ventaja en ese sentido. Un juez de la Corte Suprema de Justicia de Tucumán llegó a decir que la entrega de un bolsón con mercaderías no constituía delito. Sin embargo, afectaba la calidad institucional y los niveles de representatividad de los políticos, ya no elegidos por sus propuestas sino por la capacidad distributiva de los bolsones.
Al bolsoneo le siguieron los subsidios, con lo que la lucha por el poder ya no se sustentó en el debate de ideas, en el sentimiento o en la afinidad ideológica por el partido político, sino en una pelea territorial basada en los recursos. Con el sistema de acople que implementó en 2006, y que incorporó a la Constitución provincial, el PJ supo beneficiarse electoralmente, especialmente su dirigencia.
Las herramientas electorales que impuso el peronismo fueron en gran parte artífices de sus victorias. En el último triunfo en las urnas, en la votación provincial, Jaldo consiguió más de 600.000 votos, lo que volvió a consagrar a Tucumán como una provincia de tradición peronista. Sin embargo, en los comicios nacionales, perdió con la oposición (La Libertad Avanza), que alcanzó más de 550.000 sufragios en el balotaje. Un llamado de atención para el PJ, sobre que en el futuro ya no le podrían bastar los métodos de las primeras décadas de este siglo XXI para conquistar una mayoría electoral.
En ese marco, la gestión de Jaldo no sólo deberá resolver las principales inquietudes de la sociedad para aspirar a una reelección en 2027, sino que tendrá que atender aspectos vinculados a la calidad institucional, tales como alterar el diseño electoral del acople y avanzar en transparentar los actos del Estado. Es el desafío no sólo de Jaldo, sino de todo el peronismo tucumano.
En ese proceso, el PJ atravesará un trámite interno que bien puede ser similar al de los ‘90, cuando mirandistas y olijelistas mantuvieron varias disputas alternándose en la conducción del partido. Como en aquella politizada década, en el último lustro aparecieron manzuristas y jaldistas coexistiendo en el PJ, y que llegaron a enfrentarse en las urnas partidarias.
Con la llegada de Jaldo al Gobierno, y a partir de su estilo más ajustado a la tradición verticalista del partido de Perón, se podría pensar que el duelo entre las dos líneas internas quedó zanjado y a sostener que el manzurismo pasó a ser solo un capítulo más en la historia provincial del PJ.
Sin embargo, la llegada de Manzur al Senado abre la puerta a una posible reedición de la puja por el poder en el peronismo tucumano. En febrero se puede escribir una página en ese sentido, cuando se tengan que elegir las nuevas autoridades partidarias del PJ, que hoy preside Manzur.
La pregunta es si habrá lucha de facciones o consenso; una u otra alternativa dependerá de lo que tengan pensado políticamente para sí tanto el ex gobernador como su sucesor.