Por Daniel Ploper
Director técnico de la Estación Experimental Obispo Colombres
La historia del azúcar en el país, con Tucumán como caso especial, es una buena demostración de cómo la agroindustria puede existir y desarrollarse más allá del régimen político-institucional que la enmarque según las épocas. Sus altibajos a lo largo de más de 200 años de actividad han sido, en favor o en contra, producto tanto de fluctuaciones de mercado como de errores y aciertos de las políticas que el país y la provincia democráticos han ido aplicando en el tiempo; algunos aciertos en momentos no democráticos -o no del todo democráticos- y errores de criterio en otros en los que hubo atisbos de una democracia representativa. Y viceversa. Es un ejemplo.
Pero la actividad agroalimentaria es un todo mucho más complejo que la estricta práctica de los cultivos. Esa cualidad de “vida propia” propia de la agricultura en cuanto actividad esencial para la supervivencia humana no ha sido, en la experiencia internacional, suficiente para garantizar sus mejores resultados. Los avances más disruptivos en ese proceso de evolución permanente han tenido origen en países con regímenes democráticos, de sociedades abiertas, en las que la competitividad interna y la proyección estratégica de ese país han propiciado la generación de experiencias y soluciones necesarias para mejorar el rendimiento del conjunto.
Durante estos primeros 40 años de nuestro renovado impulso democrático, la agroindustria -en el país y en el mundo- ha dado un salto de enorme progreso científico-tecnológico. En comparación, todavía, más enérgico y productivo que nuestra democracia en desarrollo. Pero al mismo tiempo, han surgido evidencias ambientales suficientes para advertir la necesidad de cambiar el enfoque productivo que prevaleció hasta los últimos años del siglo pasado. La agricultura se encuentra hoy también por lo tanto en una etapa de transición hacia algo mejor y más sustentable.
La nueva agricultura, denominada hoy agricultura del conocimiento, incluye prácticas reparadoras -regenerativas- atentas al contexto agroecológico en el que se cultiva, al impacto ambiental de sus procesos y, al mismo tiempo, orientadas hacia más sustentables sistemas productivos. Ello implica, necesariamente, la construcción de consensos; acuerdos que garanticen la dinámica virtuosa de la cadena que conecta la siembra con la comercialización y/o distribución de su producto. Y en lo posible, con agregación industrial de valor en el medio.
La democracia -perfectible por definición- tampoco es de por sí suficiente. Depende de lo que nos propongamos hacer con ella. En este caso, con las garantías institucionales que propicien la formulación racional de objetivos estratégicos comunes -buenos para el país- y esos necesarios consensos entre actores y factores intervinientes en la cadena, de modo de alinear los objetivos con el dictado de las reglas del juego.
Las perspectivas del aporte de la agroindustria al proceso de recuperación económica del país son claramente alentadoras. Hoy podemos celebrar la continuidad del proceso de aprendizaje democrático como necesaria condición para el incremento sustentable de la competitividad agroproductiva de la Argentina.