“He tenido sumo cuidado de no burlarme de los actos humanos, ni lamentarme o maldecirlos, sino comprenderlos. Los sentimientos amorosos, por ejemplo, odio, cólera, envidia, gloria, misericordia y restantes movimientos del ánimo, no los he considerado vicios de la naturaleza humana, sino propiedades semejantes al calor, al frío, al mal tiempo, al rayo y otras que son manifestaciones de la naturaleza de la atmósfera. Por muy desagradables que estas cosas sean, son, sin embargo, necesarias y tienen causas ciertas por las cuales tratamos de comprobar su naturaleza”. Esta cita de Baruch Spinoza, uno de los grandes filósofos de la Ilustración, abre el libro “Los años 70 de la gente común”, de Sebastián Carassai (Siglo Veintiuno Editores, 2013, Buenos Aires).
“La naturalización de la violencia” es el subtítulo. Su capítulo quinto, “Deseo y violencia”, repasa el período anterior al golpe de Estado de 1976. Abarca un lustro “largo”, entre 1969 y 1975. Y rescata el material periodístico, publicitario y humorístico de ese período, signado por la violencia simbólica.
Las expresiones
“Carlos Monzón se entrena para vivir” era, en 1972, el título de la revista “Gente”, donde el boxeador lucía una escopeta. La revista “El Gráfico” publicaba al año siguiente una entrevista a Norberto “Beto” Alonso, ícono de River Plate, en la que él juraba venganza a quienes lo criticaban. En la foto, él apuntaba con una escopeta. Arnaldo André, galán de telenovelas, expresaba en “Gente” su deseo de una vida más reflexiva. La foto principal lo mostraba disparando una escopeta.
Las armas eran un objeto presente en publicidades de toda índole. Desde jeans hasta cigarrillos, pasando por las espumas de afeitar. Y, por supuesto, los autos. El Ford Fairlane, el Dodge 1500, el AMI 8 de Citroën o el Peugeot 504 eran publicitados con armas de fuego de diferentes calibres.
“Para Ti”, en 1969, anunció a sus lectoras que en un próximo número publicaría un adelanto del estreno de “Marsella 1930”, con Alain Delon y Jean-Paul Belmondo. “Oxígeno extra para ustedes”, decía la página, ilustrada por una pistola calibre 38. El genial Quino retrató ese momento de la historia con sólo tres cuadros de la tira “Mafalda”. En el primero aparece la mamá de Mafalda viendo por televisión un desfile de modas. Al acercarse, la niña oye la voz del conductor: “Veamos ahora desfilar a Monique, muy a la moda, luciendo una…”. En el segundo cuadro, Mafalda completa la frase con una pregunta: “¿metralleta?”. En el tercero escucha que, en realidad, la modelo vista una “falda en muselina blanca”. La pequeña se retira mientras dice: “Entonces, no tan a la moda”.
La violencia no sólo era una imagen: se había convertido en una metáfora. A nivel nacional, “Modart” promocionaba ofertas con una publicidad que decía: “¡Esto es liquidart!”. En Rosario, la firma Piacenza Magliera promocionaba su rebaja de precios con el aviso de una mujer armada y una leyenda que decía: “Una liquidación que es un tiro”. En Tucumán, la casa La Mundial publicitaba su nueva temporada asegurando que: “Al invierno, la Mundial lo liquida de entrada”.
La gaseosa “Talca” era “un balazo para la sed”. “Un Billiken que es un cañonazo”, decía un aviso de la revista para niños. “Estamos tratando de prolongar la guerra”, decía una publicidad del Banco Popular Argentino para promocionar sus servicios. La línea aérea Austral titulaba así un aviso a página completa: “Con la izquierda, no”. El texto consignaba que las azafatas eran “señoritas que saben lo que hacen” y que, al pasajero, “le atenderán con la derecha”. Y rezaba: “si alguna vez le sirven con la izquierda, avísenos. Se nos filtró una zurda”. Con un retrato de Fidel Castro, otro aviso decía: “Si este señor leyera El Cronista Comercial, sabría mejor cómo organizar la subversión”.
Al paradigma de una época signada por una “asombrosa naturalización” de la violencia, según desarrolla Carassai, lo dio la publicidad de “Caramelos extrafinos Bonafide”. Antonio Grimau, uno de los mayores actores del momento, aparecía en silencio disfrutando una de esas golosinas. Hasta que el locutor, en “off”, le pedía que le convidara uno. Entonces Grimau, sin mediar palabra, sacaba un arma y lo mataba. Porque los caramelos, decía el aviso, eran “para egoístas”.
Los discursos
La violencia de los 70 es incomparable y, ojalá, irrepetible. No hubo década más violenta para los argentinos que justamente esa: violencia social, violencia subversiva, violencia estatal y violencia paraestatal signan el antes y el después de la última dictadura militar y su genocidio. Aclarado ello, sería imperdonable no aprender las lecciones que dejó la naturalización de esa violencia.
Precisamente, la violencia es un fenómeno estructural. La más visible de sus capas es la violencia subjetiva: la que estalla entre sujetos. Entre dos adultos que se trenzan a golpes por una discusión de tránsito. La de un grupo de adolescentes que, en vacaciones, matan a golpes a un tercero a la salida de un boliche. La de una manifestación que arroja 13 toneladas de piedras al Congreso porque se va a votar una reforma previsional que es más benigna que la que sancionó el siguiente gobierno.
Esa violencia entre personas a menudo es mal tramitada por el grueso de la sociedad, que la considera como “una locura”. O “una cosa de locos”. Sin embargo, debajo hay un sustrato que la alimenta y que la sostiene, y que no es irracional: es la violencia simbólica. La violencia del lenguaje.
Reparar en ese proceso, que Slavoj Zizek analiza en las “Seis reflexiones marginales” de su ensayo “Sobre la violencia” (Paidós, 2009, Barcelona), obliga a advertir que ninguna violencia simbólica, ningún discurso violento, es inocuo. Zizek usa un chiste para graficarlo. Es el cuento del albañil sospechado de hurtar herramientas de la obra en construcción donde trabaja. Todos los días, cuando termina su turno y se retira, los guardias revisan su carretilla y comprueban que no se lleva nada ajeno. Mucho tiempo después descubrieron que, en realidad, robaba carretillas.
La violencia simbólica, entonces, no es estéril. Trafica la violencia subjetiva. Y más aún: la transporta.
Eso es lo inquietante de la primera semana posterior al balotaje. Han estado signada por una exacerbada violencia simbólica contra los ganadores de la elección. Ganadores que, huelga decir, todavía no han asumido en los cargos para los que fueron consagrados.
Sin embargo, el jueves ya se realizó la primera marcha de organizaciones piqueteras contra Javier Milei, aunque él asumirá dentro de dos semanas. En esa protesta en la Ciudad de Buenos Aires, los manifestantes resolvieron en parque Lezama que protagonizarán otra concentración el 19 y el 20 de diciembre. Es decir, ya hay una agenda de reclamos “a cuenta”.
A la vez, arreciaron las amenazas, las advertencias y, por supuesto, las profecías catastróficas. Unas veces como entrevistas y, en otras, como panfletos publicitarios, aunque no declarados como tales.
“A partir del 10 de diciembre tienen que resolver los problemas”, planteó el periodista Diego Brancatelli en televisión. Otra panelista lo refutó y le planteó que hay otro gobierno hace cuatro años y que Sergio Massa es su ministro de Economía. “No me interesa más Massa -contestó-. No sé quién es Massa ya. Dijeron (los libertarios) que le iban a resolver los problemas a la gente. A partir del 10 de diciembre la gente tiene que vivir mejor. Así que estaremos atentos”, amenazó.
Luego fue el turno de Guillermo Moreno, el ex secretario de Comercio kirchnerista. “Yo creo que (Milei) se va a deprimir rápido porque es una buena persona. En las primeras reuniones de Gabinete primero va a evitar hacer esto. Después se va a enfermar. Y va a llegar un momento en el que va a venir la asamblea legislativa”, auguró. “Ahí empieza lo grave, porque si sigue (Mauricio) Macri, ese sí es de verdad. Y hoy no hay otro que Macri, porque no está Cristina. No hay nadie en el peronismo que saque la cabeza”, diagnosticó. Y entonces, dio un mensaje esperanzador. Sólo para un sector del PJ, eso sí: “Tenemos que reorganizarlo y que aparezca alguien. Tenemos tiempo: seis meses”.
Lo inquietante es que no sólo de la política llegan las violentas visiones de gobiernos que naufragan. También estas profecías son formuladas desde la propia iglesia católica argentina. En la voz del sacerdote Francisco Olveira, miembro del Grupo de Curas en “Opción por los pobres”. “Como ganó la opción que dice ‘donde hay una necesidad, no hay un derecho’, quiero pedirles a los votantes de Milei coherencia y por tanto que no se acerquen desde mañana al comedor, ni a ningún otro servicio que damos desde la Fundación Isla Maciel”, escribió en su cuenta de “X” (ex Twitter).
Ante las críticas (por poco y debían renombrar a la organización pastoral como “Opción por los pobres que votan al peronismo”), dio marcha atrás. Pero fue peor la enmienda que el soneto. “Que vengan a comer los que votaron a Milei: a nadie le pedimos el carnet de afiliado. De paso, los que tanto critican y votaron a Milei, por qué no son coherentes y renuncian ya al subsidio al transporte y no siguen chupando de la teta del Estado, como ustedes dicen”, sostuvo. Es decir, los subsidios que otorga el Estado, con el dinero de todos los contribuyentes, no deben alcanzar a todos los contribuyentes en condiciones de ser beneficiarios, sino sólo a los que sufragan de determinada manera. A estas alturas, que el voto sea individual y secreto les debe parecer un vicio burgués…
Precisamente, Olveira, en una tercera salida, expresó su convicción de que la próxima gestión no completará el mandato. “En nuestros barrios la mayoría de la gente no votó a Milei porque sabe lo que va a traer de dolor para nuestro pueblo. Ahora se acaba la obra pública. Es decir, que por lo menos por cuatro años, aunque yo no creo que dure cuatro años este gobierno, no vamos a tener un asfalto para que pueda pasar un colectivo”, aventuró.
La democracia son las instituciones que la consagran, y la república que la hace funcionar sin desbordes, y la Constitución que consagra a la una y a la otra. Y por todo eso, la democracia es también un discurso. La violencia sigue su propio derrotero estructural. La violencia simbólica no es sólo un discurso. Aquí deviene metáfora de los derrotados. Pero su cronicidad la convierte en una fantasía. Y luego en un deseo. En el peor y el más antidemocráticos de todos los deseos.