Fabián Casas: "Trato de tener respeto por el lector, no quiero explicarlo todo"

Fabián Casas: "Trato de tener respeto por el lector, no quiero explicarlo todo"

Su nueva novela, El parche caliente, es un western onírico y retrofuturista con personajes desquiciados y excéntricos. El libro, que fue escrito de a tramos, presenta una inquietante tensión en su relato, y cierta inestabilidad que alcanza tanto a los personajes como al lector, que es obligado a salirse de su zona de confort y en varios pasajes experimenta no sentirse del todo cómodo ante la pérdida de certezas y ante la disipación de fronteras, que se ve catalizado por el escenario escogido: el desierto.

Fabián Casas: Trato de tener respeto por el lector, no quiero explicarlo todo
26 Noviembre 2023

Por Flavio Mogetta

Para LA GACETA - BUENOS AIRES

El parche caliente es la última novela del escritor, guionista y periodista Fabián Casas. La anterior, Titanes del coco, está fechada en 2015. Ocho años pasaron desde aquel momento y cerca de diez años le llevó redondear esta. Un relato envolvente, por momentos lisérgico, en otros onírico, pero ante todo “una novela que fue mutando todo el tiempo a lo largo de diez años y que empezó como un guion para la película Jauja”. El argumento desbordaba lo cinematográfico y “Lisandro Alonso me decía que había un montón de cosas que no iban a poder funcionar en lo fílmico, pero yo me quedé enganchado con la historia y con los personajes”, comenta el autor.

-El parche caliente presenta un interesante registro de voces de los personajes, que ayuda a esa inestabilidad.

-Sí, son poco claras, como que se van cruzando todas. Eso me permitió también como recursos para poder ir y venir. A mí me gustaba que no se sepa exactamente dónde estaba sucediendo esa novela. En realidad, la novela sucede en un relato onírico de una persona, como esos relatos atávicos que tenían las tribus cuando tenían que cocinar a la noche y tenían que cuidarse de los depredadores, y tuvieron que domesticar al perro para que les avisara cuando venían los enemigos o los animales más grandes y a partir de ahí pudieron dormir y dejar atrás el insomnio. Es un relato medio disparatado por todos lados, que espero que logre crear verosimilitud para que la gente la pueda leer.

-Esta zona de inestabilidad se multiplica con los aportes que trae el desierto, por esta cuestión onírica todo el tiempo y por la multiplicidad de voces, que desacomoda al lector, le hace imposible pisar tierra firme. Y sumamos que hay personajes femeninos con apodos de varón o animales que no sabemos si lo son. La lectura resulta un desafío, un ejercicio.

-Yo trato de tener mucho respeto por el lector, entonces no le quiero dar la comida en la boca o explicarle todo. Me gusta que el lector también tenga la misma incertidumbre que tengo yo mientras estoy escribiendo. Yo me divertí mucho escribiéndola. Fue un poco como un diario a lo largo de los ochos años de cosas que me iban pasando, porque al no tener una imaginación fértil -casi no tengo imaginación-, yo lo que iba construyendo eran cosas que me iban pasando en el día o lecturas de libros que me prestaban, situaciones con amigas o amigos las iba poniendo después en la novela. Y también me di cuenta de que leer libros sobre la frontera y los indios trabajaban en contra de la capacidad de que la novela pudiera tener potencia para mí, porque me remitía a un lugar de un realismo seco, ingenuo. Y a mí me gustaba más volar. Hay una parte de la novela en que yo quería que los personajes tomaran pastillas, pero no se habían inventado las pastillas si me pongo rigurosamente histórico, entonces toman como unas piedritas que los tranquilizan… Me dio una libertad que si yo me hubiese sujetado a los parámetros históricos no lo hubiese podido hacer.

-También la novela permite una lectura -equivocada o no- que remite a textos previos donde aparece el desierto o la frontera como Martín Fierro, La Cautiva o Una excursión a los indios ranqueles.

-Para mí no hay lectura equivocada. Todas las lecturas son posibles, son buenas. Y sí y también novelas de César Aira como La liebre o Ema, la cautiva. Un montón de relatos, también me inspiré mucho en Mad Max. A lo largo de toda la novela hay como un ruido que se siente constantemente, que vuelve y uno se pregunta “y ese ruido qué es”, porque es un ruido que no puede producirlo nada, no lo puede producir la naturaleza ni la segunda naturaleza que es algo creado por el humano y, sin embargo, es el ruido del auto con el que anda el hermano de la chica que vive en el castillo en el último relato.

-En la novela hay mucho peso, como decías, de la oralidad. De esos relatos preparatorios para salir a cazar o para ser contados en una cueva alrededor de un fuego.

-Sí. Hace poco me escribió un periodista que me decía que sentía que le estaba hablando la novela. Como si hubiera alguien que te hablara-.

-Y la única parte podríamos decir que no responde a lo oral, que presenta el único registro escrito, son los apuntes que va dejando uno de los personajes.

-Alguien que escribe y que va narrando eso, que es otra voz que aparece, que se va cruzando y que es la voz que se me apareció a mí al principio. Creo que con eso empecé, era una voz que era potente, que me aparecía y que yo trataba de diferenciar de la de las otras voces, o sea construir una voz que la voz misma fuera un personaje y que no hablara como hablaban los demás.

-Sigue apareciendo el tema de la voz e incluso en El parche Caliente se menciona la necesidad de inventarse una voz.

-Sí, es como lo que me pasa a mí, y le pasa a la persona que tiene que hacer que otra persona duerma, como cuando tenés hijos o tenés a alguien enfermo que no puede dormir. Desde el comienzo de los tiempos las personas se cuentan historias para poder dormir y también para poder vivir. Y si uno no tiene esa voz, tiene que estar preparado para inventarse una y construir con lo que tenga a mano.

-Está esa búsqueda de narración, la necesidad de inventarse historias incluso para sobrevivir a realidades como las que nos tocan.

-Sí, a mí me llamaba la atención que algunas personas me contaban que les parecía que la novela era como una especie de alegoría de lo que está pasando ahora y la verdad es que, cuando la empecé a escribir, no tenía ni idea de lo que iba a pasar ahora, pero por ahí siempre nos está pasando lo que nos está pasando ahora.


-Lo inquietante del desierto es que uno avanza sin saber hacia dónde.

-La novela rompe la estructura lineal todo el tiempo. Y de eso no te das cuenta y pasa en los sueños. Cuando soñás, sos un genio, y cuando te despertás y querés escribir, sos un tarado. Lo que traté de hacer es tratar de traerme la mayor cantidad de potencia onírica. Para poder escribir la novela me tenía que poner en una especie de trance porque tenía que recuperar la voz, los oídos, los olores. Tiene un montón de cosas y yo eso lo perdía. Porque a lo largo de diez años no escribí todo el tiempo, sino que me pasaban un montón de vicisitudes en el medio. Tengo el recuerdo de estar escribiendo en una casa muy chiquita en la que viví y estaban mis dos hijos conmigo durmiendo al lado, un momento relindo y yo estaba ahí escribiendo un tramo que era la vida de Charles Castaneda. Me acuerdo de que iba escribiendo eso y avanzando, iba con poco, pero con mucho placer y mucha alegría porque estaban ellos al lado mío y era como si los resguardara con lo que estaba haciendo, escribiendo mi narración.

© LA GACETA

Perfil

Fabián Casas nació en el barrio porteño de Boedo en 1965. Publicó, entre otros libros, Los Lemmings, Ocio, Ensayos bonsai, Horla City, Toda la poesía, 1990-2010, La supremacía Tolstoi, Titanes del coco, Trayendo a casa todo de nuevo. Todos los ensayos, Últimos poemas en Prozac y Papel para envolver verdura. Fue guionista del film Jauja (2014), dirigido por Lisandro Alonso y protagonizado por Viggo Mortensen. En 2007 obtuvo en Alemania el prestigioso premio Anna Seghers y en 2011 fue elegido por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de los autores que garantizan el relevo de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX.

Zuluaga*

Por Fabián Casas

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy lejano, un hombre perdió a un perro. El hombre se llamaba Diego Zuluaga y tenía apenas veinticinco años, pero ya, de alguna manera, era viejo. En esa época la gente vivía poco y el cielo y el infierno estaban saturados de adolescentes.

El perro era de raza jersey y su dueño nunca le había puesto un nombre y solía llamarlo por su raza. Le decía jersey. Los jerseys fueron una cruza creada a partir de muchas otras por los campesinos que trabajaban en las perreras de los Nobles. Hubo jerseys en la Alta Escocia, en la Galia y hasta un antepasado remoto, dicen, en Londinium. Era un perro difícil de imaginar para nosotros, los antiguos. Animales rudos, de una elasticidad inusual y cierto metabolismo similar al de las viejas motocicletas de cross. Un poco más alto que el perro más alto que conocimos. Y todavía más largo. Con una cara estirada con ojos vivaces y fieros. A veces, ciertos jerseys tenían pelaje negro sólo en el rostro, lo que le daba el aspecto de llevar una máscara. Durante la noche el grosor del pelaje de los jerseys parecía crecer y si había luna llena se volvían fosforescentes. Esta cualidad asustaba por igual a los salvajes y a los creyentes. Algunos se santiguaban al cruzarse con los pocos jerseys que habían traído los extranjeros cuando empezaron a llegar para trabajar en la avanzada sobre el desierto.

*El parche caliente (Emecé)

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