En Tucumán existe un lugar sagrado para escuchar y para no volver a la droga

En Tucumán existe un lugar sagrado para escuchar y para no volver a la droga

Jóvenes del grupo de apoyo para hombres en rehabilitación por adicciones del Hogar de Cristo Virgen del Carmen abren sus corazones y dan testimonio de sus vidas antes y después de las adicciones. Las experiencias y las expectativas.

LA GACETA / FOTOs DE DIEGO ÁRAOZ LA GACETA / FOTOs DE DIEGO ÁRAOZ

Entre cuatro paredes, cada lunes, llueve o truene, se encuentran en su espacio sagrado. Allí, sin máscaras ni tapujos, abren su corazón y cuentan sus más profundos pesares; comparten sus momentos de debilidad, sus ansiedades y sus miedos. Se escuchan y se apoyan. Saben que la vida transcurre “día a día” y que cada jornada “limpios” es una ganada. Luchan contra “el hombre viejo” que los persigue y con la oscuridad que quiere embargarlos una vez más, pero no se dejan vencer: son conscientes de que están ganando la batalla, y no quieren caer de nuevo. El grupo de apoyo para hombres en rehabilitación por adicciones del Hogar de Cristo Virgen del Carmen (en Yerba Buena) es un faro de esperanza para jóvenes que buscan cambiar. Y, por primera vez, abren sus puertas (y corazones) a personas “de afuera”.

Bromean contentos sobre que saldrán en el diario, pero (por primera vez) no en la sección Policiales. Se abrazan, juegan entre ellos y se hacen chistes, hasta que la reunión empieza. Se dejan claras las reglas: nadie interrumpe, nadie da consejos. “Entramos con los pies descalzos a ese terreno sagrado”, advierte Romina Roda, voluntaria del hogar; junto a Graciela Oliva y a María del Carmen Acosta dirigen los encuentros. De a poco, cada uno de ellos relata -hasta donde quiere- su historia; la gran mayoría se conoce del barrio e incluso algunos han sido compañeros de adicción. Pero -curiosamente- jamás habían hecho una revisión de las vivencias personales, nunca habían repasado -ni compartido a profundidad- qué los llevó a caer y qué los impulsó a levantarse. Hoy sí; y con cada experiencia, descubrirán que hay mucho más que una enfermedad que los une.

Tienen entre 18 y 32 años. Algunos llevan meses sin consumir y otros años. Hay quienes ya tuvieron su experiencia en alguna Fazenda de la Esperanza, y hay quienes esperan su oportunidad. Pero, aclaran, no es una cura: hay que aprender a vivir con “el maligno” para siempre. Este espacio, entonces, es un gran soporte para lidiar con las cargas semanales; por eso se organiza los lunes. ¿Hay algo más difícil que un fin de semana en soledad?

Pescando hombres

El que rompe el hielo es Cristian; tiene 29 y es voluntario hace dos años. Cuenta que empezó a consumir a los 13. “Primero con faso, cigarro y mucho alcohol. Después fui subiendo. Soy hijo de padres separados. A los cinco, mi mamá me dio a elegir entre vivir con ella y mi papá, pero me pegaba, así que decidí irme con él, quien no tenía nada: vivíamos en una pieza en la casa de mi abuela, dormíamos en el suelo. Toda esa etapa anduve en la calle; a los 15, ya tenía amistades que no me llevaban por un buen camino. Terminé robando, yendo en cana y haciendo daño, mucho daño a mi familia. A los 18, un amigo que había ido a la Fazenda me contó su experiencia y quise probar lo que es estar bien. Porque en mi infancia nunca he estado bien. Le conté a mi papá, lo senté en la cama y le digo ‘no doy más, necesito cambiar, porque voy a terminar preso o muerto’. Él me firmó los papeles, me ayudó a comprar unas cosas que necesitaba y me fui. Estuve un año ahí”, relata. Salió fortalecido, pero volvió a caer, volvió a perder todo y empezó a sentir que “la vida no tenía sentido”. Regresó a rehabilitación y salió mejor. Hoy, acompaña a sus compañeros y “rescata” a otras personas en adicciones. “Es un pescador de hombres”, dice Romina. Es que claro, la fe para estos chicos es fundamental; Dios -admiten- es su pilar.

El otro “pescador” es Walter (27). Su “mala vida” comenzó también con la separación de sus padres. “Nadie me controlaba. El peor momento fue como a los 18; un día estaba sentado en la plaza, consumido, y por un grave error, la gente de la Brigada me confundió con otra persona que buscaban por violación. Vi que se acercaban, salí corriendo... tenía ‘las cosas’ en mi poder, marihuana y pastillas, que era lo que estaba de moda. Logré tirarlas, pero los vagos iba detrás mío y me agarraron en casa. Mi mamá estaba lavando los platos y ellos sacaron la puerta para entrar. Pero se dieron cuenta que no era yo el que buscaban, sino el que estaba a la par mía en la plaza. Mi mamá lloraba, porque claro, entraron como para sacar a un machao de un baile. Fue horrible. Ahí decidí internarme”, recuerda, ahora entre risas.

Estuvo bien, pero en pandemia volvió a caer: “ahí me quebré. Tuve amistades, personas cercanas, que han fallecido, y con esa excusa caí en la cocaína. Trabajaba gratis, sólo para drogarme. Pero creo que cuando la vida te pone algo es para que lo enfrentes; hace nueve meses que vengo sin consumir y soy otra persona. Por eso soy voluntario, para acompañar a un hermano; en ellos me veo a mí mismo, cuando necesitaba ayuda y nadie me la daba. Ese es el peor dolor. Cuando veo que alguien está por caer voy y lo acompaño”, dice.

Aprendiendo a vivir

Alcohol desde los 12 y escalando: marihuana, Poxirrán, pastillas, pasta base y hasta cocaína. Ahora, “en la lucha”, dice Matías. Hace nueve meses está fuera de consumo. “Hago deporte, trato de tener mi cabeza ocupada en otras actividades, como para no recaer. Por ahí sí tomo alcohol, que es lo que más me cuesta dejar”, explica. Sus problemas también empezaron de chico; con padres separados, fue criado por su abuela, pero luego volvió a vivir con su mamá. Quien, después de muchos años, se volvió a juntar con su padre, al que Matías casi no conocía. “Ahí se rompió todo. Volví a la casa de mi abuela; vivía de noche y dormía de día. Era un murciélago. Y agarré las drogas más fuertes, hasta que me junté con la chica que estoy hace seis años. Dije ‘no me puede ver como un cachivache’ y empecé a dejar. Dejé de robar también porque sentía que la afectaba a ella. Con el tiempo buscamos para internarme, pero todo era muy caro... Siempre dije que no; y, al final, no fui a ningún lado, porque me considero una persona muy decidida. Me siento de 10. Contento de estar aquí. No tengo recaídas, sí hay momentos en los que me siento débil, pero vengo y salgo contento”, narra.

Los problemas familiares -se dan cuenta los chicos- son un punto en común. Benjamín tiene 18, y es uno de los más chicos del grupo. Su mamá lo tuvo a los 15, y fue criado en casa de su abuela. Más de grande, volvió a vivir con su mamá pero “hubo un problema grave” de violencia entre su mamá y la pareja de ella, y él se fue. “Yo no quería vivir con ese hombre. Y ella me dijo que si estaba yo en casa había problemas. Sentí desprecio por parte de ella. Pero cuando salí de la casa cambiaron las cosas. Ese era el problema. Ya no era el Benjamín que conocían todos, era otro. Y es feo sentir críticas, personas que te dicen ‘vos no eras así’. Pero estoy bien: he logrado hacerme una piecita en la casa de otros abuelos, con lo que trabajo después de la escuela, en jardinería... Lo más difícil son las recaídas, porque soy muy débil. Me caigo, me levanto y me vuelvo a caer... No tengo la fuerza suficiente; pero aquí he sentido apoyo y es lindo sentirse entendido”, reflexiona.

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