Relatos fantásticos I: Ahasuerus frente a Facundo Quiroga
Por José María Posse
Abogado, escritor, historiador
Yo os aseguro: entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino. (Mateo 16:28)
En el año de Nuestro Señor de 1831, durante la Batalla de La Ciudadela, el caudillo federal Juan Facundo Quiroga había destrozado a las tropas unitarias comandadas por Gregorio Aráoz de La Madrid. Ese valiente soldadote tan poco afecto a seguir las estrategias del combate, como no ser el arrojarse a sablear temerariamente al centro mismo de la línea enemiga.
En ese atardecer maldito los unitarios tucumanos vivieron en carne propia los horrores de una guerra inaudita. El campo de muerte mostraba signos de la tragedia; manchones de sangre por doquier, cuerpos mutilados, miembros cercenados, heridos graves que aún no conseguían la piedad de un samaritano o la ayuda de un verdugo que acabara con su miseria.
El sobreviviente
Los perros cimarrones ya asomaban por el bosque para saciarse con el festín de la carne fresca, de aquellos restos de humanidad perdida. El líder de la manada se acercó sigiloso, entre todos olisqueó uno de los cuerpos que se encontraba tendido inerte y de inmediato salió disparado dando aullidos desesperados. El hombre apenas se movió. Uno de sus ojos, de color gris claro, se entreabrió para ver las primeras estrellas de la noche que cubrían aquel escenario endemoniado.
Su cuerpo estaba cosido a puñaladas y lanzazos; un sable había partido su cabeza. Los dolores que sufría eran inauditos, aun así no emitía gemido alguno. Un suspiro de resignación fue el único sonido que causó… habría otro amanecer para él.
Con el alba la mayoría de sus heridas habían cerrado, si bien aún dolían pavorosamente. El hombre intentó levantarse, aunque las fuerzas aún no habían regresado a su atormentado cuerpo.
No era un sujeto grande, apenas pasaría en tamaño al de un adolescente. La piel cetrina, el pelo enrulado negro azabache; las manos grandes, fuertes y ásperas, como todo él. Su piel escamosa y gris lo hacían repulsivo… además emanaba un olor desagradable y su aliento hedía a mil demonios.
Ignorado
Ya para entonces el campo estaba lleno de vecinos y curiosos. La repugnante rutina de desnudar a los cadáveres de ropaje y saquear sus pertenencias, había comenzado. Algunos pocos heridos que habían sobrevivido la noche fueron levantados lastimosamente y puestos sobre unas carretas acolchonadas de paja seca, para conducirlos a la ciudad.
Extrañamente nadie parecía ver al hombre gris que para entonces había logrado sentarse en la gramilla, apoyado en un palo que había recuperado en la cercanía, arrastrando a duras penas su cuerpo maltrecho. Ya estaba acostumbrado a no ser percibido o a que se pretendiera no verlo.
A duras penas, hacia el mediodía pudo ponerse de pie y comenzó a caminar hacia la cercana ciudad de San Miguel.
Rengueando de la pierna que llegara a estar prácticamente cercenada, trabajosamente llegó a la plaza principal. Aquello era un campamento de moribundos, donde seguramente conseguiría agua fresca y algún alimento.
No esperó a ser atendido, sabía que nadie se acercaría a él. Tomó agua de un jarro y un pedazo de pan que vecinos caritativos habían llevado, junto con vendas y algunos medicamentos caseros. Pero todo era poco para tanta necesidad.
Frente a Quiroga
Del otro lado, en el cabildo, el general Quiroga hacía bramar las paredes con su vozarrón inconfundible. Exigía a los tucumanos una fuerte indemnización con la cual pagar a sus tropas. Para asegurar ello, había mandado a la chusma que entrara a las casas de las familias unitarias y sacaran todo lo de valor de ellas, incluidos los muebles. Luego, y a punta de lanza, aquellos pacíficos habitantes fueron llevados ante el “Tigre de los Llanos” para asistir a la pública subasta de sus bienes, los que eran obligados a comprar a riesgo de su vida.
De escondites en las paredes de las casas o de los pozos del aljibe, sacaban sus ahorros para aplacar la furia del riojano, que groseramente profería una carcajada al recibir las monedas de los aterrados pobladores, librados a los designios de aquel dueño de vidas y fortunas.
En sus incontables años, el hombre gris había visto cientos de tiranuelos de la misma especie por todo el mundo. La mayoría había tenido un trágico fin. Ya adivinaba la muerte en los ojos del feroz Quiroga. Sabía que si lograba acercarse lo suficiente, tendría la visión clara de cuál sería su final, el conocimiento preciso de la profundidad de sus miedos, de sus angustias, esperanzas y desesperanzas.
Finalmente ocurrió; uno de los sargentos federales reparó en él, que para entonces estaba bastante restablecido de sus heridas, las que prácticamente habían desaparecido. A empujones lo pusieron en una fila con otros prisioneros. De solo verlo supieron que no podrían sacarle un centavo, razón por la cual solo quedaba sumarlo como soldado o degollarlo allí mismo.
“¿Cómo te llamás vos mudo del carajo?”, le dijo con prepotencia el sargento macilento y desaliñado.
Ese mediodía el hombre gris estaba asaltado de un extraño humor. Mirando a su interlocutor le contestó con acento extranjero. “¡Tienes para elegir mi nombre, por los tiempos que he vivido o por los lugares donde fui conocido…!”, dicho esto de manera un tanto altanera. El sargento confundido por la contestación, se molestó al considerar que obviamente, se había burlado de él. De inmediato comenzó a castigarlo con el rebenque de manera brutal: “¡Me vá a decí como te llamá, me vá a respetá vó a mí…!”.
Inmutable el hombre misterioso le dijo: “¡Mi nombre no te importa, pero a vos Juan Robles sí debería importarte que tu mujer se acuesta con tu hermano Alfredo. Que de tus cinco hijos, tan sólo uno es tuyo, que sos nacido de una violación y tu madre te quiso abortar y toda la vida se arrepintió de no haberlo hecho y que vas a morir en un rato nomás, junto a mí”. Esto fue demasiado para aquel bruto, que comenzó a golpear don dureza al prisionero, que aguantaba sin emitir un solo quejido.
En medio del escarnio cruel se apareció el “Tigre de los Llanos”; rápidamente uno de los soldados lo puso al tanto del motivo de los golpes. Acicateado por la curiosidad ordenó al sargento que detuviera la golpiza y trajeran ante él al presunto “adivino”…
“¡Che, vos mocito, me dicen que te hacés el macho para contestar las preguntas que te hacen y encima te la das de adivinador..?”, dicho esto a viva voz, con sorna evidente, en su acento esdrújulo.
“¡A tu general le vas a decir el nombre y vamos a ver cuán adivino sos!”. Luego estalló en una carcajada y miró a los hombres que lo rodeaban buscando complicidad. La risa nerviosa de todos fue la contestación.
El prisionero gris miró de arriba a abajo al general barbado, con cierta curiosidad, por un tiempo que pareció interminable, luego comenzó a hablar.
“Durante siglos me han llamado de muchas formas: Samar, Catáfito, Buttadeu, Joseph Cartaphilus, Juan Espera en Dios, entre otros. En realidad mi verdadero nombre creo haberlo ya olvidado, y no miento en ello. Y en cuanto a lo otro, entre las maldiciones con las que he sido condenado, es la de saber con tan solo ver a un hombre, cuales son los demonios que lo atormentan y cómo será su muerte. También sé cuáles serán la mías…”.
El “Judío Errante”
Las risas pararon en seco. Quiroga era lo suficientemente culto como para haber leído acerca de las historias del “Judío Errante”, por tanto su curiosidad creció junto con su incredulidad.
“¿Te ríes de mí, crees que puedes venir a mofarte de tu general, zopenco?”. Dicho esto, le propinó un fustazo en la cara.
El hombre se irguió con cierto aplomo y mirando fijamente a Quiroga lo traspasó con esos ojos ancianos que parecían adquirir un mayor brillo a medida que hablaba: “Diga lo que diga en minutos me mandará a fusilar, a la muerte no le temo, pues es mi compañera de siglos, así que me resta decirle que sus días están contados. Va a sufrir la mayor traición imaginada; aquel por el cual da sus mejores esfuerzos y en el que ha puesto sus esperanzas ordenará su muerte. Será asesinado sin piedad y su cuerpo, abandonado a los caranchos”.
El silencio que se hizo a continuación podía ser cortado con un machete. Fue cuando el guerrero de la independencia, sumado a la causa federal, Alejandro Heredia, hombre culto como pocos tomó la palabra y se dirigió en latín al prisionero. Este le contestó fluidamente, pero lo remató en castellano y para que todos escucharan: “a usted doctorcito, le vendrán tiempos buenos, este lo va a dejar de gobernador y vivirá varios años, aunque sin paz. Su fin será muy parecido al de su mentor”.
El general Facundo Quiroga sintió descomponerse, un sentimiento de ira desbordada brotó de él; ese desfachatado osaba retarlo con descaro frente a sus hombres, por lo que ordenó que se lo quitaran de la vista y lo fusilaran de inmediato. El sargento extralimitándose le saltó al cuello y sacando el facón le asestó una puñalada en el costado.
“¡Esto es para los burlones!”, dijo, mientras que en su cara se dibujaba una expresión de venganza.
El nombre
Quiroga no daba crédito a sus ojos, su autoridad mellada por un atrevido que había osado predecirle una muerte indigna y por un subordinado que, desobedeciendo sus órdenes expresas ultimaba de esa manera a un condenado por él.
El hombre gris dio señales de vida desde el suelo. Quiroga, loco de ira, ordenó que fusilaran de inmediato a los dos; así sabrían todos que sus órdenes se cumplen con exactitud.
El sargento lloraba suplicando clemencia, ya se había orinado encima. El otro miró impávido la escena, como si fuera espectador de un acto circense. El teniente de la guardia preguntó: “¿Y a esos infelices, porque los manda a fusilar el general?...”. Uno de los soldados presentes le contestó: al sargento, por insubordinado; al de al lado, por brujo y por no querer decir su nombre…
Esa noche despertó entre una pila de cadáveres cubiertos de cal. Miró nuevamente al cielo estrellado con fastidio, sabía que aún estaría allí un tiempo hasta recobrar fuerzas; entonces, como en una letanía, comenzó a susurrar incesantemente un antiguo nombre: Ahasuerus… Ahasuerus… Ahasuerus… como para no olvidarlo esta vez.