La Argentina que conocimos se ha pulverizado

La Argentina que conocimos se ha pulverizado

El país atraviesa una coyuntura complejísima, cuya comprensión absoluta está al alcance de nadie.

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Argentina atraviesa una coyuntura complejísima, cuya comprensión absoluta está al alcance de nadie. Sólo podemos apelar a interpretaciones fragmentadas, en el tiempo y en el espacio, con esquirlas de una modernidad que aún perdura entre nosotros, aunque es un proyecto que ha fracasado en su intento de renovación radical de las formas tradicionales del arte y la cultura, la política, el pensamiento y la vida social.

La modernidad planteaba, y en algunas capas aún plantea, como en las izquierdas más tradicionales o en los nacionalismos más conservadores, la emancipación de la humanidad, sobre las bases filosóficas del materialismo, que es la ampliación de la seguridad económica y la seguridad ciudadana, en un presupuesto empírico que nadie, o casi nadie, cuestiona: la escasez. La escasez material, la escasez de derechos, la escasez de oportunidades, la escasez de libertades, la escasez de justicia, la escasez de fuerzas para equilibrar la balanza distributiva.

Básica y sintéticamente, el marxismo y sus opuestos, los nacionalismos de izquierda y de derecha, y las expresiones más conservadoras en todas sus dimensiones. Conservadoras en tanto defienden valores que tuvieron su auge entre el Siglo XV y el Siglo XIX, aunque el desmoronamiento de este modelo se aceleró a partir de la segunda mitad del siglo pasado, con el advenimiento de la posmodernidad y sus intrincados derivados, sus hijos putativos del pensamiento y la filosofía aplicada.

Con la modernidad surgieron las instituciones estatales, las constituciones que protegen las libertades y derechos individuales, que dan lugar a nuevas clases sociales que permiten la prosperidad y la movilidad ascendente en base al mérito. Se industrializa la producción y el desarrollo económico alcanza niveles como nunca antes en la historia del hombre.

La escultura idolatrada

En este período Argentina se encontró a sí misma y talló su propia escultura. Una estatua que bastante pronto tuvo que guardarse en la vitrina de un museo, para que generaciones venideras observaran, como en una permanente levitación, suspendidas en el aire, la masoquista nostalgia de lo que se fue y ya no se es. Demasiado tiempo añorando un pasado que finalizó hace décadas y que se mantiene vivo sobre esperanzas de una resurrección que no encuentra sustentos razonables, ni lógicos ni reales.

Esa Argentina que ha fenecido es una expresión de deseo, de verdad que fuerte, pero que hasta acá, matemática y científicamente, no se argumenta más allá de la ficción.

Si ya más de la mitad de la vida institucional del país ha transcurrido sobre parámetros y resultados diferentes a los que se tallaron en esa escultura de hace más de un siglo, ¿no será hora de aceptar que nos parecemos más a lo que somos que a lo que fuimos? ¿No será hora de soltar, de dejar ir a esos fantasmas que merecen un descanso? ¿No será tiempo de pensar y analizar los problemas actuales en el contexto que nos toca y dejar de evaluar y juzgar el presente con instrumentos antiguos, analógicos, que ya no existen?

Argentina potencia, el granero del mundo, conceptos que juntan polvo en la biblioteca del bisabuelo y que nos obstinamos neuróticamente en mantener vigentes, como a una amante embalsamada, mientras el mundo ya no es el mismo.

Otro tablero, otras piezas

La modernidad es un período que principalmente antepone la razón sobre la religión. Un debate que la posmodernidad ha superado y sepultado. No porque esas fuerzas del pensamiento hayan dejado de existir, sino porque el sonido de sus instrumentos ya no se escuchan en el nuevo concierto global. Son como una cítara o un laúd en un recital de Metallica.

Ni la razón ni la religión tienen piezas que las representen en el tablero de ajedrez de este nuevo siglo, que cerca de cumplir las bodas de plata, cada año que pasa se parece menos a un nuevo siglo.

El materialismo y su puja por la actualización y cambio permanente de los procesos evolutivos ocupaban aún un espacio prominente en las plataformas electorales de fines de los 70 y comienzos de los 80. El compromiso riguroso con la innovación, el progreso y la redistribución de la riqueza formaban parte de los programas partidarios. Las vanguardias artísticas, políticas, intelectuales y sociales aún gozaban en esas décadas de voz y voto y de prestigio. Incluso, el periodismo ocupaba un espacio gravitante en medio de estas tensiones de intereses materialistas.

La posmodernidad, por el contrario, considera a la modernidad una forma refinada de teología tirana. Desafía la autoridad de estas “vacas sagradas” y de una cachetada las baja del púlpito, del mismo modo que la modernidad ya lo había hecho con los curas y gurúes variopintos.

La posmodernidad introduce el mestizaje cultural de la hibridación, el empoderamiento de la cultura popular, le resta centralidad a las jerarquías predominantes hasta entonces, aún científicas, y plantea la desconfianza ante los grandes relatos dominantes.

Aún se debate si la caída de la Unión Soviética y el fin del mundo bipolar no fue más consecuencia de la corrosividad posmoderna que de la inviabilidad económica del comunismo.

Resortes que se oxidan

El capitalismo contaba y cuenta con más resortes para contener estos nuevos valores o disvalores posmodernos, aunque en los laboratorios sociales ya empezaban a moverse las agujas del sismógrafo, como en un terremoto incipiente, del derrumbe del libre mercado como modelo de organización social viable.

Encerrada en la vitrina de un museo, la antigua escultura de la Argentina potencia resiste, estoica, como hibernando a la espera de que algún día despierte del sueño de los justos.

El debate social, político y económico de las jerarquías anquilosadas en el poder a perpetuidad sigue atado a un palenque sin caballo. Mientras la realidad, como la lava de un volcán, se mueve silenciosamente debajo de la superficie. Hasta que el volcán entra en erupción y el fuego sale a la superficie con violencia, como ocurre en este país cada más o menos diez años.

Darwinismo de Perón

El peronismo es de alguna manera la película que narra la historia de esta segunda mitad de la Argentina, encerrada en la vitrina de un museo, como tótem inmaculado de un pasado glorioso, que hoy sólo habita en la melancolía de mentes herrumbradas, como un fusil Mauser de la Segunda Guerra Mundial.

Surgido como una alianza entre el Ejército, la Iglesia Católica y ciertos sectores de la burguesía nacionalista, y tremprana e inesperadamente cooptado por las clases trabajadoras, es un movimiento que desde su contradictoria fundación se vio obligado a reinventarse mil veces para adaptarse y subsistir.

El peronismo es el más puro darwinismo aplicado a las ciencias sociales. Supo cobijar entre sus filas a todos los extremos, desde el nazismo al comunismo, desde la Teología de la Liberación hasta el ateísmo militante, desde el socialismo revolucionario hasta el ultra neoliberalismo, desde la alineación incondicional con los Estados Unidos hasta la afinidad con Irán, Cuba o Venezuela, o desde la lucha armada hasta los Cascos Azules.

Un darwinismo oscilante que colocó al no peronismo en un estado de turbación continua, en una perniciosa vacilación permanente, donde la coherencia tampoco pudo nunca consolidarse a largo plazo en cuestiones de Estado.

Suele repetirse que en Argentina cada gobierno, civil o militar, vuelve a fojas cero, y así se plantea un tóxico volver a empezar perpetuo, bajo el paraguas ilusorio de reflotar un gran país que fue, que ya no es, y pese a que no volverá a ser jamás, porque el mundo que lo habitaba ya no existe. Un dato curioso, tan científico como económico y político: el planeta, desde el centenario de la Revolución, en 1910, ha girado sobre su propio eje 42.000 veces.

La volatilidad del Estado

La disolución de las normas culturales y del deber ser que planteó la modernidad fueron sustituidas en la posmodernidad por la oferta y la demanda. El deseo se impuso a las obligaciones.

Explicó el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman, uno de los mayores pensadores contemporáneos, que el paso de la modernidad a la posmodernidad se caracteriza por una profunda crisis que provoca fuertes zozobras institucionales y personales y la sensación de que la vida es un tiempo desperdiciado. El Estado era en el pasado una referencia, una sólida estructura, que ha sido sustituida por unas fuerzas globales que parecen surgidas del lado oscuro de la vida.

Lo denominó “posmodernidad líquida”, porque consideró que la sociedad está sumergida en un estado fluido. En una sociedad de consumo caracterizada por la volatilidad y por el cambio rápido, los marcos cognitivos sólidos o los valores estables, se transforman en impedimentos, en una carga pesada que debe abandonarse.

La posmodernidad, en palabras de Bauman, se caracteriza por ser una sociedad de consumidores individualizada y con escasas regulaciones. Su ambivalencia deriva de trastocar el orden, la pureza, la disciplina y las regulaciones normativas del viejo orden en procesos de seducción.

El consumo se ha transformado en la principal herramienta de expresión. La vida organizada alrededor del rol productor ha pasado a girar en torno al rol del consumidor y al bienestar de su cuerpo, el incesante desecho de productos, la dependencia de lo nuevo que el mercado ofrece y, también, el rechazo, sino el miedo, al otro. Las identidades colectivas se están fracturando, pulverizando.

Los espacios más vistosos en los centros comerciales y en las vidrieras no los ocupa el amor sino el narcisismo.

Señaló Jeremy Seabrook, que “el capitalismo no ha entregado los productos a la gente, sino más bien ha entregado la gente a los productos”. La actividad de elegir importa más de lo que se elige.

“Vivimos, el mundo vive, un momento de profunda incertidumbre -concluye Bauman-. Desde la crisis económicas a las guerras que no cesan en algunas partes del mundo. El hombre no tiene ya valores y puntos seguros de referencia y, como resultado de ello, en la posmodernidad, ha reaccionado aislándose, preocupándose de la propia individualidad y perdiéndose en la confusión de una vida siempre más frenética”.

Las tres mutaciones

Son momentos de indeterminación y contingencia constante, dice Bauman, de enorme incertidumbre. No existen ni rendijas donde quepa la Argentina que conocimos, de grandes certezas, de importantes proyectos a largo plazo, de identidades incuestionables. Hoy todo es relativo, líquido, y por eso un político puede brincar de un partido a otro, incluso opuestos ideológicamente, porque la coherencia no sólo ha dejado de ser un activo, sino que es un obstáculo en una sociedad sumergida en un estado fluido. Y por eso observamos que los dirigentes, cada cierto tiempo, cada vez más breve, expresan exactamente lo contrario, sin ningún tipo de consecuencias. Porque además dentro de los valores actuales a nadie le importa y la frontera entre lo correcto y lo incorrecto es muy difusa.

El peronismo en democracia ya acumula tres grandes mutaciones, casi alienígenas, y continúa indemne, además de una decena de micromutaciones que cobijan a las más perturbadoras contradicciones. Y el no peronismo es el espejo en el que nadie quiere mirarse, porque el reflejo es idéntico.

Describe el sociólogo argentino Juan Carlos Torre, sólo de esta última etapa, que Carlos Menem fue la tesis, Néstor Kirchner la antítesis, y Sergio Massa la síntesis.

Son procesos perversos cuyo fin es transformar las políticas públicas en relaciones públicas. Y un Estado que va sustituyendo las políticas públicas por relaciones públicas avanza hacia su inexorable disolución tal como lo conocimos, en un contexto internacional cada vez más líquido, cambiante e imprevisible, donde además Argentina gravita bastante poco.

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