Polémicas, nuevas voces y algunas novelas magníficas: la literatura volvió a respirar

Polémicas, nuevas voces y algunas novelas magníficas: la literatura volvió a respirar

Carmen Perilli analiza un período tan intenso y vibrante como el que se inauguró en el campo de la cultura con el regreso de la democracia El Congreso Nacional de Literatura inaugurado por Raúl Alfonsín en 1984 se vivió como una suerte de primavera tras la dictadura.

EN LA GACETA. Perilli abrió un amplio panorama de títulos, autores, temáticas y situaciones vividas en los 80. la gacea / foto de josé nuno EN LA GACETA. Perilli abrió un amplio panorama de títulos, autores, temáticas y situaciones vividas en los 80. la gacea / foto de josé nuno

Si el regreso de la democracia significó un renacimiento de la vida nacional, en el ámbito de la cultura los efectos se multiplicaron todavía más. La dictadura había amordazado la producción artística imponiendo una censura de hierro, de allí la explosión liberadora generada a partir de fines de 1983. En el caso de la literatura se trató de un período riquísimo, no exento de polémicas. Carmen Perilli -Doctora en Letras, docente, investigadora, escritora- lo vivió a pleno y, 40 años después, toma distancia para analizarlo.

- ¿Cuáles son los primeros recuerdos que te vienen de aquel regreso a la democracia?

- En el 84 se hizo en San Juan el Congreso Nacional de Literatura Argentina y lo abrió Raúl Alfonsín. Como figura central estaba Borges, era un lujo. Y mientras empezaban a aparecer algunas figuras que traían un aire distinto al de los personajes que normalmente frecuentaban los congresos, también había grupos de gente que lo habían pasado muy bien durante la dictadura. Había una mezcla, pero para nosotros era una primavera. Tené en cuenta que hasta entonces se estudiaba autores como Mallea, Marechal, Murena, algo de Cortázar, aunque al principio estaba prohibido. Y en ese congreso ya aparece, entre otros, Manuel Puig, es otro tipo de literatura.

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- Muy distinta a la realidad tucumana de entonces, ¿no?

- Una cosa que me parece importante es que nosotros como tucumanos tenemos que situarnos. Tucumán no es Buenos Aires, acá no llegaban los mismos libros, no había internet. Los profesores eran mucho más conservadores, aunque uno de los que más nos motivaba era Octavio Corvalán, que había venido de Estados Unidos y traía lo del boom latinoamericano. Pero durante la dictadura se vivía de la literatura que ya teníamos, sobre todo de literatura de afuera.

- ¿Y cómo fueron acomodándose?

- Ya a fines de los 80 Buenos Aires vive toda la cuestión del Teatro Abierto, que es una cosa que nos abre la cabeza a todos. Viajar era encontrarnos con ese fenómeno. Antes ya circulaban publicaciones como Punto de Vista, la revista creada por Beatriz Sarlo, que era profundamente moderna y traía muchísimos textos desconocidos acá, no habían llegado a Tucumán. Nosotros accedemos a Mijaíl Bajtin en el 84. Ahí yo detengo mi tesis y la cambio totalmente. La verdad es que no teníamos el acceso, las librerías no traían esos libros, tampoco nos llegaban demasiadas noticias. Era todo muy controlado. Pero yo te podría fechar cuándo se produce la modernización de la literatura en Tucumán. Es cuando Juan González trae a Sarlo, a José Fidel Guzmán, a Noé Jitrik y a Nicolás Rosa. Dieron distintos cursos y se le abrió la cabeza a todo el mundo. Eso demuestra cómo estábamos en la provincia.

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- ¿Por dónde pasaron los principales debates durante ese período?

- Hay un enfrentamiento brutal entre los exiliados y los no exiliados, que tiene sus puntos altos en una polémica con Luis Gregorich. Él saca un artículo en Clarín donde de alguna manera plantea que los escritores estaban acá, estaban adentro. Después aclaró que no había querido decir exactamente eso. También hay mucha incomunicación. Juan Bedoián me contaba que Clarín publicó a María Elena Walsh cuando ella estaba prohibida. Entonces, cuando se habla de buenos y malos vale ser precavidos. Hay que tener en cuenta las razones por las cuales un escritor se queda y las razones por las cuales un escritor se va. Había una especie de acusación. Por ejemplo -creo que está en el texto de Gregorich- de que el exiliado se olvida del lenguaje, de la lengua, al estar afuera. Y eso es medio relativo. Pero Gregorich era una figura que tenía peso.

- Firmaba una columna muy recordada en la revista Humor...

- Sí, ahí ya se estaban congregando figuras como Mona Moncalvillo, José Pablo Feinmann, María Seoane, Roberto Fontanarrosa... Me acuerdo siempre de “Boogie, el Aceitoso”. Incluso Ricardo Piglia escribía a veces en Humor. Y Piglia no estuvo exiliado; Beatriz Sarlo tampoco. ¿Qué quiero decir con esto? Que muchos lograron armar su lugar.

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- Ese camino al exilio antecedía al golpe militar de 1976. ¿Cómo sucedió en el caso de Tomás Eloy Martínez?

- El golpe a Salvador Allende en Chile (11 de septiembre de 1973) se considera que es la fecha de cierre del boom latinoamericano. Pero al mismo tiempo es la época de la internacionalización. Como nunca, la literatura latinoamericana tiene un mercado fuera del continente. Hay muchos escritores que ya estaban viviendo afuera. Tomás estaba afuera antes del golpe, él se va después de escribir “La pasión según Trelew”. Cuando lo amenazan, los amigos lo ponen en un avión y él se va a Venezuela; queda en el exilio prácticamente hasta los 80. Creo que regresa recién en el 86, porque mucha gente no vuelve al principio, es como que hacen una especie de tanteo a ver qué pasaría, ¿no? Y bueno, la obra de Tomás tampoco llegaba.

- ¿La suya fue como una explosión en los 80?

- Sí, fijate que “La novela de Perón” (publicada en 1985) fue todo un tema. En ese texto Perón aparecía como un hijo bastardo... ¿Sabías que a Tomás lo agarraron a piñas? Fue en la galería de LA GACETA, en la librería que tenía Mario Kostzer. Estaba firmando libros y se peleó con Antonio Guerrero (político de extensa trayectoria en el peronismo tucumano). Eran cosas muy infantiles, pero que todavía están, ¿no? Creo que un gran valor de la obra de Tomás es haber puesto en la literatura ese personaje, más allá de que ya aparecía en algunos textos, por ejemplo en “La vida entera”, de Juan Martini, que es del 82. Pero ese es un libro muy alegórico; el de Tomás era un Perón de carne y hueso.

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- ¿Cómo fue esa transición de la dictadura al 83?

- Cuando se acerca la vuelta de la democracia, durante esa parte blanda de la dictadura -si se puede hablar de blanda-, comienzan a aparecer obras. Aparecen autores como Jorge Asís, también la Universidad de Belgrano, que era más clásica, privada, saca una colección de libros y novelas muy interesantes, donde estaban Isidoro Blaisten, Noemí Ulla, Humberto Costantini, Antonio dal Masetto.

- ¿Y en cuanto a los posicionamientos políticos?

- Había toda una serie de temas en relación con los actores, las posiciones frente a la progresía y frente a la violencia también. Por ejemplo, aún estamos debatiendo si Rodolfo Walsh era simplemente un personaje cultural que hacía un texto y después no estaba tan de acuerdo con los montoneros. Pero hay un libro muy interesante, documentado, que indica que Walsh era uno de los capos de Montoneros. Pero eso no se dijo durante mucho tiempo. Lo mismo pasa con Juan Gelman y con Haroldo Conti. Había internas con todo este tema. Las cosas de la clandestinidad permitían una serie de manejos, de juegos de poder. La militarización de las organizaciones de la izquierda ha sido fatal, era una cosa jerárquica, donde no podías discutir. Había como una especie de tentación de cerrar todo.

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- En el 84 también vino Julio Cortázar. En realidad fue una despedida, porque estaba enfermo y murió ese año.

- Sí, nosotros no sabíamos eso. Tengo una experiencia con el tema Cortázar que demuestra las contradicciones de la época. A principios de los 80 estuve en París con Gennie Valentié (filósofa y académica tucumana). A ella le habían ofrecido una conferencia en la Unesco y yo la acompañé. Bueno, una de las recomendaciones era que no visitáramos a Cortázar porque decían que en su casa se reunían los montoneros. ¿Qué quiero decir con esto? Que la misma distorsión que puede haber habido acá debe haber habido afuera.

- ¿Cómo se puede cartografiar aquel campo literario?

- Tenemos una especie de dificultad para hacer un mapa de la literatura, porque hay una sincronía de textos que no son sincrónicos. Algunos se habían escrito en los 70 y los leímos con la vuelta de la democracia. Por ejemplo “Zama”, que era anterior a muchas cosas de García Márquez, empezó a divulgarse después. Es como que nosotros quedamos fuera de circulación.

- En el 84 se produce un boom del cine argentino, se duplica la cantidad de películas estrenadas, lo mismo pasa con la música, sobre todo con el rock. ¿Ese fenómeno se replicó en la literatura?

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- Sí, se habla de un boom editorial, pero no sé hasta qué punto hay un mito de eso. Pero es cierto que surge una gran cantidad de obras. Había toda una revisión de la historia nacional, desde “El matadero” a “Facundo”. También una cuestión de cómo narrar todo esto. Estaba Osvaldo Soriano, con un tipo de escritura que permite que se difunda rápidamente. Juan Martini escribe “La vida entera”, una obra magnífica donde trabaja con una especie de arrabal. Todos son prostíbulos, gángsters, hay una mujer que baila y que imana sangre, evidentemente es Eva Perón. Todo está puesto alegóricamente. Después Martini tiene una serie de libros sobre el exilio que también son muy buenos. Aparece la obra de Andrés Rivera, con títulos como “En esta dulce tierra” o “La revolución es un sueño eterno”. Es de otra generación, totalmente distinta a la de Martini, y sin embargo coexisten.

- ¿Dónde se ubica Ricardo Piglia en este panorama?

- No sé cuántos entendieron “Respiración artificial”, un texto tan alegórico, tan trabajado, que eludió la censura. Y a la vez estaba “Flores robadas en los jardines de Quilmes” (de Jorge Asís), que era básico. Entonces Piglia aparece con una propuesta distinta, muy intelectual. En mi opinión, Piglia es mejor teórico de la literatura y crítico que escritor. Y eso que tiene algunos cuentos maravillosos. Pero para mí sus libros de crítica, como “El último lector”, “Crítica y ficción” o “Las tres vanguardias”, son hermosos.

- ¿Qué pasa en todo este período con la cima del canon? Borges, Bioy Casares, Sábato...

- Es que hay varias cimas. Una es la que estás nombrando. Ellos están ahí, eran intelectuales.

- Estuvo ese famoso almuerzo de ellos con Videla...

- Sí, en su momento me puse furiosa por eso. Pero al tiempo Octavio Corvalán me contó que ahí se había pedido por la situación de Antonio Di Benedetto... Bueno, Borges era un tipo de derecha. Cuando lo visité me dijo que no sabía que había desaparecidos. Después hizo un mea culpa. En realidad él vivía fuera de todo, pero molestaba bastante al poder. Cuando entré a trabajar a un colegio a mí me prohibieron que diera Borges.

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- Hablaste de otras cimas del canon...

- Claro, por otro lado estaba Abelardo Castillo, que tenía una revista importante. Liliana Heker va a escribir “El fin de la historia”, una novela sobre una guerrillera. Son como extremos. Está la literatura casi naturalista, por ejemplo de Rivera, donde Castelli tiene la lengua podrida por el cáncer. Y por otro lado una literatura como la de Martini, que sigue una línea fantástica, pero de una fantástica diferente, que no tiene nada que ver con los cuentos del siglo XIX, sino con una lectura de lo real. Es como que en Martini está todo el tiempo la historia argentina, pero tan cifrada que no es de fácil acceso.

- ¿Qué otras figuras emergen con fuerza?

- César Aira es un fenómeno aparte, porque hay amantes de Aira y detractores de Aira. Me gustan algunas obras de Aira, pero no todas, creo que a veces escribe folletinescamente. Otro de los que pegan mucho es Juan José Saer, un personaje con una gran localidad, con un vínculo muy fuerte con Juan L. Ortiz, su obra tiene mucho que ver con Santa Fe. Él se exilió en Francia. “Los Pichiciegos”, de Fogwill, forma parte de la serie de obras que aparecen con relación a Malvinas, un tema en el que la posición de los intelectuales de la izquierda es ambigua, no saben cómo actuar frente a eso. Y están obras como la de Sergio Bizzio; Marcelo Cohen y “El país de la dama eléctrica”, que trabajaba mucho el tema del rock. Y después Antonio Marimón y “El antiguo alimento de los héroes”, una novela sobre la tortura que no es de fácil acceso.

- A la vez, ¿cómo se ubican las mujeres?

- Nombro tres. Una es Libertad Demitrópulos, que escribe “Río de las congojas”, una obra fantástica, maravillosa. Creo que ella no volvió a escribir una obra tan buena como esa. Otra es Martha Mercader, que en los 80 publica “Juanamanuela, mucha mujer”. Y no sólo eso, escribe varios textos, uno de ellos sobre una violación que había sufrido. La tercera es María Rosa Lojo, en el terreno de la novela histórica, pero ella escribía poesía en esa época.

- ¿Cómo ves a la distancia esa etapa de la literatura?

- En los 80 pasa algo que no sólo tiene que ver con Argentina, ya lo había anticipado Walter Benjamin, y es que la narración va a ser sustituida por la información. Está todo el tema del periodismo. Y paralelamente empieza a aparecer el negocio de la memoria, esa literatura testimonial que es realmente abundante. Me acuerdo de que en esa época los estantes de las librerías estaban llenos de literatura testimonial. Comienzan a aparecer los testimonios, primero desde la épica, y después una revisión de la militancia. Otra cuestión es la alfaguarización. O sea, Alfaguara publica en Argentina el libro argentino, en Chile el libro chileno. El mercado comienza a marcarnos también. O sea, no volvemos a los 70.

- Mirando las cosas en perspectiva, ¿qué reflexión te queda?

- Quizás el principal debate entre los escritores fue el tema del exilio y el insilio. Creo que cada uno ha hecho lo que ha podido y las obras de cada uno han recibido la nutriente de lo que han podido hacer. Pero el 83, el 84, representaron una vuelta a la vida, aunque el cambio fue muy grande y asumirlo resultó muy complicado para todo el mundo. Pienso que nos faltaría hacer lo que en su momento han hecho los escritores, que es sentarse y hablar de todo lo que nos pasó.

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