Cioran y Borges
Se conocieron por su común amigo Henri Michaux. Los unía una melancolía mordaz; también el humor y la ironía; el escepticismo -evidente en uno, subyacente en el otro-; autores leídos con devoción -Mainlander, Nietzsche, Schopenhauer-; una admiración mutua y un interés particular por el budismo.
Por Alina Diaconú
Para LA GACETA - BUENOS AIRES
Cuando un 8 de abril de 1911, un niño nacía en un pueblo de pastores de Transilvania, otro niño, en la otra punta del mundo, Buenos Aires, estaba por cumplir 12 años. El primero se llamaba Emil; el otro, Jorge Luis. Ambos serían escritores, pensadores, primeramente secretos, luego célebres en el mundo. Con el tiempo, el destino los juntaría.
Mientras, en el 21 de la rue Odéon de París, yo subía seis pisos por escalera, emocionada por conocer a Cioran en persona, después de haberme emborrachado con su lectura, Borges apareció en mi mente.
En nuestra primera charla (1985) -que abarcó temas muy diversos- Cioran me contó que le gustaba mucho Borges y que estaba por escribir unas líneas acerca de él.
Un año más tarde, Gallimard publicaría su libro Exercices d’admiration donde, precisamente entre las personas admiradas por Cioran aparece Borges a través de una carta a Fernando Savater, titulada: El último de los delicados.
Cioran dice allí: “La desgracia de ser conocido ha caído sobre él. Merecía algo mejor, haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. (…) Si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado”.
Cioran era un devoto de Mainlander (discípulo de Schopenhauer), autor de una Filosofía de la Liberación, suicida además, asunto no menor para él. Había leído un texto de Borges sobre ese autor a quien él creía ser el único en conocer. Ese hecho lo hermanó instantáneamente a Borges y lo llevó a El Aleph, para seguir indagando en su obra.
“Lo que más aprecio en Borges, es su facilidad para abordar las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno, desde el momento en que él mismo es el centro de todo (…) El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schlegel hoy, se halla adosado a la Patagonia! - ironizó.
Sé, por propia experiencia, la atracción de Cioran por la Patagonia, algo así como el confín del mundo para un europeo; lo que para un sudamericano sería la Cochinchina.
Su carta a Savater, concluye: “Borges podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe una utopía a la cual me adhiero con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitaría a él, uno de los espíritus menos graves que han existido, el último delicado”.
El encuentro
¿Cómo se conocieron personalmente? El encuentro se debió gracias al amigo en común, Henri Michaux. Este último le estaba agradecido a Borges por haber traducido al castellano su libro Un bárbaro en Asia. Cuando en la Sorbonne le entregaron a Borges el doctorado Honoris Causa (1977), Michaux acompañó a Cioran al evento.
“Yo no lo imaginaba así -confiesa Cioran -. Borges es un hombre divertido y humilde, que no se toma en serio. Yo creo que no tiene conciencia de la influencia de su obra en toda la literatura contemporánea, y menos de la revolución que su manera de escribir significó en la lengua española.”
Ambos se vieron luego en otras oportunidades. En el prólogo que María Kodama, fallecida hace poco, escribió a mi libro Querido Cioran - crónica de una amistad (inédito aquí), expresa: “Recuerdo cuando Borges y yo, estando en París, nos encontramos con Cioran. Fue una experiencia inolvidable escuchar las opiniones de ellos sobre distintos autores, algunos amados por ambos, otros no. En uno de esos encuentros, Cioran le comentó a Borges que había leído su obra y que lo admiraba por la precisión de la prosa, por el pensamiento que revelaba a través de las narraciones y por su poesía. Al salir, Borges me dijo que cuando elogiaban su obra, pensaba que lo hacían por cortesía, pero que cuando un hombre con la personalidad de Cioran la elogiaba, era porque realmente lo sentía así. Nunca olvidaré la emoción con la que me dijo esto, una emoción cercana a las lágrimas”.
Como anfitrión, Cioran era un hombre alegre, sociable cuando se sentía a gusto, extrovertido, afable, con mucho humor, seductor. Borges, a quien también tuve el gusto de conocer y de entrevistar (hay un libro mío publicado en Francia, con una extensa conversación que mantuvimos en el año 1978) impresionaba como todo lo contrario: introvertido, vacilante, con una voz trémula y con un leve tartamudeo. Estaba, además, limitado por su ceguera. Lo que sí ostentaba era un notable sarcasmo.
Cioran dijo de sí mismo: “Soy un filósofo aullador. Mis ideas -si ideas son- ladran. No explican nada, explotan”.
Borges, en cambio, afirmó: “Yo soy una persona muy torpe para la expresión oral (sin embargo, dio muchas conferencias y concedió un sinfín de entrevistas). Estoy ciego - decía-, la mayoría de mis contemporáneos han muerto; soy un hombre tímido”. En los reportajes y en varios de sus escritos se encuentran descripciones autorreferenciales. Siempre habló de dos Borges. Él como persona y el otro, su doble, el de la imagen.
“Me gustan los relojes de arena, los mapas, las etimologías, la tipografía del siglo dieciocho, el sabor del café y la prosa de Stevenson. El otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor”. En su famoso texto “Borges y yo” manifiesta: “Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil. Yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. (…) Hace años yo traté de librarme de él (del otro) y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito. Pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página”.
A pesar de las grandes diferencias que, en lo personal los separan, hay unos cuantos puntos en común que encuentro entre Cioran y Borges. Los unía una melancolía mordaz; el humor, la ironía; un escepticismo muy reconocido en Cioran, pero subyacente en el caso de Borges. Y también, durante largas épocas de sus vidas, el insomnio. Entre sus otras coincidencias, están los autores que ambos admiraban: Mainlander, Nietzsche, Schopenhauer.
El escritor y diplomático Abel Posse, fallecido hace poco, con quien me veía, llamaba a Cioran “el hermano filósofo de Borges”.
Creencias y nihilismo
En cuanto a sus creencias, Borges siempre se definió como un agnóstico y Cioran fue -a mi entender y según varios ensayistas- un místico, un espíritu religioso sin religión.
Llama la atención, sin embargo, al leer a Borges, las innumerables menciones a Dios que aparecen. En Cioran, su desesperación por no creer en Dios, es absolutamente explícita. Con lo cual es fácil deducir que Cioran se lamenta por lo que, en el fondo, desearía: la existencia de un Dios.
Personalmente, me parece que lo más importante que unió a ambos fue su interés por el Budismo.
En mi primera charla con Cioran, me dijo: “Yo no soy nada, pero si fuera algo sería budista. Lo que más me influyó en mi vida fue el budismo. No lo soy porque no soy nada, pero el budismo me marcó por esto: primero, por la vida de Buda, porque yo también durante toda mi existencia he sido marcado por las experiencias de ver un viejo, un enfermo, un muerto. Y luego, por el proceso que lo llevó a Buda a la liberación. Yo no he tenido las mismas experiencias, pero he sido tentado por los renunciamientos. No, no renuncié. Vivo entre contradicciones. Como usted, vengo de un país bastante primitivo y, a pesar de ello, viví las contradicciones de los civilizados”.
Borges escribió mucho sobre el Budismo y entre sus siete famosas conferencias que dio en el Coliseo de Buenos Aires, hay una dedicada íntegramente al Budismo. Le impresionaba, en primer término su longevidad -más de 2.500 años-, lo atribuía no sólo a las causas históricas -en su opinión, fortuitas y falibles- sino a su esencia: la tolerancia del Budismo, una tolerancia que no aparece en ninguna otra religión.
Él también, como Cioran, confesó que creía en la verdad histórica de Buda. Dijo: “Yo creo que hace 2.500 años hubo un príncipe del Nepal llamado Siddartha o Gautama, que llegó a ser un Buda, es decir, el despierto, el lúcido, a diferencia de nosotros que estamos dormidos, que soñamos ese largo sueño que es la vida.(…) El Budismo además de ser una religión es una mitología, una cosmología, un sistema metafísico, o mejor dicho, una serie de sistemas metafísicos”.
Cioran, en El aciago demiurgo, escribió: “En el sermón de Benarés, Buda cita entre las causas del dolor la sed de devenir y la sed de no devenir. La primera se comprende, pero ¿la segunda? En el fondo, perseguir el no-devenir equivale a liberarse. Sin embargo Buda no alude al objetivo, sino al camino en sí, a la búsqueda y a la obstinación en la búsqueda. Por desgracia, en la senda de la liberación, sólo la senda es interesante”.
En su charla sobre el Budismo, Borges menciona las cuatro nobles verdades de Buda para nuestra salvación: el sufrimiento, su origen, su curación y el medio para lograrlo.
Borges también admira la idea de la transmigración, “un gran tema para la literatura - aseveró-. La vida es, forzosamente, desdichada, ya que ¿qué es vivir? Vivir es nacer, envejecer, enfermarse, morir y luego otros males, entre ellos uno muy patético: no estar con quienes queremos, que para el Buda, es uno de los más terribles”.
En su libro Ese maldito yo, Cioran aclara: “Cada vez que leo un texto budista, me dan ganas de volver a esa sabiduría que intenté asimilar durante un largo período de tiempo, la cual inexplicablemente, me ha desviado en alguna parte. En ella reside no la verdad, sino algo mejor…Y a través de ella se accede a ese estado en el que uno se halla puro de todo, en primer lugar de ilusiones”.
El final
Borges murió de cáncer, a los 87 años, en la ciudad que para él representaba la felicidad: Ginebra. Cioran murió tras un mal de Alzheimer, a los 84 años, en París.
Qué ironía del destino que un hombre como Cioran -que me confesó que “cuanto más se avanza en la edad, más se recuerda”-, haya entrado en esa enfermedad que es un túnel del olvido.
Pero hay algo más que los unió también en el ocaso: ambos entraron “en el gran mar” en el mismo mes: junio. Borges, el 14 de junio de 1986. Cioran, el 20 de junio de 1995. Casi 12 años separaban sus edades. Y casi 12 años separaron las fechas de sus muertes. Creo que, de alguna manera y por esa razón, Borges se reconocía en Cioran y Cioran en Borges. Pero más allá de sus afinidades y de sus discrepancias, con su desaparición física, no desaparecieron. Todo lo contrario: erigieron la eternidad de los más sobresalientes pensadores del siglo XX.
© LA GACETA
Alina Diaconú - Escritora y columnista argentina nacida en Rumania. Su libro más reciente es Estrellas voladoras - Apotegmas (Ed. Galáctica).