MISECELÁNEA
LENGUAS VIVAS
LUIS SAGASTI
(Eterna cadencia – Buenos Aires)
El autor de este texto erudito e inclasificable que, como la galera de un mago, despliega pequeños relatos enhebrados, construye un tapiz cuyo leitmotiv es el campo de la lengua en toda su dimensión material.
Pero no es el metalenguaje, ese “intento de explicar botánica con flores de plástico”, el camino que elige, sino la composición poética con fragmentos yuxtapuestos, como el recuerdo de la letra redonda de la maestra de primer grado que nos deja extasiados, junto al pizarrón borroneado por Wittgenstein durante la explicación de su Tractatus o al pizarrón gigante, escrito en su totalidad por un maestro chino, con las transformaciones culturales de su país.
Descubre en la lengua Amhárica, de la sabana africana, letras como huellas de animales, escritas de izquierda a derecha, “como avanza la noche en un mapa”, al revés del árabe, cuya escritura recuerda a “un oleaje que avanza con el sol”.
Encuentra los modos que las mujeres hallaron para preservarse en momentos de peligro, en las lenguas secretas como el Nü shu, el idioma creado por las mujeres en China, en el siglo III, que fuera descubierto en 1984 y mandado a destruir por el PC, en las lenguas asediadas como el selknam, en las inventadas como aquella en la que escribe Agota Kristof su diario íntimo o en los versos de su marido desterrado en Siberia que Nadiehzda Mandelstam recita, mientras atraviesa los pueblos, escapando de la policía, para protegerlos del olvido.
Reconoce en ese palimpsesto que es el manuscrito de un autor, las cicatrices de un cuerpo, con sus tachaduras y enmiendas, donde se puede acceder a su pensamiento en acción y en el manuscrito de Los hermanos Karamazov, con el dibujo de una catedral, el mapa de sus ideas y sostiene que leerlo sin saber ruso mejora la lectura, como cuando imaginamos la letra de una canción cuyo idioma desconocemos. O en el mapa de las constelaciones que guían al viajero para volver a su casa, la pulsión humana por contar historias. Y en la famosa foto de Henri Cartier-Bresson del salto sobre un charco de agua, en el que un cuerpo y su reflejo aparecen apenas separados, la metáfora del ideal de sinonimia que persiguen los diccionarios.
El último capítulo, de una belleza trágica, relata la muerte de su hermano a los 21 años, que lo dejó sin palabras. “De lo que no se puede hablar es mejor callarse la boca” dice el aforismo con el que termina el Tractatus. Quizás este libro sea el largo camino que se propuso desandar desde aquel acontecimiento atroz.
© LA GACETA - María Eugenia Villalonga