El psicoanalista apaga con paciencia cada brasa del cigarro. Encoge la tristeza entre sus manos, pensando que ya no lo volverá a ver, pero simultáneamente un conato de alegría le zigzaguea el rostro porque el muchacho de 21 años ha encontrado su camino. Se levanta de su butaca, le tiende una mirada afectuosa y le dice: “Buena suerte, hijo. ¡La vida te espera!” El joven cierra la puerta de los miedos y se va murmurando: “para poder tocar el piano, debo aprender en primer lugar a quererlo”.
1903. Febrero, 6. Los rugidos del volcán de Chillán cesan ese martes para que se puedan escuchar los chilenos chillidos de un bebé. Apenas tiene 5 años, cuando se sorprende interpretando la Sonata en Do mayor de Mozart. Las lágrimas florecen en los ojos del presidente Montt. “A este niño hay que becarlo”, dice. Martin Krause, antiguo alumno de Franz Liszt, le abre los brazos a los 8 años en el Conservatorio Stein de Berlín. Como es huérfano de padre, tres mujeres lo acompañan (su hermana, su madre y una tía). En 1916 cuelga en su pecho la medalla de Oro “Hollander” y cinco años después se lanza a la conquista del mundo.
Pero algo no funciona. Bloqueos emocionales le ponen zancadillas a sus dedos y a sus nervios. Fracasa en Estados Unidos. Está angustiado. “El análisis me mostró que la inhibición que me impedía expresarme al máximo, estaba ligada a la vanidad. Yo quería agradar y tenía terror de no lograrlo”, piensa.
Las huestes hitlerianas avanzan. “La Alemania de aquella época era una explosión de la creatividad humana en todas sus formas. Cuando Hitler llegó al poder, en pocos meses se desintegró toda esa fuerza creadora, esa floración maravillosa. Dijeron que era degenerada y de inspiración judía”, dice.
1937. Ruth Schneider es una cantante que perturba sus latidos. Los corazones se unen en al altar y dan a luz dos hijos. Pero el nazismo le ofusca su alma democrática y afinca sus dedos en Vermont (Estados Unidos). Su fama se agiganta.
Otoños tucumanos
Para los otoños tucumanos no es un desconocido. 1932. Ese martes 7 de junio, los duendes beethovenianos se agitan en el Sol menor del piano y conversan con la Filarmónica, guiada por Carlos Olivares. Los aplausos se ponen de pie en el teatro Belgrano para saludar la labor del solista. En la velada dominical del día 5, ha interpretado el Rondó en Re mayor, de Mozart; la Sonata N° 7 en Re mayor Op. 10, de Beethoven; dos Estudios y el Scherzo en Si menor, de Chopin; Danseuses de Delphes y Jardin sous la pluie, de Debussy, Allegro Bárbaro, de Bela Bartok; El Puerto y Triana, de Albéniz.
La expectativa que ha despertado su fama mundial “no ha sido defraudada, sino que, por el contrario, se podría decir que nos ha dado más de lo que esperábamos… se trata de uno de los artistas más completos que en su género hemos oído. Sólida musicalidad, fraseo claro, expresivo y sin afectaciones, su técnica sorprendente; su ductilidad de espíritu y evidente cultura, le permiten abarcar con éxito la interpretación de todos los estilos. Una de sus más notables condiciones, es la singular belleza de sonido… nos había dado la impresión de un pianista estupendo pero su actuación en el concierto sinfónico interpretando a Beethoven nos parece que lo eleva más todavía. Párrafo aparte, merece el elogio la orquesta que lo acompañó bajo la dirección del maestro Olivares como pocas veces estamos acostumbrados de oírla”, dice la crónica de LA GACETA.
1942. Víspera de la fecha patria. Los Conciertos en Sol mayor, del genio de Bonn, y en La menor, de Schumann, despeinan la emoción en la viaja sala de la Academia de Bellas Artes, ante el asombro de Enrique Mario Casella, Alex Conrad y Luis Gianneo, ese domingo de gala. “Se encuentra en pleno dominio de sus excepcionales facultades… los elogios respecto a la calidad de su sonido, la claridad de su expresión, su manera de decir y sobre todo, la comprensión de los estilos de los autores, a quienes sirve con gran fervor y respeto, han sido muy merecidos”, señala la larga crónica de LA GACETA del 25 de mayo.
1944, agosto 3. El avión que va a Lima se detiene en el aeropuerto Benjamín Matienzo para darse un respiro en nuestro aeropuerto. El músico uruguayo Casella y el cónsul peruano Julio Castillo lo saludan al gran chileno.
“Cuando un alumno no logra sentir un fraseo musical, le pido que intente tararearlo y muy a menudo consigue trasponer al piano esa respiración. No tocamos sólo con los dedos, sino con todo el cuerpo y este debe estar en contacto con la profundidad del alma. Debemos sentir todo este peso sobre el teclado”, explica.
Esa vanidad
Sus grabaciones circulan ya por todo el planeta. Es matemático y cerebral, según los norteamericanos. Ocurre que no es espectacular como ellos lo desean, pero otros auditorios hincan sus rodillas ante su teclado. “Hay que luchar contra la tentación de la vanidad y la búsqueda vana del aplauso. Procuro leer cuatro horas diarias, pero necesitaría 10 horas y tres pares de ojos para mirar. Cuanto más ampliemos nuestro horizonte, tanto más lejos podremos llegar en la profundización del arte de la interpretación, tanto más desarrollaremos la intuición musical. A veces algo nos parece oscuro en una partitura, cuyo sentido se nos escapa. De pronto, la visión o el recuerdo de un paisaje o una obra de arte nos da una clave”, sostiene.
1984. El pueblo chileno abraza a su hijo por primera vez desde su partida. Esconderá el llanto en alguna sarabanda de Bach. La magia de 81 años sigue intacta. “Tomo algunas vitaminas y sobre todo, mucha música. Interpretar no es reflexionar sino sumergirse en el corazón de la música”.
1991. Junio 9. Molestias intestinales. Complicaciones en la operación. El domingo aún no ha madrugado en Austria. “Yo me entrego a Dios no sólo como artista, sino como ser humano en todos los momentos de mi vida. Para ser santo, hay que renunciar a todo en la vida y entregarse a Dios. Para ser artista, hay que renunciar a uno mismo y entregarse al arte”, piensa. El nocturno en Do sostenido menor, de Federico Chopin, amasa sus sueños en el hospital de Styria y comienza a correrle las cortinas de la nada.