El peor candidato no es aquel que demuestra impericia. El peor de todos es aquel que no ve, que no escucha y el que no empatiza con la sociedad. El que aún consciente de todos esos desaciertos, no cambia ni recapacita.
Esta semana, todos aquellos que competirán este domingo por uno u otro cargo recibieron un cachetazo de realidad. El brutal asesinato de una niña de 11 años expuso el oportunismo y las miserias compartidas. Desnudó el diálogo de sordos y la distancia de la clase política respecto de los verdaderos asuntos que angustian a los argentinos. El crimen de Morena exhibió lo que todos saben pero nadie admite: la culpa es de todos. Seguramente, de algunos más que de otros.
Pero cuando uno tiene un sistema en el que la mayoría de los indicadores lo muestran como uno de los peores de la región, pero unos lo niegan y otros hablan como si no tuvieran ningún grado de responsabilidad, la simple lógica indica que esos candidatos pueden ser los peores. Hagamos un juego: ¿hay algún candidato así a su alrededor?
Lamentablemente los ejemplos, particularmente en estos últimos días, se multiplicaron. Desde el ministro de Seguridad de la Nación preguntándose en las redes sociales si habrá o no elecciones este domingo a referentes de la oposición vinculando a una diputada kirchnerista con menores que delinquen. Lo de Aníbal Fernández, el jueves, fue preocupante. “¿Habrá elecciones el domingo?”, inquirió el funcionario a partir de una protesta que afectó el servicio de trenes en Buenos Aires. Las acusaciones en fila de los referentes bonaerenses de Juntos por el Cambio hacia Natalia Zaracho, la diputada cartonera, solo por haber defendido a un menor de 14 años al que vincularon erróneamente con el crimen de Morena, son aún más repudiables.
El corolario es la reaparición de esa pelea de egos entre Mauricio Macri y Cristina Fernández de Kirchner, empecinados en no dejar que el país se libere del ancla que significa la grieta política. Como si los argentinos no tuvieran demasiados sobresaltos diarios y nerviosismo, los ex presidentes se gritonean y responsabilizan como hermanos por un jarrón roto.
Desde que la noción del voto democrático se impuso a cualquier otra forma de sucesión en el poder, la idea generalizada es que a ese lugar de decisión deben llegar los mejores. Pero los argentinos y los tucumanos, o al menos buena parte de ellos, asistirán a estas Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias sin esa percepción. Todos los analistas coinciden en que el desánimo, la apatía y la falta de expectativas de que algo vaya a cambiar con el voto caracterizan este proceso electoral. Así, establecer alguna previsión medianamente seria respecto de lo que puede pasar en las urnas mañana resulta muy difícil.
Lo admiten los oficialistas y los opositores de todos los colores y matices: el comportamiento de la sociedad es un enigma y un peligro latente. Porque si bien el enojo se ensaña con quienes hoy gobiernan, también desparrama bronca hacia quienes alguna vez lo hicieron o simplemente forman parte del sistema. En ese marco, este domingo algunos podrán declararse ganadores, pero lo cierto es que todos serán los perdedores.
Ese temor es transversal a todos los que mañana pondrán en juego sus aspiraciones electorales. Por eso muchos optaron por un perfil sumamente bajo y otros ni siquiera se mostraron. Incluso lo repitió el propio Juan Manzur esta semana en algunas de sus conversaciones. El gobernador saliente, un poco cegado por su rivalidad con Sergio Massa, sostiene que nadie en el Gobierno está manejando las variables económicas en el país. Los ejemplos le dan la razón en ese rezongo: productos básicos como la carne y el combustible aumentaron de precio en los días previos a una jornada de votación y la inflación tomó impulso nuevamente antes de las PASO. La preocupación en el oficialismo es palpable y se traduce en yerros de gestión. En Tucumán, sin ir más lejos, el paro de los docentes y la movilización masiva a la plaza Independencia es una muestra concreta. Los testimonios de los maestros no dejan lugar a dudas: la bronca, la impotencia y el hartazgo ya no se calman con relatos o discursos, por más convincentes que puedan ser. La falta de respuestas y las ausencias, en este contexto, se pagan en las calles.
Esa orfandad que genera la gravedad de la situación se traslada también a las PASO. En el oficialismo y en la oposición se llega al día de la votación sin saber quién condujo la campaña. Osvaldo Jaldo intentó suplir ese vacío que dejó Manzur, pero sin mucha constancia. Así, se vieron situaciones inéditas a lo largo de estos últimos días. Por ejemplo, actos a los que no fueron invitados los candidatos del espacio, como el almuerzo del jueves que organizó Christian Rodríguez; u otros a los que no asistieron ni Jaldo ni Manzur, como el del miércoles a la noche organizado por el espacio de Fernando Juri. Enfrente, Juntos por el Cambio se debate entre el corte de boleta y las traiciones entre radicales y aliados, porque nadie lidera en el espacio. En una campaña normal, jamás se hubiesen permitido estos gaffes.
Esto se complementa con un factor para nada menor, como la falta de recursos. Si militar por un candidato en estas circunstancias ya es duro, hacerlo sin dinero es directamente una utopía. En el oficialismo hoy solo se escuchan rezongos y advertencias de que mañana puede “pasar cualquier cosa”. Y en la oposición no saben cómo sacar a la ciudadanía de la modorra política. En definitiva, como definen los encuestadores, un público demasiado silencioso puede dar para cualquier cosa.
En particular, porque en el medio se asistió a una campaña agresiva y con candidatos que demostraron una vez más su necesidad de hablar de todo en lugar de escoger la prudencia. Por eso, la inercia llevó a que la realidad y la cotidianeidad que padecen muchos argentinos se impusieran en el tramo final de la carrera a las PASO. Entonces la política, casi de prepo y a regañadientes, se debió callar. Hay que entender que, en ciertas ocasiones, es mejor el silencio.