La Argentina se aproxima a un momento único en su historia reciente por la confluencia de tres procesos. El primero, las cuatro décadas de democracia, un aniversario que como ocurre con los caprichos del sistema decimal, genera un inevitable espíritu revisionista. Sin embargo esta vez, más allá del incuestionable logro de haber consolidado un sistema institucional, la mirada retrospectiva encuentra al país en un contexto muy diferente en comparación con el clima que había en 1993, 2003 y 2013, con menos expectativas y más desánimo.
En segundo lugar, la elección presidencial de este año, destinada a ser la más decisiva en lo que va de este siglo. Prima la percepción generalizada de que no se trata de una votación ordinaria, sino que hay mucho más en juego; que no es una mera decisión sobre boletas y candidatos, sino que está sobre la mesa de discusión el rumbo definitivo del país, después de un ciclo de alternancia en el poder que no arrojó los resultados esperados.
Y por último, la situación que atraviesa la Argentina por su prolongado estancamiento económico y la profunda transformación social que experimentó. Estas variables se conjugaron en los últimos tiempos para generar una sensación de extravío y de pérdida de sentido como nación, que acompaña resignadamente una crisis que parece no estallar, sino que se manifiesta como una declinación progresiva e interminable […].
Estas señales estimulan el ejercicio de tratar de entender las razones por las que la Argentina llegó a este estado. ¿Por qué dejó de funcionar virtuosamente, si es que alguna vez había logrado hacerlo? ¿Fue producto de una matriz institucional disfuncional, o de una dirigencia incapaz que extravió su responsabilidad de liderazgo? ¿Fue la ausencia de diagnósticos acertados, o la instrumentación de políticas económicas erradas? ¿Quizás los debates entre industrialismo mercadointernista y agroexportador, o entre fiscalistas y distribucionistas? ¿Fueron las tensiones entre el presidencialismo concentrado y el federalismo provincial lo que impidió generar un ciclo vigoroso? ¿O acaso la oscilación irresuelta entre la tendencia al populismo nacionalista y el impulso del liberalismo globalizador? ¿Fue la falta de figuras de mayor estatura intelectual y moral en la dirigencia nacional? ¿O también le cabe la responsabilidad a una sociedad reactiva a los cambios y proclive al statu quo, que impidió implementar reformas que modernicen las normas y las dinámicas productivas? Son muchas preguntas porque son variadas las razones, pero los debates que detonan son útiles para tratar de desarrollar un diagnóstico de múltiples entradas.
Por detrás de ese ramillete de inquietudes, emergen dos interrogantes decisivos, que operan como una interpelación frontal. El primero: ¿cuánta crisis es capaz de soportar el sistema político e institucional sin perder su sentido? No es un planteo destinado a invalidar la democracia como expresión republicana, un trauma que la Argentina afortunadamente ya superó. Se trata de un enigma mucho más profundo que tiene que ver con el riesgo de lesionar su nivel de representación por la imposibilidad de transformarse en un mecanismo virtuoso frente a las demandas sociales. El peligro de convertirse en un dispositivo formal pero vaciado de valor. Lo que el filósofo Santiago Kovadloff define como “reencarnar el ideal del sentido cívico de la Constitución Nacional en la experiencia de la gente”. Las instituciones deben evolucionar en letra viva para mantener su significado. Y en ese camino se ha producido un inocultable deterioro. Como decía Enrique Fuentes Quintana, vicepresidente español al frente del área económica en la época del Pacto de la Moncloa: “O los demócratas acaban con la crisis económica, o la crisis acaba con la democracia”. El sociólogo Eduardo Fidanza hizo una adaptación de ese mismo concepto al plantear: “En 1983 para lograr desarrollo había que tener democracia, y esa es la gesta de Raúl Alfonsín. En 2023, hay que tener desarrollo porque la que está amenazada es la democracia”. La irresolución del estancamiento económico y del retroceso social ya no es inocuo para el sistema, porque existe una afectación funcional. Es lo que se expresa en el arraigado descontento ciudadano, y también en la merma en la concurrencia electoral que se evidenció en las elecciones provinciales de este año.
*Fragmento del libro La última encrucijada. Los dilemas de la democracia argentina (Planeta)