Francisco Artemio tiene 77 años y desde hace medio siglo corre todos los días de su vida. Dice que correr le ha enseñado que siempre se puede dar un paso más. Hace seis años, el cáncer le quitó una hija. "El ser humano no está preparado para la muerte de un hijo. Puede soportar cualquier otra, pero esa no". Una historia para entender cómo el deporte puede ayudar a atravesar los momentos difíciles. "Lo admiro muchísimo", dice uno de sus nietos.
30 Jul 2019
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MEDIO SIGLO CORRIENDO. Francisco Artemio. 77 años. Cuatro hijos. Seis nietos. Tapicero, empresario, panadero y corredor. Una historia para entender cómo el running ayuda a alejar el dolor. FOTOS DE JUAN PABLO SANCHEZ NOLI
Francisco Artemio Parrado no recuerda exactamente la fecha en la que empezó a correr. Sabe que fue algún día de 1966, cuando tenía 24 años. Ha pasado medio siglo desde aquel entonces y jamás ha dejado de hacerlo. El jueves pasado cumplió 77 años y a sus seis nietos les pidió un regalo inusual: que esa tarde, corran con él. Inusual para todos, excepto uno. Porque Francisco Juárez -primer nieto, igual nombre y mismo espíritu-, corre a veces con su abuelo.
A Francisco Artemio le gustaba el boxeo. Tenía 16 años y se levantaba a las cinco de la mañana para entrenar sin que lo viera su padre, un tapicero de Villa Muñecas, que quería que sus hijos fuesen 'bien trabajadores'. Hasta que un día, lo invitaron a una pelea. Necesitaba plata para un toallón. Se la pidió al padre. '¿Plata? Lo que te voy a dar es una paliza', le contestó don Parrado. Y ahí se acabaron los cuadriláteros. A los 19 años, estaba casado. A los 21, habían nacido tres de sus cuatro hijos. Y a los 24, puso su propia tapicería. Habló con Samuel Grimblat, el dueño de "Mueblería Moderna", un negocio de la época. Necesitaba dinero para comprar los materiales para armar un juego de living. Al cabo, fabricaba más de 200 sillones por mes, tenía una veintena de empleados y comercializaba sus productos en otras provincias. A esas alturas, tenía, también, plata para unas zapatillas. Se anotó en el CEF 18, un centro de Educación Física ("en esos tiempos no se corría en las calles").
- Nunca más paré de correr -dice ahora, mientras trota en las calles del municipio de Yerba Buena, que está pegado a la ciudad de San Miguel de Tucumán. La cuesta es empinada. Trota tranquilo, pero no camina. Lo que sí se acuerda con certeza es porqué empezó: desde la primera vez, correr lo hizo (y lo hace) libre. Viento, sol, lluvia y libertad. Transpiración, pulsaciones, cansancio y libertad. Pensamientos, soledad, felicidad y libertad. "Yo vivía en una casita prefabricada de Villa Muñecas. Después tuve mi tapicería. La cambié por una fábrica de fideos y varias panaderías. Hoy, tengo casa, auto y moto. Todas esas cosas me dan tranquilidad. Pero no me producen felicidad. Lo que sí me da felicidad, es correr. Soy feliz por lo que hago; no por lo que tengo".
- ¿Qué siente cuando corre?
- Correr es lo mejor que le puede pasar a cualquier persona. Correr es una aventura hermosa. Usted puede ir donde quiera, con sus piernas. Yo cuando corro, siento que vuelo. Uno se siente tan libre como un pájaro. Cada mañana, me persigno y le doy gracias a Dios porque puedo seguir corriendo. Una vez que he corrido, me siento bendecido.
- Hay estudios que dicen que correr alarga la vida.
- Le diría que correr me ha rejuvenecido unos 20 años.
Son las cuatro de la tarde y el sol ha empezado a caer detrás de los cerros tucumanos. En esta época (preludio del invierno), en un par de horas esas laderas estarán apenas iluminadas por un tono rosáceo. Francisco Artemio habla con la mirada dirigida hacia allí y con los brazos cruzados sobre el pecho. Correr -prosigue- lo ha ayudado además a atravesar los momentos difíciles; a aceptar el dolor; a transformarlo en algo con lo que se pueda convivir. El ser humano -dice- no está preparado para la muerte de un hijo. Puede sobrellevar la de sus abuelos, de sus padres y hasta de sus hermanos. Pero la de un hijo, no. Él lo supo en 2012, cuando a sus 69 años tuvo que enterrar a Daniela, su cuarta hija. Ella tenía 31 años y era la menor. Adriana, Sergio y Silvina lo tratan de usted. Ella lo trataba de vos. De chiquita, le pedía que la llevara al costado de la ruta, a ver los coys que salían en invierno a calentarse bajo el sol. Estudiaba agronomía y quería poner sembradíos en uno de los campos de la familia. Tenía amigos. Desde que se fue, le falta todos los días.
Muchas veces, Francisco Artemio llora. Llora mientras corre. Las lágrimas le mojan las mejillas. Pero no se detiene: las lágrimas lo impulsan a seguir. Todo corredor sabe que detenerse no es una opción. Jamás. Cierra los ojos y sigue con los brazos sobre el pecho. Nunca hubiera superado ese golpe, sino fuera porque corre.
Francisco -el nieto- le toca el hombro izquierdo. 'Sigamos abuelo', le dice. Una o dos veces a la semana, corren juntos. Y esa frecuencia se incrementa cuando deciden prepararse para una maratón. Han hecho maratones completas, el uno junto al otro. Y eso que pasa en las carreras es lo mismo que les sucede en la vida. De alguna manera -genética o aprendida- Francisco Artemio le ha transmitido ese modo de tomarse la vida; de vivirla.
A sus 26 años, el joven dirige una de las panaderías de la familia mientras prueba suerte como futbolista: ha jugado para un equipo estadounidense y hace poco lo llamaron de un club australiano. El abuelo quiere que viaje. Que cumpla sus sueños. Que no se rinda. Que persevere. Que sea disciplinado. Que corra con fuerza. El nieto lo oye y dice: "a las cinco de la mañana, mi abuelo anda corriendo por la Perón... como si nada. Lo admiro muchísimo. Admiro su pasión. Admiro la facilidad y la felicidad con las que hace todo".
Tiene razón el nieto: Francisco Artemio es un apasionado. Él mismo define al running como su vicio. Admite que el deporte le resulta adictivo. Y que tiene una predisposición natural para mover su cuerpo. Después de correr, por ejemplo, toma clases en YouTube sobre cómo aprender a bailar rock and roll. Se para delante del televisor y ensaya los pasos. Los viernes, por la noche, los estrena en las cenas shows de los hoteles Premier o Carlos V, adonde va con sus amigos. "¡Vamos Francisco! Te enseño a volar", le grita al nieto. Y ahí se termina el relato y se van los dos, trote a trote.
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