Juan José Sirimaldi pasó de una vida de excesos a convertirse en un atleta de altísimo rendimiento. Una historia de dolor y superación.
Correr me libera el alma; me limpia la tristeza. Por eso corro. No tengo una respuesta precisa sobre cómo empecé. Creo que una cosa me fue llevando a la otra. Lo que sí sé, con exactitud, es que esto se ha vuelto parte de mi vida. Hoy, correr es mi vida.
Yo era gordo. Hace 10 años, pesaba 120 kilos. 120 kilos de
mala vida. 120 kilos de descontrol. 120 kilos de borracheras. De noche, me
bajaba una botella de fernet de litro. De tarde, merendaba dos tazas de café
con una docena de facturas. Al mediodía, comía uno... dos... tres platos. Soy
un tipo que hizo muchas macanas. Mis barquinazos eran de cordón a cordón.
Eso me costó el matrimonio. Mi primer divorcio ocurrió por
esa fecha: 1999; fue mi culpa. Me había casado muy jovencito con la mamá mis
dos hijos mayores. Ella me decía: 'querete; cuidate'. Me separé y entré en una
crisis. Un día me paré frente al espejo. No me olvido de esa imagen. No quiero
olvidarla, para que no se repita.
Este deporte es mi vida. El running me sacó de situaciones durísimas. Si en aquel momento alguien me hubiera dicho que yo iba a ganar la carrera más larga del mundo, me habría reído. Yo no era capaz de nada. De nada.
Nota de la redactora: si uno tiene enfrente al hombre que
habla y le mira los brazos, los músculos, las venas que le sobresalen, el
relato de ese ayer suena inverosímil. Como también se oye inverosímil que Juan
José Sirimaldi -hoy con sus 41 años, sus 85 kilos y su metro ochenta de altura-
llore a moco tendido enfrente de una grabadora. ¿Acaso no es él quien ha ganado
uno de los desafíos más extremos? Entonces, ¿por qué llora? Tal vez ese llanto
solo pueda ser comprendido por aquellos que -como él- corren. Porque si algo
tienen en común los corredores, es eso: sentir que se les pone la piel de
gallina con solo recordar sus épicas carreras.
En esa época, yo manejaba un camioncito en el que llevaba arena. Fui hasta la casa de mi amiga Noelia Rodríguez. Y le dije al padre, que tiene una bicicletería: 'Chori, vendeme una bici'. Y así empecé. Me levantaba a las cinco de la mañana, y me iba a la avenida Perón, en Yerba Buena, a pedalear. A las siete estaba de vuelta, bañado y subido al camión. En dos meses, bajé 15 kilos. Al principio, tenía ataques de ansiedad. A cada rato abría la heladera. Así que la llenaba con bowls: algunos tenían frutas y otros, verduras. A las seis de la tarde, cuando me agarraba un ataque, me comía una ensalada, por ejemplo. Después conocí a Marcelo Villagra, que corría carreras de trail runing. Fue mi primer entrenador. Me veía correr. Me veía pedalear. Me dijo que tenía que anotarme en un Ironman. 'Se nada, se anda en bici, se corre', me explicó. Pero yo no sabía nadar. Hablé con Gustavo Torres para que me enseñe. A la octava clase, me inscribí en un sprint en el dique El Cadillal. 'Gustavo, ¿cómo vamos a planificar mi carrera?', le pregunté. '¿Planificar quéééé? Planificá no morirte ahogado', me contestó. Y acá estoy.
Amo el triatlón. Sin proponérselo, uno supera los límites porque los límites no existen. El límite es uno. Lunes, miércoles y viernes, se corre y se nada. Martes y jueves, se pedalea. Y si te gustan las distancias largas, los entrenamientos se hacen gigantescos: los domingos, cuando me toca fondo, corro 21 kilómetros a las ocho de la mañana y otros 21 kilómetros, seis horas después. No soy un profesional. Pero el deporte me ha demostrado que si se quiere, se puede.
En 2017, al cabo de más de 30 horas de competencia, el tucumano Sirimaldi ganó el ultraman "602K", que se corre en la localidad cordobesa de Villa General Belgrano y que es considerada la carrera más extrema del mundo. La competencia está dividida en tres días. En el primero, los participantes deben nadar 10 kilómetros y pedalear otros 200. La segunda etapa consiste en 300 kilómetros de ciclismo. Y la última parte consta de 92 kilómetros de pedestrismo. El tiempo de corte es de 15 horas por día. Contarlo desde afuera suena fácil. Pero hay que estar en el rigor de esa contienda bestial, para comprenderla.
El ironman o triatlón exige que los participantes completen tres distancias: 3,86 kilómetros de natación; 180 kilómetros de ciclismo y 42,2 kilómetros de trote. Para el común de las personas, la palabra triatlón -por sí sola- implica una hazaña. Entonces, ¿cómo hace quien corre tres veces esa distancia? ¿Cómo funciona la cabeza de un hombre que durante tres días no se detiene? ¿Cómo lo logra?
Me acuerdo que estábamos en la línea de largada, en el dique Los Molinos, el segundo embalse más grande de Córdoba. Era una natación fácil: el agua estaba calma. Era una pileta; una belleza. De referencia, teníamos un bote y una boya. Cuando se nada en aguas abiertas, los primeros 20 minutos no se tiene que pensar en nada. Hay que concentrarse en esos puntos de referencia. Porque cuando uno entra al agua, pierde la noción de la distancia. Recién después, uno puede relajarse. Entonces se agarra el ritmo y se avanza tranquilo, pum, pum, pum, avanzado, pum, pum, pum. Ahí sí se piensa. Y mucho; especialmente en una carrera como esta: en mi caso, fueron casi cuatro horas de nado. Yo pienso en mis hijos. Siempre he tenido culpa. Esto te quita horas con ellos. Un montón de veces no pude buscar a Benjamín de sus fiestas de quince, porque debía levantarme temprano para entrenar.
El segundo día es el más duro. Ahí, la mayoría claudica. Son 300 kilómetros de ciclismo y con una altimetría positiva de 2.400 metros. Para darse una idea: la subida a San Javier tiene 600 metros. Es el sufrimiento extremo; la miseria. Aflora todo lo que el cuerpo puede hacer para que el deportista pare. El muro de los 32 kilómetros te aparece de a docenas. Yo tengo una teoría: cuando tu cuerpo ve que no parás con el calambre, que no parás con el dolor, que no parás con el músculo rajado, te golpea en la cabeza. Por eso, nos acordamos del tiempo que le quitamos a nuestros hijos. Es un mecanismo de defensa del cuerpo para que uno se detenga. Pero yo estaba bien entrenado. El ciclismo era mi fuerte.
El santiagueño Ignacio Deffis también pedaleaba bien. Como yo no tenía reloj, corría a sensaciones. Tenía que hacer una diferencia, sin romperme del todo porque al día siguiente me esperaban más de 10 horas, otra vez. Tenía que apretar; ceñir. Controlaba a dónde lo cruzaba, para calcular quién iba primero. Porque a esas alturas, ya estaba peleando la punta. Lo sabía. Y también sabía que no tenía que fijarme en Deffis. Es fundamental no salirse del foco. Y el foco es uno mismo. Y lo que uno hizo para llegar ahí. Si uno se sale, las cosas se complican. Además, en carreras tan largas nadie sabe si va a terminar, hasta que termina. Por más preparado que uno esté, en cualquier momento se le funde la máquina. Ese día, estuve intratable. Después de 11 horas, me bajé de la bicicleta intacto.
El domingo arranqué el trote con ganas de llorar. Al día siguiente, Sofía empezaba las clases. Yo no iba a estar en el primer día de la primaria de mi hija. Hasta ahora, había encapsulado ese pensamiento. Pero el cuerpo -agotado ya- se estaba desquitando. Es increíble lo que la cabeza te hace. Igual, corrí sin parar. Los últimos dos kilómetros, los hice por debajo de los cinco minutos. Cuando crucé la línea y me dijeron que había ganado, me cayó la ficha de todo un año de entrenamiento: ahí estaba yo, viendo cómo organizarme para correr. Ahí estaba mi entrenador, Francisco Aparicio, con las pasadas, los fondos y las 17 vueltas diarias a la Perón en bicicleta. Ahí estaban la Camila mía y Benjamín, y la Sofía y la Lucía, de mi segundo matrimonio. Ahí estaban los ochos meses en los que no paré ni un día. Ahí estaba mi pasado y mi presente.
Esa vez, Sirimaldi terminó en primer lugar. Hubo otras ocasiones en las que tuvo que conformarse con llegar. U otra, en Las Termas de Río Hondo, en la que acabó desmayado, a metros de la línea final. Son las reglas del juego. Él -y los runners- lo saben. Lo han aprendido: caerse 99 y pararse 100. Como en la vida misma, ¿no?
Soy un tipo que sufre por sus divorcios, por sus hijos, por su trabajo... pero que puede superarse. Correr es mi vida.
Algunos de los ironman más largos del mundo
Ultraman de Córdoba (602 kilómetros)
Ultraman de Canadá (520 kilómetros)
Ultraman de Florida (517 kilómetros)
Ultraman de Hawaii (515 kilómetros)