La justicia del linchamiento
El linchamiento recibe su nombre por un campesino norteamericano, Charles Lynch, que hace poco más de doscientos años condenó sin juicio a unos supuestos contrarrevolucionarios durante la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos.
Aunque en realidad el linchamiento es más antiguo, quizá tan antiguo como la necesidad del hombre de administrar justicia. Nadie sabe cuando ocurrió por primera vez, ni cuando ocurrirá por última.
En nuestro país y a la luz de los hechos, podríamos decir que el linchamiento se puso en boga como un modo de administración directa de justicia por una parte de la población que desespera ante la idea de tener que acudir a las instituciones para juzgar a un delincuente.
Ese sector, al hacer justicia por mano propia, por patada propia, por machetazo propio, se convierte inmediatamente en el reverso de lo que persigue, es decir: se convierte en una parte del caos.
En su sed por hacer justicia se sale de lo justo y cae inmediatamente en el delito.
Pero deja una sensación ambigua de haber hecho algo ante tan poco que hace el Estado. En la conciencia de la mayoría de los miembros de la sociedad existe el principio por el cual es preferible no actuar a delinquir. Es decir, el freno a la acción delictiva opera desde la conciencia del ciudadano, forjada por la educación y la tradición.
En otros casos, no se produce esa represión de impulso y entonces hace falta la Justicia fáctica o jurídica.
Entonces son necesarias las policías, los tribunales, los abogados, los jueces, las cárceles, y los otros métodos de reinserción social de aquellos sujetos que por alguna razón ha vulnerado el derecho de su prójimo.
Hoy van quedando menos testigos y más jueces callejeros, más improvisados fiscales de ojotas, apresurados y sanguinarios. Con lo cual se debilita el concepto más fuerte y operativo de obrar justamente que tiene el hombre: su conciencia.
Así, el concepto de Justicia en el linchamiento aparece debilitado. El ciudadano, víctima de la indignación de ver que la justicia institucional es tan burocrática y lenta, cuando no absurdamente inoperante y laberíntica, es tentado por la necesidad del castigo inmediato y desmesurado.
Además, algunos sostienen que el linchamiento tiene algo de justicia en sí, porque el castigo se efectiviza en el mismo momento en que el delito se comete.
La famosa Tolerancia Cero que impulsó en Nueva York el alcalde Guiliani en los noventas del siglo pasado, y con la cual bajó considerablemente los índices de delincuencia en la gran urbe, buscaba exactamente lo mismo: que el tiempo entre la concreción de un delito y su castigo fuera el mínimo posible, por mímina que fuera la infracción.
Parece que en el linchamiento esa norma de la Tolerancia Cero ha sido efectivizada, aunque de manera brutal, enfática, y por lo tanto lejana a la verdadera Justicia. Y en apariencia es más eficaz que los remansos judiciales donde se hunden expedientes a la vista de padres, madres y hermanos de innumerables víctimas fatales de la monstuosa inseguridad en el país.
Queda un ejemplo para figurar esta nota:
Un niño va con su madre a un kiosco y con su mano toma para sí un chocolate. La madre le explica que eso no es correcto y que si lo hace, va a estar robando, y que si roba Dios lo castigará, y probablemente después de su muerte no irá al Cielo sino al Infierno, donde arderá eternamente.
Ese intento de frenar la conducta delictiva por parte de la madre es débil si la comparamos con la mano amenazante del kiosquero haciendo el gesto de propinar una cachetada al niño.
Y es que la cachetada se va a hacer presente aquí y ahora, al contrario del supuesto castigo bíblico del que habla la madre, el cual a pesar de durar toda la eternidad, resultará menos eficiente a la hora del control de la conducta.
Quizá es simplemente esto lo que demanda la sociedad con la nueva vigencia del linchamiento: una justicia más rápida y eficaz, nada más que eso; ya que el enorme, kafkiano, y carísimo aparato judicial opera como esa madre tibia, teórica, débil, que amenaza pero no castiga o corrige.
El aparato judicial es un sistema que, a fuerza de ser rehén de la política, y ésta a su vez de la populosa -pero electiva- pobreza cultural (no digamos miseria aún) de una parte de la población, ha dejado olvidado el verdadero poder que ostenta, que iza como un estandarte, pero que ya no tiene, ni es capaz de ejercer.
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P.d.: esta nota fue escrita en este blog en 2014; su actualidad es una tristeza y también una urgencia.