20 Enero 2008
Para cualquier persona, ser tildada de frívola supone ser tenida por ligera, veleidosa e insustancial. No es algo para aplaudir. Es lo contrario de la sobriedad republicana, virtud que dejan rápidamente de lado quienes parecen olvidar que su deber principal -en función de la opción de vida por ellos elegida- es el de servir a sus semejantes.
En el universo de la política, la exhibición de la frivolidad puede resultar cara. No obstante, es una enfermedad que hace estragos entre los políticos. Basta contemplar la forma en que algunos de ellos se visten para comprobar lo antedicho. Hay una suerte de “uniforme” de político. Las corbatas de un solo tono o las (más caras) de Hermés son, aparentemente, parte de ese “uniforme”. Las tinturas que disimulan la verdad también.
Pero hay casos más complicados, como el que afecta ahora a Nicolás Sarkozy, amante indisimulado de las candilejas. El líder que, al asumir la presidencia, anunció “haber derrotado la frivolidad y la hipocresía de los intelectuales progresistas”, no ha acompañado sus dichos con la conducta del caso.
Un mes después de conocerse su nueva relación amorosa con Carla Bruni, la tasa de popularidad de Sarkozy cayó enormemente; según los sondeos, nada menos que 10 puntos porcentuales, razón por la cual sólo el 48% de los franceses manifiesta aprobar su gestión.
Su imagen pagó el precio de la frivolidad. Y a medida que Carla Bruni siga creciendo en sus apariciones publicitarias y lanzamientos de discos, la caída de la popularidad de Sarkozy puede aumentar.
Ocurre que la frivolidad proyecta una aureola de vacío, de falta de sustancia, y hasta de falta de dedicación a la pesada responsabilidad que supone conducir a Francia. Como si eso fuera poco, desdibuja al civismo. Hay frivolidad en las apariencias cuando aparecen amoríos reiterados; en señales algo más difusas, como el abuso de los anteojos negros; la exhibición de relojes caros; la forma de vestirse; las conductas durante los viajes; las formas de vacacionar; en los entornos sociales que se eligen y en todas las actitudes banales que pueden transmitir la sensación de que en algún personaje político hay demasiado espacio para el ocio. (Especial para LA GACETA)
En el universo de la política, la exhibición de la frivolidad puede resultar cara. No obstante, es una enfermedad que hace estragos entre los políticos. Basta contemplar la forma en que algunos de ellos se visten para comprobar lo antedicho. Hay una suerte de “uniforme” de político. Las corbatas de un solo tono o las (más caras) de Hermés son, aparentemente, parte de ese “uniforme”. Las tinturas que disimulan la verdad también.
Pero hay casos más complicados, como el que afecta ahora a Nicolás Sarkozy, amante indisimulado de las candilejas. El líder que, al asumir la presidencia, anunció “haber derrotado la frivolidad y la hipocresía de los intelectuales progresistas”, no ha acompañado sus dichos con la conducta del caso.
Un mes después de conocerse su nueva relación amorosa con Carla Bruni, la tasa de popularidad de Sarkozy cayó enormemente; según los sondeos, nada menos que 10 puntos porcentuales, razón por la cual sólo el 48% de los franceses manifiesta aprobar su gestión.
Su imagen pagó el precio de la frivolidad. Y a medida que Carla Bruni siga creciendo en sus apariciones publicitarias y lanzamientos de discos, la caída de la popularidad de Sarkozy puede aumentar.
Ocurre que la frivolidad proyecta una aureola de vacío, de falta de sustancia, y hasta de falta de dedicación a la pesada responsabilidad que supone conducir a Francia. Como si eso fuera poco, desdibuja al civismo. Hay frivolidad en las apariencias cuando aparecen amoríos reiterados; en señales algo más difusas, como el abuso de los anteojos negros; la exhibición de relojes caros; la forma de vestirse; las conductas durante los viajes; las formas de vacacionar; en los entornos sociales que se eligen y en todas las actitudes banales que pueden transmitir la sensación de que en algún personaje político hay demasiado espacio para el ocio. (Especial para LA GACETA)
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