El matemático ruso Grigori Perelman ganó en fecha reciente la medalla Fields (el "Nobel de las matemáticas"), por haber resuelto la conjetura de Poincaré, que era uno de los siete problemas del milenio. La conjetura trata sobre el espacio tridimensional, y sostiene que no se puede transformar un anillo en una esfera sin romperlo, pero que cualquier forma sin un agujero central se puede convertir en una esfera. Perelman, que dio con la solución de esa conjetura (y al resolverla la convirtió en teorema), habría sentado las bases de las matemáticas del siglo XXI, ya que su demostración contribuiría nada menos que a comprender la forma del universo. El premio que se le acaba de otorgar, que incluye 11.000 euros además de la medalla, es, por lo tanto, más que merecido. Sin embargo, Perelman lo rechazó de plano, y como todo plano -según la teoría en cuestión- es en última instancia una esfera, su "no" fue rotundo y sin fisuras.
De hecho, cuando ya se barruntaba en el mundo matemático que Perelman sería el ganador de la Medalla Fields, el presidente de la Unión Matemática Internacional le propuso a "Grisha" (como lo llaman sus amigos), de un modo muy matemático, que optara entre las siguientes tres opciones: aceptar el premio y asistir a la ceremonia de la entrega (en Madrid); aceptarlo, no asistir, y recibir la medalla más tarde; o no aceptarlo. A lo que Perelman respondió sin vacilar: "desde el principio dije que había optado por la tercera propuesta". Esto hizo que John Nash, el matemático esquizofrénico que inspiró el filme Una mente brillante, opinara que Grigori Perelman es "un matemático poco convencional" (¿creerá John Nash que Perelman es una proyección de su yo dividido?).
Pero el desinterés de este genio por los premios y el dinero ya era conocido antes de la Medalla Fields. En 1996 rechazó el premio para jóvenes matemáticos (hoy tiene 40 años de edad), de la Sociedad Europea de Matemáticas, alegando que quienes se lo otorgaban no comprendían a fondo sus trabajos. Y la misma actitud tuvo cuando le informaron que podía reclamar el millón de dólares que un magnate ofrecía a través del Instituto Clay a quien resolviera la famosa conjetura planteada en 1904 por Henri Poincaré.
"La recompensa está en la misma práctica de la virtud".
"Ocurre que el dinero no es importante para él. Está completamente absorbido por la ciencia", explicó un colega suyo, sin éxito, y matemáticos y cronistas de todo el mundo se le echaron encima a Perelman acusándolo de soberbio y egoísta: "¿No puede aceptar la plata que le ofrecen y donarla a los pobres?", dijeron muchos, entre los que no había ni un solo benefactor de la humanidad. "¿Se cree muy por encima de sus colegas, y olvida que resolvió la conjetura de Poincaré subido a los hombros del gigante llamado Richard Hamilton?", vociferaron otros, subidos a los zapatos de Perelman.Pero el genio ruso desoyó las acusaciones, y respondió sereno y distante: "el premio es irrelevante para mí. Cualquiera puede entender que si mi solución a la conjetura es correcta, no se necesita de ningún otro reconocimiento". Pitágoras había dicho a su vez: "No practicamos la virtud para obtener recompensas, porque la recompensa está en la misma práctica de la virtud". Y así como Pitágoras sacrificó un buey a los dioses tras elaborar el teorema que lleva su nombre, Perelman, 2.500 años después, sacrificó en el altar de su sabia indiferencia, honores, medallas, y fajos de billetes que, aunque verdes, ardieron en su imaginación como un montón de seca hojarasca.
Para colmo de escándalos, Perelman no publicó su solución en las revistas especializadas de matemáticas, sino que subió a internet el documento de 473 páginas que contiene la demostración de la célebre conjetura, como dando a entender que su hallazgo no pertenece a la comunidad matemática, sino a todos los hombres.
Y el caso es que Grigori Perelman, que se retiró del mundo durante ocho años para resolver un problema matemático que -según los expertos- "pudo solucionarse dentro de cien años, o tal vez nunca, dada la dificultad de la conjetura en cuestión", ahora que halló la solución, no tiene intenciones de dejar su país en busca de honores ni de recibir un solo dólar por su proeza. "No quiero ser ninguna cabeza visible de las matemáticas", declaró, sin abandonar ni un solo día el bosque de San Petersburgo en el que vive, y por el que suele pasearse en busca de hongos comestibles (¿resolvió acaso la conjetura juntando setas, así como Newton dio con la ley de gravedad viendo caer manzanas?).
El hombre antimoderno
Perelman es un genio incomprendido del siglo XXI, o simplemente, un genio, y también un filósofo, para el que poder y riqueza no son nada comparados con su pasión por el conocimiento (está en las antípodas de la raza especuladora de los políticos). Ama la soledad, tanto como la amó, por ejemplo, el pintor Paul Cézanne, que cada vez que era descubierto por la prensa huía a medianoche a un pueblo ignoto, y que, de un modo semejante a Perelman, creía que todas las formas de la naturaleza pueden reducirse a esferas, triángulos y cubos. Sostiene (para escándalo de los escritores y artistas modernos) que la "autopromoción" es perniciosa para un hombre libre, y hasta se niega a pertenecer a la comunidad matemática internacional para conservar su independencia de criterio.
En suma, Perelman, que nació en el siglo de la economía, la publicidad y las comunicaciones, es un hombre antimoderno, y como tal, un genio más incomprendido aún que las luminarias del pasado. Y quizás el misterio que envuelve a su persona pueda cifrarse en la siguiente conjetura, de la que Perelman sería la demostración viviente: "Todo hombre puede ser comprendido, pero un hombre de genio no puede llegar a ser comprendido y seguir siendo hombre de genio". © LA GACETA