Eros, el deseo

Eros, el deseo

Por Cristina Bulacio, para LA GACETA - Tucumán.

02 Diciembre 2007
Tiene algo de inquietante reflexionar sobre la complejidad de la naturaleza humana; ningún saber parece totalmente adecuado para hacerlo; así, para ahondar en ella con algunos frutos construimos una metáfora a partir de un mito platónico. La metáfora, en tanto ejerce cierta violencia sobre la representación habitual de la realidad, es útil para esclarecer e innovar significados. En El Banquete, Platón nos cuenta por boca de Diotima la naturaleza de Eros, el amor. Eros no es un dios, es un ser intermedio, un daimon, pequeño geniecillo que intercede en el comercio entre los hombres y los dioses. Eros es indigente, enamorado de la belleza y de la sabiduría; pero no es ni bello ni sabio. Hijo de Poros, la abundancia, y de Penía, la pobreza, fue concebido en el jardín de Zeus.
La naturaleza de Eros es una herencia de sus padres. Por su madre es pobre, rudo, escuálido, anda descalzo, carece de hogar y duerme en los caminos. Por línea paterna es valeroso, intrépido, viril, seductor; persigue la belleza y es pródigo en recursos y astucias. El mito platónico dice que Eros es deseo, y el deseo es carencia, impulso hacia algo que no se posee. Así, su ímpetu lo conduce a engendrar en la belleza y en la sabiduría a fin de perdurar. Mientras su pobreza e incompletitud lo empujan en la búsqueda de lo que le falta, los recursos y astucias le permiten intimar con los dioses, pero sin llegar a ser uno de ellos.
Si dejamos el lenguaje metafórico y nos acercamos a la antropología, encontramos grandes semejanzas entre Eros y nosotros. Por la pobreza heredada de Penía, su madre, somos mendicantes, frágiles y pobres criaturas descalzas, carentes de piel para protegernos del frío, de garras para defendernos; vivimos sometidos a la enfermedad y a la muerte. Sin embargo, tenemos de Poros, su padre, la riqueza de los recursos y el ímpetu necesario para sobrepasar la indigencia; además de osadía y astucia para lograr objetivos. Eros, como el hombre, es una flecha tendida hacia el universo en el intento de poseerlo.
Ahora bien, una consigna rige este universo en el que habitamos: conocer para vivir. La especie que no intercambia información con su medio, perece. En el animal, el deseo lo motoriza a buscar alimento, cobijo y procreación; en el hombre, animal inteligente, ese deseo, esa tensión hacia lo otro de sí, propio de lo vivo, se metamorfosea para ser, de modo semejante al carnal, deseo del espíritu. En el proceso evolutivo nuestra especie alcanza la inteligencia abstracta y el lenguaje, y con ello, el impulso hacia lo deseado, misterioso e irrefrenable, se transforma -como lo señaló Aristóteles- en amor al conocimiento.
Con lenguaje el hombre interpreta el mundo y se interpreta a sí mismo; este fenómeno dio como resultado las civilizaciones del planeta. La estructura conceptual lo conduce a captar un orden y a imponerle un sentido al transcurrir de la naturaleza. Todo el saber -la audacia de Eros para procrear en la sabiduría- es un intento de leer correctamente la inagotable realidad. Y estos representan uno de los riesgos de nuestra condición de intermediarios y deseantes: la sobrevivencia de nuestra especie en el planeta depende de la lectura de esos datos.

Deseo corpóreo y eternidad
El tema del deseo, abordado por Freud, no ha sido indiferente a la filosofía. Paul Ricoeur sostiene que somos "carne de deseo", pero esta condición no nos encierra en nosotros mismos, más bien, por ser una carencia, se transforma en fuerza creadora, desborda de sí misma, busca fuera de sí. Nuestro cuerpo, la pobreza heredada de Penía, además de recluirnos a un espacio y atarnos a la temporalidad, nos permite experimentar el dolor y nos promete la muerte. A su vez, osados como Poros, somos un reservorio de sentidos que nos abren a la interpretación del universo. La opacidad del deseo, siempre latente, el ir de una cosa a otra, sin sosiego, es sólo la prueba de nuestra condición finita, carnal, corpórea. Nuestro cuerpo es lo que nos clava a la tierra; es el polvo que somos, según el mandato bíblico. Somos Adán, como dice el Antiguo Testamento, y Adán quiere decir polvo.
Por eso Eros, el deseo, del que habla Platón y la filosofía, se inicia en el cuerpo; es deseo corpóreo por una razón muy simple: somos una especie biológica más y debemos buscar equilibro entre nuestro organismo y el medio externo. Ahora bien, somos cuerpo, pero no sólo cuerpo. Es el gran misterio y la paradoja que cobija la condición humana. Por su estructura deseante el hombre conlleva una permanente aspiración a trascender lo sensible; la pobreza de Penía y, junto a ello, el ímpetu del deseo lo empuja hacia otras latitudes. Entonces, ya no le basta hablar, calcular, reflexionar sobre el mundo; ya no le basta la ciencia, la poesía o la filosofía; digno hijo de Poros, audaz y busca vida, desoyendo la voz de la razón y la prudencia, apunta, más allá de lo perecedero, a lo eterno.
A lo largo de la historia se descubre el itinerario de sus pretensiones -que no fueron sólo volar o escapar al sino de la temporalidad-, su audacia lo conduce a la búsqueda de un fundamento y, en esa ocupación, llegó a creer que la plenitud de lo divino era el perfecto refugio de su condición itinerante. Esa búsqueda es inevitable -aun cuando fuese ilusoria- y tiene de valiosa la puesta en marcha de su potencia creadora. Si bien no hay garantías de los resultados, la apuesta, como creyó Pascal, vale la pena.
El deseo es la condición para ser hombres. Sujetos deseantes, incompletos, la palabra es guía de ese deseo; engaños y astucias cobran vida también en ella. Para salvarse el hombre engendra -en la sabiduría y en la belleza- la cultura. Son los recursos de Poros, virilidad y seducción, los que hacen de Eros y de nosotros, seres inmensamente ricos. Con inteligencia y astucia, hemos inventado este mundo poblado de música, poesía, religión, arte, ciencia, técnica, filosofía, leyes e instituciones.
Sin embargo, hay un enigmático deseo, escondido y misterioso, que nos coloca en los bordes del lenguaje y al que no le basta la palabra ni le satisfacen los asuntos mundanos. Es un deseo y una palabra que no acierta a ser pronunciada nunca y, entonces, adviene el silencio. Este es el símbolo de la mutilación de Icaro, cuando, para alcanzar a los dioses, quema sus alas contra el sol y cae al vacío. Hace falta una palabra para nombrar lo sagrado, dice el poeta. Los hombres deseamos conocer y nombrar a los dioses; quizás nunca se cumpla ese deseo, pero, como Eros, hechos de pobreza y abundancia, inventando subterfugios para sobrevivir y tratar de ser felices, seguiremos siendo, por siempre, seres deseantes e imperfectos. © LA GACETA

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