Julio Saguir | Secretario de Gestión Pública y Saneamiento de la Provincia
Uno de los maestros de la Teoría de la Negociación, Howard Raiffa, la llama negociación disitributiva. En la Teoría de los Juegos la llaman juego de suma cero. Es aquella negociación en la que el objeto de la negociación es uno solo, y las partes se disputan esa sola “torta”. Por ser una sola torta, cualquier avance de una de las partes es en desmedro de la otra. No hay modo que no sea así. En una negociación salarial, lo que avanza un empresario es a costa del monto que pierde el trabajador, y viceversa.
Pero hay todavía una situación peor. Es que la torta no se pueda partir. Son los típicos casos de negociación alrededor de temas de principios, valores. A diferencia de la negociación por el tema salarial, en estos casos no hay división posible de la torta. Como el tema de la soberanía nacional, o el que ahora nos ocupa, el del aborto. Aquí la torta no se puede partir por ningún lado. Para los que creemos que hay vida desde la concepción, cualquier otra cosa se lleva “una vida”; y para los que están a favor del actual proyecto, cualquier otra cosa se lleva la capacidad autónoma de elegir de la mujer. Este es el peor de los escenarios: para cada parte, el otro se lleva “la torta” entera. No es un tema de actitud o mala disposición de las partes (también hay de eso, y mucho, pero es otra cuestión), sino del objeto mismo de la discusión. “La vida” del embrión, “la libertad de elegir” de la mujer, no son realidades divisibles; no se pueden partir. Y lo que cada uno se lleva no es sólo una parte mayor a la del otro, sino la torta entera.
No sorprendentemente, el tema ha dividido en dos a la sociedad. Aun cuando hay múltiples y muy variados sectores e intereses alrededor de la cuestión, por su carácter mismo esa variedad se ha unido para un lado u otro del tema. Y de manera igualmente decisiva, la connotación vital y moral del tema le ha insuflado un grado de pasión enorme, que ha exasperado al extremo la ya difícil cuestión del objeto a “distribuir”. A pesar del esfuerzo de algunos por llamarlo cuestión de salud pública, las partes lo viven y sienten, de manera dramática y exasperada, como lo que efectivamente es: una cuestión de creencias y convicciones íntimas y fundamentales, definitorias de la identidad de cada uno. Y ello, como decía el viejo refrán, “no se negocia”. Al menos, así se lo vive y experimenta.
Los expertos en negociación sostienen que una de las estrategias posibles en estos casos es tratar de transformar una negociación de carácter distributiva en una integrativa. O al menos, buscar o generar cierta cantidad de temas posibles (bienes, servicios, derechos) que las partes puedan “dividirse” en la negociación, para que cada una de ellas, particularmente la que eventualmente “pierda” en el momento final, encuentre “beneficios” que alivianen o compensen tales “pérdidas”. Mucho más todavía pensando en el día inmediatamente posterior a la ley, cuando miles de personas eventualmente deberán volver a su vida y tarea en situación que condicionan o lesionan sus convicciones personales y profesionales.
La tarea de los representantes es clave en todo esto, pero de harta dificultad pública y tensión intima. Cada uno de ellos debe, sin lesionar su propia convicción, pensar en tal “integración” de temas. Lo cual significa poner distancia a tal convicción propia para pensar en todos, sin que parezca –intimamente-- una renuncia a los principios e ideas. Todo ello, en medio de intereses políticos y económicos que condicionan su decisión.
La sociedad se ha dividido. El carácter “distributivo” del tema lo hace entendible. Pero no así la exasperación y hasta ensañanamiento por denostar y maltratar al otro. Si el tema nos transformó en una sociedad escindida en dos partes, que nuestras propias pasiones no nos transformen en una sociedad de enemigos.