Familiares y amigos del ciclista Aguilera descartan que haya caído por un ataque de epilepsia
Hay dos cosas que a Raúl Aguilera no lo convencen. Primero, le parece imposible que su hijo se haya desorientado y acabado en el fondo de un barranco, debido a un episodio de epilepsia. La enfermedad se le manifestaba con ausencias, no con convulsiones, dice. Segundo, y aún suponiendo que haya tenido una crisis, no entiende cómo pudo, con la bicicleta rutera en la que iba (es decir, de ruedas delgadas y diseñadas para el asfalto) salirse del camino, recorrer ocho metros de pastizales y de pendiente en contra y caer a ese precipicio. Esas son, puntualmente, las razones que hacen que este jubilado de 68 años declare lo siguiente: “estoy absolutamente convencido de que lo atropellaron y tiraron a ese lugar”.
Un mes antes, el viernes 14 de abril, el cuerpo de Luis Eduardo Aguilera fue hallado dentro del canal Caínzo, a la altura del barrio privado Alto Verde I, hacia el norte de la avenida Perón, en Yerba Buena. El hombre (44 años, ciclista, activista ambiental y presentador de perros de exposición) había salido de su casa aproximadamente a las 14.30. Si hubiese sido una pedaleada como cualquier otra, habría estado de vuelta alrededor de las 17. Pero no fue una más. Fue la última. Lo hallaron en la negrura de la medianoche, y al cabo de horas de búsqueda.
Sus familiares y muchos bikers se habían dividido en grupos, para rastrillar sus circuitos habituales: la Perón, la ruta hacia San Javier, las sendas de Horco Molle y -justamente- la zona en la que apareció. “Luis estaba boca abajo, a un metro de la pared del barranco”, agrega el padre. Cuando se le pregunta qué ha establecido la autopsia, responde que tenía quebraduras múltiples, aunque del lado izquierdo de su cuerpo. “¿Si cayó de frente, por qué los golpes son de costado?”, se pregunta. En el estudio forense se lee que se determinaron fracturas izquierdas en una pierna, en la pelvis, en las costillas (que le provocaron una perforación en un pulmón), y en el cráneo.
También en la bicicleta se observan magullones del lado izquierdo, pues la rueda de atrás, la silleta y una parte del cuadro están torcidos hacia la derecha. “Como verá -prosigue Aguilera- son varios los detalles que me hacen pensar que intervinieron otros”. Entonces muestra fotografías de la Venzo roja y negra del hijo, tras el accidente. Mientras desliza el dedo por la pantalla táctil del teléfono, se cuela una selfie de Luis junto a Clara, su pareja. La tomaron esa siesta, antes de que él se fuera. En la imagen se los ve sonrientes.
La conversación con el padre transcurre en ese despeñadero. Para que el fotógrafo del diario pueda aproximarse a la orilla, sin riesgo de caer, es necesario que el resto del equipo periodístico lo sostenga por detrás, a modo de cuerda humana. Y cuando eso ocurre, el padre suma otra duda que alimenta sus sospechas. “Uno no puede acercarse al borde. No me explico cómo, con la luz de un celular, alguien logró divisar el cuerpo desde arriba”, dice en referencia al policía que lo vio. En este punto, desde la cima hasta el fondo, debe haber entre 15 y 20 metros de altura.
Aldo Gordillo, en cambio, no tiene dudas con respecto a ese dato. Esa noche, él iba junto a otros dos muchachos por el interior del canal. Se alumbraban con linternas. “Tenía una corazonada. Lo busqué ahí por una corazonada”, cuenta con aire reflexivo. De repente, el policía que estaba arriba empezó a gritarles: había visto las luces reflectivas de la bicicleta, que ellos habían iluminado, sin percatarse. “Fue difícil llegar. Luis estaba con la cara pegada al piso, enterrada. Tenía la lengua hinchada. Desde arriba, una médica nos indicó que lo volteáramos para intentar reanimarlo. Pero no había nada que hacer...”, relata.
Un aspecto que sí llamó la atención de Gordillo es la bicicleta, pues se sorprendió de las abolladuras.
- ¿Estaba acostada del lado derecho o izquierdo?
- Creo que del lado derecho, pero no estoy completamente seguro. Había caído muy cerca de él, a menos de 50 centímetros.
Es mediodía y la desolación del camino se interrumpe cada tanto, pues comienzan a transitar los vehículos que traen a los niños de sus colegios. También Estela Figueroa participó de aquella búsqueda. En los últimos ocho años, fue su compañera de travesías en bicicleta. Según ella, los episodios de epilepsia eran habituales. Por eso -puntualmente- desecha cualquier hipótesis que sugiera que cayó al barranco por esa causa. “El sabía cuando le iba a ocurrir. Siempre tenía tiempo de destrabar sus zapatillas de ciclista, de apoyar los pies en el piso y de esperar un minuto a que transcurriera. Se ponía rígido, simplemente”, asegura.
Al igual que el padre, opina que son demasiados los indicios de que hubo un choque. Y entonces pregunta por qué la empuñadura izquierda del manubrio tiene un raspón de pavimento. Por qué entre el plato y la cadena de la bicicleta han quedado enganchadas ramas y hojas de árboles, si sólo hay pastos por donde, de supuesto, se desvió. Por qué la bicicleta está tan golpeada, si las ruteras rebotan al caer. “Es imposible, es imposible, es imposible. Luisito no cayó. Lo tiraron”, dice. Héctor Rizzoti -corredor de carreras de aventuras- es otra de las personas que se unió esa tarde a los rastreos. Él cree que hubo un choque, en otra parte, y que luego lo llevaron y arrojaron allí.
- ¿Por qué sugiere eso?
- Es el único lugar donde entra un vehículo; es decir, que permita aproximarse al canal. Además, con esas rueditas y con el estado del terreno, desparejo y roto, él hubiera caído a los dos metros. Imposible que haya pedaleado hasta el precipicio.
Enseguida, a Rizzoti se le viene a la mente el primero de los muchos rumores que circularon por los grupos de WhatsApp. El día después del accidente, alguien escribió que buscaban una camioneta Toyota Hilux SW 4, color gris. El texto se viralizó, pero no tuvo otra trascendencia. “Si le agarró un ataque, debería haber caído ahí nomas. En una bicicleta rutera; no puede haber recorrido ese trayecto”, coincide Luis Ortiz, otro de sus compañeros de travesías. “Necesitamos que nos ayuden a saber la verdad. A saber quién lo mató. No cabe otra posibilidad”, añade Verónica Aguilera, la hermana.
El padre suspira, para no llorar. Traga aire. “Ay Dios, mi Luchito”, susurra, y se cubre la cara con las manos.
El canal Caínzo -Las Piedras es uno de los principales desagües de una extensa cuenca situada al noroeste del departamento de Yerba Buena. Colecta cursos torrenciales que bajan de las sierras de San Javier. A la altura de donde hallaron el cuerpo de Aguilera, corre paralelo al camino que conduce a los barrios privados Alto Verde I y II.
Se trata de una trocha relativamente joven, pues se abrió cuando se instalaron esas urbanizaciones, apenas unos años atrás. De hecho, el sector carece de alumbrado público. Tampoco hay señalización, guardrail o barrera que divida la calzada del barranco. Para completar el panorama, el camino se encuentra erosionado.
Unos días antes del accidente, la Municipalidad de Yerba Buena le había enviado una serie de notificaciones a la Dirección Provincial del Agua (DPA), puesto que el canal corresponde a su jurisdicción. “Debido a las lluvias, se ha erosionado la pared lateral este del Caínzo, en la zona del campo deportivo del Country Jockey Club. Eso representa un peligro para todos los que circulan por allí”, se lee en un párrafo de ese documento, fechado el 3 de abril. En las líneas siguientes, solicitaban una “urgente” intervención. Hoy, al cabo de un mes de aquel pedido, el paisaje sigue siendo el mismo. La causa se encuentra en la Fiscalía de Instrucción Penal X, y ha sido caratulada como “muerte dudosa”.