Tras 16 años en institutos de menores, Brian y José se van a vivir con compañeros a una casa

Tras 16 años en institutos de menores, Brian y José se van a vivir con compañeros a una casa

Cinco jóvenes del Belgrano se mudarán a una vivienda de El Manantial y así comenzarán a independizarse.

-FELICES, ELIGIENDO QUÉ CAMA OCUPARÁN. Los jóvenes visitaron la casa de El Manantial para ver qué les falta y cómo se acomodarán.- LA GACETA / FOTOS DE INÉS QUINTEROS ORIO.- -FELICES, ELIGIENDO QUÉ CAMA OCUPARÁN. Los jóvenes visitaron la casa de El Manantial para ver qué les falta y cómo se acomodarán.- LA GACETA / FOTOS DE INÉS QUINTEROS ORIO.-
03 Marzo 2017
Son 167 chicos. Hay bebés recién nacidos y están los que ya superan ampliamente el metro y medio de altura. Muchos de ellos pasaron la infancia esperando que alguien los fuera a buscar. Pero nunca apareció nadie a preguntar. No hubo ni abuelos ni primos ni tíos que los reclamaran. También aguardaron que los adoptaran y así sintieran lo que es tener una familia. Tampoco ocurrió eso. Sabían que un día, después de cumplir los 18 años, iba a llegar la hora de abandonar el hogar en el que habían crecido acompañados por operadores y preceptores.

Hasta hace unas semanas a Andrés le angustiaba pensar en que ese día iba a llegar indefectiblemente. Sin embargo, acaba de cumplir LA mayoría de edad y tiene un gran motivo para festejar. El será el primero en irse a vivir a la “casa de medio camino”, un programa pionero en el país que se empezará a aplicar en la provincia en estos días. Se trata de una vivienda en la que convivirán cinco jóvenes que no tienen familia y que, por tal razón, están institucionalizados. Después de conseguir un trabajo y un lugar donde establecerse podrán dejar esta residencia.

La casa es un dispositivo de externación proyectado por coordinadores del Instituto General Belgrano en el marco del programa “Llaves para la autonomía”, a través del cual se busca que aquellos chicos que llegan a los hogares para menores logren independizarse al cumplir la mayoría de edad sin que este paso signifique algo traumático. “Hasta no hace mucho egresar de una institución era algo disruptivo. Con esta nueva modalidad los jóvenes, antes de independizarse totalmente, podrán vivir con compañeros y con la ayuda del Estado”, explica Sandra Tirado, secretaria de Niñez, Adolescencia y Familia.
  
Una larga lista

Andrés y Lino (19) serán los primeros en habitar la casa. Luego se sumarán Joaquín (17), Gabriel, Brian y José, todos ellos de 16 años.

“No tenemos heladera”, dice Joaquín. “Ni ollas”, añade. “Necesitamos un espejo. También un termo”, apunta Brian. José toma nota de todo lo que le dictan sus futuros compañeros en la casa. Y hace su aporte: “una pelota y un ventilador no nos pueden faltar”. Andrés sueña con tener una biblioteca y una computadora. Es que le encanta escribir, aclara.

Perchas, bolsas para la basura, espirales, un equipo de música y un televisor van completando la lista de deseos y necesidades de estos chicos que se identifican solo con sus nombres. Todos tienen una historia dolorosa que contar. Pero prefieren no hablar del pasado. Quieren mirar para adelante.

Están sentados alrededor de una mesa de madera. Es de mañana y están de visita, conociendo el lugar donde se instalarán en los próximos días. Sólo faltó Lino por razones personales.

Charlan y se ríen. A cada rato se levantan e inspeccionan la casa, una de esas típicas que provee el Estado a través del Instituto de la Vivienda. Tiene tres dormitorios (todos armados con cuchetas y camas), antebaño, baño y cocina comedor. Está en el barrio Manantial Sur, frente a una escuela.

Obligaciones

“Miren cómo está todo ordenado. La cosa es que siempre tiene que estar así”, se adelanta Joaquín, quien cuenta que ya están armando los cronogramas de tareas que cada uno tendrá en la casa. Como sueña con estudiar para ser chef en el futuro, él se ofrece para cocinar. Los otros se anotan para limpiar, cortar el césped, hacer las compras y lavar la ropa, entre otras. Alternarán estas obligaciones con las que ya tienen en agenda porque todos ellos están terminando el secundario y en algunos casos haciendo pasantías laborales.

A Brian y A José, que pasaron su vida entera en institutos de menores, les parece mentira que ya no tendrán horarios supervisados por operadores. O que podrán salir sin tener que darle aviso a nadie. Si bien la vivienda la provee el Estado, al igual que el suministro de los alimentos, ellos quisieran “hacer una vaquita” para darse algunos gustos extra.

Los miedos 

Miedo a salir, a cruzar la calle, a tomar un colectivo... cosas tan comunes para cualquier persona son actividades que a los chicos institucionalizados les cuesta muchísimo aprender. “Es algo en lo que venimos trabajando desde hace tiempo. Yo incluso ya fui a hacer trámites solo: saqué turno en el hospital y me hice el documento”, cuenta, orgulloso, Andrés, minutos después de haberse presentado con los vecinos de la casa y de averiguar por dónde pasa el colectivo que lo llevará hasta el centro, adonde está la escuela en la que estudia.

Los jóvenes aprendieron también a resolver necesidades básicas, como prender una hornalla para hacerse el té. Lo que sí deberán ver bien es cómo enfrentarán los típicos roces de la convivencia. Aunque aseguran que “va a estar todo bien”, recibirán la visita de profesionales del Instituto Belgrano a quiénes les podrán contar sus problemas y preocupaciones.

“Vamos a ser como un grupo de jóvenes que vienen de otra provincia a estudiar y viven bajo el mismo techo en una pensión”, compara Joaquín. Sus manos son tan inquietas como sus piernas. Es el más nuevo del grupo. Llegó hace dos meses al Belgrano. Después de varios tropiezos y de haberse quedado solo en la vida él mismo fue a golpear las puertas del instituto para menores en busca de ayuda. No le costó para nada adaptarse a su nueva vida y está ilusionado por lo que se viene: la posibilidad de vivir junto a otros chicos que también están solos en la vida como él.

“Yo quiero lo mismo que todos: estudiar, salir adelante, tener un oficio o una profesión”, dice. Hace pocos meses, su única preocupación era conseguir algo que comer. Hoy -confiesa- tiene una nueva razón para sonreír.

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