Soriano, un tipo al que, a veces, las cosas le salían mal

Soriano, un tipo al que, a veces, las cosas le salían mal

Cómo descubrir a un autor que murió hace 20 años y dejó sus escritos que aún perduran y ayudan a conocer un siglo que cerró con incertidumbre.

29 Enero 2017
Agarré por primera vez un libro de Osvaldo Soriano el 18 de marzo de 2012. Cumplía 21. Mi abuelo Ángel (este octubre cumple 90) estaba sentado en el sillón, relajado. Encontré un disco de vinilo de mi otro abuelo, de El Chato (murió en 2008), y puse Dizzy Gillespie. Ángel empezó a canturrear con su vozarrón ronco las canciones. Mientras él cerraba los ojos y se dejaba llevar, frené la vista en un libro de la biblioteca. Era “La Hora sin Sombra”. Lo abrí en una página por el medio, como quien ve qué hay en la heladera. Tenía una frase marcada con resaltador (página 88).

“A medida que pasa el tiempo empezamos a ver la infancia como un paraíso perdido y la juventud como el tiempo en que no supimos hacer lo que soñamos; después es demasiado tarde y a cualquier tontería le llamamos experiencia. Algo parecido le dijo Garro Peña a mi padre después del entierro y agregó: ‘vos no la merecías’”

El libro era del Chato y terminó en mi casa. Estaba lleno de marcas. Quizás sea cosa de la música vieja, pero leí la primera página y después no pude parar.

Era la historia de un periodista que tenía una relación algo floja con su viejo. Él quería escribir una novela. Su viejo estaba internado porque llevaba un tiempo perdido. De la nada, su viejo se escapó porque quería perderse en serio. El protagonista empezó a pensar dónde se habría metido y revolvió toda su casa. Encontró una caja con una foto de sus padres y miles de cartas. Contaban cómo su madre, una mujer hermosa en los 40, había sido seducida por el padre del protagonista y cómo compitió con un tipo con mucha plata: Garro Peña. Mientras lo perseguía por pueblos de Buenos Aires, iba replanteando su relación con su viejo y sentía un torrente en la cabeza, un tropel que de pronto se ordena. Al fin tenía qué escribir. Descubrir la historia de su viejo era encontrar la paz con él. De alguna manera leerlo era para mí, en simultáneo, saber qué partes le gustaban más al Chato. Era como si lo estuviéramos leyendo juntos.

Después vino una compilación de cuentos y crónicas. Estaba ese cuento de fútbol hermoso del Míster Peregrino Fernández. También las crónicas de Robledo Puch y del Mono Gatica. Después agarré “Cuarteles de Invierno”. Una historia de un cantante (Andrés Galván), que se presenta en una fiesta de pueblo en Colonia Vela, en la dictadura, y se hace amigo de un boxeador en la mala (Tony Rocha) que también se presentaba en el evento. Quedaba una tristeza al final de cada libro, una nostalgia de un siglo que se iba, pero que yo apenas llegué a conocer.

Necesitaba más: compré “No habrá más penas ni olvido”, la historia de un enfrentamiento entre un grupo de peronistas de izquierda perseguidos por un grupo de tareas del peronismo de derecha. Otra vez en Colonia Vela. Empezó como un chiste y terminó como una tragedia. Los que mataban y los que morían gritaban lo mismo: viva Perón. El relato de una guerra de trinchera entre grupos que piensan que el retorno de Perón era la vía más rápida para una revolución, y otros que saben que el General es el único capaz de frenar la amenaza revolucionaria.

No bastaba. Empecé a recorrer todos los meses las librerías de Tucumán. Encontré “El ojo de la Patria”, de un agente de la SIDE caído en desgracia en París, al que le encargan una tarea llena de gloria: poner a resguardo el clon medio robot de un prócer a pilas, que nunca se entiende si es Moreno o qué figura de la Revolución de Mayo. Una forma ideal de dejar de vivir urdiendo complots imposibles y “carpetazos”. Un Jaime Stiuso con la posibilidad de redimirse, supongamos.

Compré usado “Una sombra ya pronto serás”. Una road movie llena de congoja de Ingeniero (no hay más referencias del protagonista) que se encuentra con Coluccini, un estafador de poquísima monta metido en un mundo de fantasía, a bordo de un Renault Gordini. Un cirquero que huye del tiempo y se refugia en el camino. Se estaban acabando las novelas de Soriano. Después de mucho buscar encontré “A sus plantas Rendido un León”. Un empleado de una embajada argentina sin embajador en un país de África que no existe. El argentino está enemistado con el embajador inglés porque tuvo una historia con la esposa del británico. Él quedó embelesado. En el medio, se enredó entre diferentes grupos que buscaban hacer una rebelión en la capital para que el país se independice y deje de ser colonia. La revuelta fue un escándalo que incluyó un batallón de gorilas que aportaron para la independencia. Un multimillonario árabe ponía dinero para patrocinar a los insurgentes. “Nada molesta más a un rico que alguien que se vea como ellos, pero que sea capaz de tirarse al barro con el traje más caro y rodearse de quienes más necesitan”, puso Soriano en su boca. El argentino, un auténtico chanta, se sintió en paz consigo mismo cerca del final y en pleno escándalo comenzó a cantar el himno argentino.

Sólo faltaba una novela de Soriano: “Triste, Solitario y Final”. Por esas cosas, la última que leí fue la primera que escribió el Gordo, que admiraba a Stan Laurel y a Oliver Hardy, los actores de El Gordo y el Flaco. Soriano se dio el lujo de introducirse en el relato junto con un protagonista que admiraba de otro escritor: compartió aventuras ficticias con el detective Marlowe, el personaje por excelencia de los policiales de Raymond Chandler. Iban reconstruyendo el abismo del Gordo y el Flaco, como detectives privados. Lo leí en un bocado y lo marqué entero. Lo presté y nunca me lo devolvieron. Compré otro y lo volví a leer para marcarlo.

Pensé que se habían acabado las novelas del Gordo, hasta que una novia me regaló “El negro de París”, un cuento infantil hermoso de un niño en el exilio que extraña Buenos Aires. Piensa en un lugar que sólo conoce por el relato de sus padres, porque no recuerda. Se escapa por los techos con un gatito negro y desde la punta de la torre Eiffel ve clarito el barrio de sus padres y las recovas porteñas.

Cada vez que hago un curso de periodismo pregunto si alguien lo conoció. Por lo que pude averiguar, al parecer tenía actitudes algo flojas y era un poco vago. Hincha de San Lorenzo, su bebida de cabecera era la ginebra, hasta que dejó el alcohol y se convirtió en un sommelier de Coca Cola. Escribía de noche y tuvo muchos gatos, entre ellos, el mítico Negro Vení. Tenía miedo de que Martín Caparrós lo moliera a palos por una pica del pasado (lo contó Caparrós en un taller). Los ídolos no tienen por qué dejar de ser como nosotros, supongo: tipos a los que las cosas les suelen salir mal. Pero sus escritos van más allá. Le sigo descubriendo cuentos y crónicas, y entiendo más el siglo de mis padres y de mis abuelos. La historia de un país que cerró un siglo y abre otro con la misma incertidumbre. Nuestra historia. Soriano puso en boca del protagonista en “La Hora sin Sombra” que las historias le pertenecen a todo el que las lea o las escuche. “Hay pocas cosas tan personales e íntimas que las historias escritas por otros”. Pasa que al leerlas... volvemos nuestras cada una de las anécdotas, dejamos que nos invadan y nos distraemos un poco nuestro relato.

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