Por Indalecio Francisco Sanchez
26 Enero 2017
La violencia es la primera reacción ante la injusticia. Brota como un reflejo tan inmediato como el de cerrar los ojos al levantar la vista hacia el sol intenso.
Emana en nuestra sociedad la violencia, en gran medida, por la falta de justicia, entendida como ese principio moral que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece (diccionario de la Real Academia Española en su primera acepción). Hoy, en Tucumán, ese principio escasea en todo nivel del Estado, esa forma de organización política, dotada de poder soberano e independiente, que integra la población de un territorio; o ese conjunto de los poderes y órganos de gobierno de un país soberano (acepciones seis y siete de la RAE). Ante esa carencia, la solución que se cree tener, en cualquier nivel social, ante un problema es el de la toma de alguna acción violenta. Aparecen así los piquetes de trabajadores despedidos o los cortes de ruta de vecinos que piden servicios suspendidos o las tomas de espacios públicos de damnificados por sueldos impagos o por casos impunes o de corrupción o de ataques contra particulares o domésticos.
Eso pasa cuando el Estado, en todos sus poderes, no media con ecuanimidad para solucionar los problemas de los ciudadanos. Los ejemplos abundan: la pobreza mal combatida y la educación deficiente crean un ejército de niños feroces, desamparados y a merced de carroñeros de la vida humana que los infectan con la droga y los incorporan a los escalones más bajos de la delincuencia. O la corrupción estatal, que lleva a los vecinos a que busquen sacar provecho de cualquier situación, a cualquier precio, porque si son lobos los que cuidan las ovejas, las mansas proveedoras de lanas no tienen otra que convertirse en depredadores. O extinguirse.
Así está el Tucumán de los linchamientos, las protestas callejeras, la impotencia y la bronca en ascenso.
Aunque la vista y los reclamos sociales suelen posarse sobre el brazo Ejecutivo del Estado, el poder que más violencia provoca es el Judicial. ¿Qué camino le queda a la víctima de un delito si la Justicia le da la espalda o incluso si la convierte en victimario? ¿Qué otra opción deja una Justicia sesgada e influenciable que no sea la de la nefasta Ley del Talión a los que ven vulnerados sus derechos y hasta la vida de sus seres queridos?
En la Argentina la Justicia suma desprestigio desde hace décadas. Ayer mismo se cumplieron 20 años del crimen de José Luis Cabezas sin que se sepa a ciencia cierta qué pasó y sin que haya ningún detenido. Ni hablar de lo que sucedió en el poskirchnerismo, cuando mágicamente fiscales y jueces federales parecen haber recordado que tenían que investigar decenas de denuncias por corrupción. Tucumán es una muestra acabada de la manipulación política o empresaria sobre magistrados. Al margen, castigados o silenciosos, quedan los jueces que fallan según marca el derecho y no el dedo índice de los poderosos de turno -o de siempre-. Quizás por ello el Gobierno nacional apunta la lupa sobre el Poder Judicial como parte de su estrategia político-electoral.
De la mano de esa revisión que encabeza Germán Garavano, y del cambio de timón tras 12 años K, algunos togados comenzaron a moverse con mayor cautela y a decidir con los libros en vez de con el teléfono.
El ministro nacional visitó el año pasado tres veces la provincia y se reunió otras tantas con víctimas de la impunidad tucumanos en Buenos Aires, entre ellos Alberto Lebbos. En sus visitas a la provincia, el funcionario de Mauricio Macri le habría advertido a Juan Manzur sobre la necesidad de trasparentar los Tribunales locales. En primera instancia, encargó una auditoría sobre el fuero federal. Esa revisión habría culminado en diciembre junto a un estudio integral en todo el país. Ahora, la Nación analiza qué casos hacer públicos, sobre cuáles pedir explicaciones y qué hacer a partir de ello. De ese informe trascendió que las denuncias sobre casos de corrupción son pocas por estos lares, que la mayoría están concentradas en Buenos Aires, pero que pedirían informes sobre un par de expedientes que se tramitaron en Tucumán.
Desde la Nación también se sigue con detenimiento el andar del fuero Penal local, que reencauzó las relaciones con los nuevos inquilinos de la Casa Rosada a fin de año, con la firma de un convenio y con un Edmundo Jiménez activo y célere en casos resonantes de inseguridad y contra poderes políticos (en el caso “gastos sociales” mandó a reabrir una investigación que se había cerrado, por ejemplo). Quedan pendientes reclamos por causas que involucran a funcionarios de otros poderes y por ello los ojos de los funcionarios porteños miran aún hacia aquí con atención.
¿Y el resto de los fueros locales? Allí abunda otro vendaval de irregularidades, un bosque que generalmente queda tapado por el árbol inmenso de los escándalos judiciales penales. Este año se los monitoreará con mayor recelo. Los reclamos por violencia doméstica y el crecimiento de los delitos de ese ámbito obligan a volcar hacia allí la mirada. La Oficina de Violencia Doméstica (OVD) parece un oasis para las víctimas de esos delitos, que se topan con la indiferencia policial y el extraño accionar de algunos jueces.
El contrapeso entre los poderes políticos nacional y local parece servir, al menos, para que los magistrados que deben favores y los pagan en detrimento de la administración de Justicia tengan en claro que cada vez será más difícil no ajustarse a derecho. ¿Y quién controla a la Nación? En este caso, el contrapeso lo debería poner un Congreso nacional con mayoría opositora al Gobierno de Macri y una Elisa Carrió dispuesta a denunciar y enjuiciar a los funcionarios que “servilletean” con magistrados.
Si la Justicia no se blanquea, y sin los contrapesos pertinentes, nada detendrá la escalada de violencia que azota a nuestra sociedad, que se siente cada vez más azuzada, indefensa y a merced de su propia capacidad para sentir que existe lo justo.
Emana en nuestra sociedad la violencia, en gran medida, por la falta de justicia, entendida como ese principio moral que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece (diccionario de la Real Academia Española en su primera acepción). Hoy, en Tucumán, ese principio escasea en todo nivel del Estado, esa forma de organización política, dotada de poder soberano e independiente, que integra la población de un territorio; o ese conjunto de los poderes y órganos de gobierno de un país soberano (acepciones seis y siete de la RAE). Ante esa carencia, la solución que se cree tener, en cualquier nivel social, ante un problema es el de la toma de alguna acción violenta. Aparecen así los piquetes de trabajadores despedidos o los cortes de ruta de vecinos que piden servicios suspendidos o las tomas de espacios públicos de damnificados por sueldos impagos o por casos impunes o de corrupción o de ataques contra particulares o domésticos.
Eso pasa cuando el Estado, en todos sus poderes, no media con ecuanimidad para solucionar los problemas de los ciudadanos. Los ejemplos abundan: la pobreza mal combatida y la educación deficiente crean un ejército de niños feroces, desamparados y a merced de carroñeros de la vida humana que los infectan con la droga y los incorporan a los escalones más bajos de la delincuencia. O la corrupción estatal, que lleva a los vecinos a que busquen sacar provecho de cualquier situación, a cualquier precio, porque si son lobos los que cuidan las ovejas, las mansas proveedoras de lanas no tienen otra que convertirse en depredadores. O extinguirse.
Así está el Tucumán de los linchamientos, las protestas callejeras, la impotencia y la bronca en ascenso.
Aunque la vista y los reclamos sociales suelen posarse sobre el brazo Ejecutivo del Estado, el poder que más violencia provoca es el Judicial. ¿Qué camino le queda a la víctima de un delito si la Justicia le da la espalda o incluso si la convierte en victimario? ¿Qué otra opción deja una Justicia sesgada e influenciable que no sea la de la nefasta Ley del Talión a los que ven vulnerados sus derechos y hasta la vida de sus seres queridos?
En la Argentina la Justicia suma desprestigio desde hace décadas. Ayer mismo se cumplieron 20 años del crimen de José Luis Cabezas sin que se sepa a ciencia cierta qué pasó y sin que haya ningún detenido. Ni hablar de lo que sucedió en el poskirchnerismo, cuando mágicamente fiscales y jueces federales parecen haber recordado que tenían que investigar decenas de denuncias por corrupción. Tucumán es una muestra acabada de la manipulación política o empresaria sobre magistrados. Al margen, castigados o silenciosos, quedan los jueces que fallan según marca el derecho y no el dedo índice de los poderosos de turno -o de siempre-. Quizás por ello el Gobierno nacional apunta la lupa sobre el Poder Judicial como parte de su estrategia político-electoral.
De la mano de esa revisión que encabeza Germán Garavano, y del cambio de timón tras 12 años K, algunos togados comenzaron a moverse con mayor cautela y a decidir con los libros en vez de con el teléfono.
El ministro nacional visitó el año pasado tres veces la provincia y se reunió otras tantas con víctimas de la impunidad tucumanos en Buenos Aires, entre ellos Alberto Lebbos. En sus visitas a la provincia, el funcionario de Mauricio Macri le habría advertido a Juan Manzur sobre la necesidad de trasparentar los Tribunales locales. En primera instancia, encargó una auditoría sobre el fuero federal. Esa revisión habría culminado en diciembre junto a un estudio integral en todo el país. Ahora, la Nación analiza qué casos hacer públicos, sobre cuáles pedir explicaciones y qué hacer a partir de ello. De ese informe trascendió que las denuncias sobre casos de corrupción son pocas por estos lares, que la mayoría están concentradas en Buenos Aires, pero que pedirían informes sobre un par de expedientes que se tramitaron en Tucumán.
Desde la Nación también se sigue con detenimiento el andar del fuero Penal local, que reencauzó las relaciones con los nuevos inquilinos de la Casa Rosada a fin de año, con la firma de un convenio y con un Edmundo Jiménez activo y célere en casos resonantes de inseguridad y contra poderes políticos (en el caso “gastos sociales” mandó a reabrir una investigación que se había cerrado, por ejemplo). Quedan pendientes reclamos por causas que involucran a funcionarios de otros poderes y por ello los ojos de los funcionarios porteños miran aún hacia aquí con atención.
¿Y el resto de los fueros locales? Allí abunda otro vendaval de irregularidades, un bosque que generalmente queda tapado por el árbol inmenso de los escándalos judiciales penales. Este año se los monitoreará con mayor recelo. Los reclamos por violencia doméstica y el crecimiento de los delitos de ese ámbito obligan a volcar hacia allí la mirada. La Oficina de Violencia Doméstica (OVD) parece un oasis para las víctimas de esos delitos, que se topan con la indiferencia policial y el extraño accionar de algunos jueces.
El contrapeso entre los poderes políticos nacional y local parece servir, al menos, para que los magistrados que deben favores y los pagan en detrimento de la administración de Justicia tengan en claro que cada vez será más difícil no ajustarse a derecho. ¿Y quién controla a la Nación? En este caso, el contrapeso lo debería poner un Congreso nacional con mayoría opositora al Gobierno de Macri y una Elisa Carrió dispuesta a denunciar y enjuiciar a los funcionarios que “servilletean” con magistrados.
Si la Justicia no se blanquea, y sin los contrapesos pertinentes, nada detendrá la escalada de violencia que azota a nuestra sociedad, que se siente cada vez más azuzada, indefensa y a merced de su propia capacidad para sentir que existe lo justo.
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