Por Guillermo Monti
14 Octubre 2016
Es llamativo cómo a un actor brillante puede trastocarle el chip un personaje. Cada vez que se calza el inmaculado saco de Robert Langdon -ya van tres-, Tom Hanks cambia a piloto automático. Será que la pasa bomba durante los rodajes en compañía de su amigo Ron Howard, sobre todo consiguiendo locaciones tan maravillosas como las que ofrecen el casco histórico de Florencia, Venecia o Estambul. Por ahí se lo ve, siempre a las corridas, mientras descifra acertijos renacentistas y desgrana algunas reflexiones existenciales en las situaciones más insólitas. Por lo menos este Hanks/Langdon no luce aquel quincho horrible que le armaron para “El código Da Vinci”.
Aquí Langdon no anda a la pesca del grial entre los pliegues de “La última cena” ni husmea conspiraciones de los Iluminati en El Vaticano. Las cosas son más graves. Hay un millonario (Ben Foster) decidido a terminar con la superpoblación planetaria desatando una peste y las claves para desbaratar el plan están escondidas en los versos y las imágenes de “La divina comedia”. Sale Leonardo, entra Dante Alighieri, diría Dan Brown, cuya fórmula para construir best-sellers es tan efectiva como el Barcelona de Guardiola: todos sabían cómo jugaba pero nadie podía ganarle.
A Howard, irreprochable artesano del mainstream hollywoodense, no lo ayuda el guión de David Koepp. Su historia se condensa en 24 horas y no le queda otra que apelar a extensos flashbacks para ponerle un poco de claridad a la trama. Entonces las cosas se tornan demasiado explicadas. Langdon está más didáctico y sagaz que nunca en su rol de sabelotodo cool, pero lo que sobra de erudición le falta a la tensión del relato. Esto es un thriller y se supone que el fin del mundo llegará en cuestión de minutos, pero sobran las escenas en las que todos se toman demasiado tiempo para charlar sobre el sentido de la vida. A Jason Statham no le pasan estas cosas.
La vuelta de tuerca con un personaje central se ve venir desde lejos. Sin esa pizca de sorpresa “Inferno” queda enconsertada en su impecable concepción visual. Es un entretenimiento caro, seguramente a la altura del cachet de Tom Hanks. Felicity Jones luce más desconcertada que inexpresiva y el resto acompaña con la misma certeza que contagia al espectador: son personajes sin carnadura ni historia, tal vez mejor tratados en la novela. Por la pantalla se mueven sin convicción, esa de la que carece la película.
Aquí Langdon no anda a la pesca del grial entre los pliegues de “La última cena” ni husmea conspiraciones de los Iluminati en El Vaticano. Las cosas son más graves. Hay un millonario (Ben Foster) decidido a terminar con la superpoblación planetaria desatando una peste y las claves para desbaratar el plan están escondidas en los versos y las imágenes de “La divina comedia”. Sale Leonardo, entra Dante Alighieri, diría Dan Brown, cuya fórmula para construir best-sellers es tan efectiva como el Barcelona de Guardiola: todos sabían cómo jugaba pero nadie podía ganarle.
A Howard, irreprochable artesano del mainstream hollywoodense, no lo ayuda el guión de David Koepp. Su historia se condensa en 24 horas y no le queda otra que apelar a extensos flashbacks para ponerle un poco de claridad a la trama. Entonces las cosas se tornan demasiado explicadas. Langdon está más didáctico y sagaz que nunca en su rol de sabelotodo cool, pero lo que sobra de erudición le falta a la tensión del relato. Esto es un thriller y se supone que el fin del mundo llegará en cuestión de minutos, pero sobran las escenas en las que todos se toman demasiado tiempo para charlar sobre el sentido de la vida. A Jason Statham no le pasan estas cosas.
La vuelta de tuerca con un personaje central se ve venir desde lejos. Sin esa pizca de sorpresa “Inferno” queda enconsertada en su impecable concepción visual. Es un entretenimiento caro, seguramente a la altura del cachet de Tom Hanks. Felicity Jones luce más desconcertada que inexpresiva y el resto acompaña con la misma certeza que contagia al espectador: son personajes sin carnadura ni historia, tal vez mejor tratados en la novela. Por la pantalla se mueven sin convicción, esa de la que carece la película.