10 Octubre 2016
LO QUE VES CUANDO NO VES. Las cenas a ciegas se replican en todo el mundo, en ocasiones con velas y los ojos de los comensales vendados. guresukalkintza.com
Había un portal que separaba dos mundos. Atrás, la luz, el escaneo veloz que hacemos con los ojos para poner cada cosa y cada persona en un cajón con su respectivo rótulo. Adelante, apenas un paso adelante, el abismo de la oscuridad. Un lugar sin espacio, sin arriba ni abajo, sin dimensiones ni final. Lo único que había, después de ese portal de cortinas negras, era tiempo.
“La mano derecha sobre el hombro derecho del compañero que va a adelante”, era la orden que impartía una voz sin rostro. Entre movimientos calculados y pasos retraídos -tal vez cobardes- comenzaba una cena en la que el anonimato era el sabor en común, en un país monocromático donde el que no sabe ver sino con los ojos se convertía en una criatura indefensa, un ciudadano de segunda al que solo le quedaba dejarse llevar. Y confiar.
En sitios indescifrables había acomodadas 10 mesas, con seis comensales cada una y un anfitrión ciego, encargado de orientar las maniobras a tientas de los invitados. Los mozos también eran ciegos, los únicos correcaminos entre los pasillos negros que dejaban las mesas dispuestas en el teatro del Árbol de Galeano. Ahí, el viernes a la noche se realizó la segunda edición de Buio Bar, una cena a oscuras (total y absolutamente a oscuras) organizada por la Asociación Civil Baja Visión y la Fundación Catorce Almas, con el impulso de la Asociación de Consumidores del NOA (Aconoa).
Lorenzo era uno de los anfitriones de mesa. Ciego de nacimiento, se dedica a la tifloinformática (desarrolla software para ciegos y para personas que ven) pero cuando el trabajo escasea, se instala en la peatonal Mendoza a cantar a la gorra. Nicolás era su mozo, también ciego de nacimiento, estudiante Comunicación y además nadador.
Pregunten sin miedo
“Como verán, ninguno de los que estamos acá somos el común denominador ciegos. La mayoría somos profesionales o estudiantes. En general, al ciego siempre se le exige más, tiene que demostrar que puede hacer lo mismo que el resto, a pesar de sus limitaciones”, introdujo Lorenzo a sus “invitados”. Los ciegos estaban felices porque esta vez, como no muchas veces, a ellos les tocaba jugar de locales: todos los comensales dependían de ellos para servirse una bebida sin volcar o para levantarse al baño (la primera consigna era no pararse de la silla sin acompañante).
Lorenzo insistía en que están ahí por la empatía, para que la gente se ponga en su lugar y aunque sea por unas horas puedan sentir como ellos sienten. “También, para generar consciencia. Hoy, por ejemplo -relató- cuando venía para aquí me choqué con un impresionante cartel metálico atado a un poste de luz, algo imposible de detectar con el bastón. Me quedó una marca en la cara que todavía me duele. Hay muchas cosas en las que la gente no tiene en cuenta al ciego y para eso estamos acá”.
Cada tanto aparecía Nicolás (“Coás”, como lo conocen sus colegas). Coás podría tranquilamente trabajar como mozo en un bar para ciegos: tiene buena memoria, habilidad con las manos, un enorme sentido de la orientación y una paciencia infinita para complacer a las dos vegetarianas de su mesa. El resto de sus comensales ya había devorado las empanadas de pollo, carne y sfijas que había repartido en una de sus rondas. Cuando Coás aparecía, el primero que se enteraba era Lorenzo. Los demás, estaban ciegos.
Preguntar todo lo que quieran saber sin el filtro de la mirada es uno de los objetivos principales de estas veladas que se seguirán organizando. Sin vergüenzas y sin eufemismos, con la impunidad que brinda la oscuridad. Acá los ciegos son ciegos, no personas con visión disminuida, no personas no videntes. Ciegos.
Así es como por las mesas rodaron preguntan del tipo “¿cómo sueñan los ciegos?” “Yo vi hasta los 18 años. Ahora mis sueños son borrosos, las imágenes se han ido perdiendo y son más parecidas a las caricaturas que a la realidad”, contestó Félix, otro de los anfitriones.
Fredy, uno de los comensales le preguntó a Lorenzo desde la cabecera opuesta de una mesa que parecía interminable, si le habían servido las baldosas para ciegos que instalaron en la peatonal Mendoza y en los alrededores de Tribunales. “Sí, sirven. Pero en la Mendoza, por ejemplo, en la misma línea de las baldosas para ciego están las alcantarillas... entonces se nos traban los bastones y es un peligro”, cuenta con una carcajada de resignación. También dio algunas recomendaciones: “cuando te acerqués a un ciego, a ayudarlo o a lo que sea, antes de tocarlo hablale. Los ciegos nos exaltamos cuando nos tocan de golpe, no porque tengamos el tacto superdesarrollado, sino porque no vemos y nos asustamos...”
De vuelta la luz
Después del postre -helado en capelinas- Hugo, el maestro de ceremonias que en varias ocasiones había puesto un alto al fuego a la balacera de preguntas a los anfitriones, anunció que se acercaba el final de la cena. Sólo algunos podían ver el desvaído cartel de “salida” del teatro. Esa puerta que una vez atravesada le devolvería las apariencias a los participantes, que haría retornar la luz y que cambiaría el lápiz con el que se dibujan las percepciones. En esa caja negra, onírica y enigmática, el plato principal fue un anzuelo que gustó morder para conocer de qué se trata el mundo de los ciegos.
“La mano derecha sobre el hombro derecho del compañero que va a adelante”, era la orden que impartía una voz sin rostro. Entre movimientos calculados y pasos retraídos -tal vez cobardes- comenzaba una cena en la que el anonimato era el sabor en común, en un país monocromático donde el que no sabe ver sino con los ojos se convertía en una criatura indefensa, un ciudadano de segunda al que solo le quedaba dejarse llevar. Y confiar.
En sitios indescifrables había acomodadas 10 mesas, con seis comensales cada una y un anfitrión ciego, encargado de orientar las maniobras a tientas de los invitados. Los mozos también eran ciegos, los únicos correcaminos entre los pasillos negros que dejaban las mesas dispuestas en el teatro del Árbol de Galeano. Ahí, el viernes a la noche se realizó la segunda edición de Buio Bar, una cena a oscuras (total y absolutamente a oscuras) organizada por la Asociación Civil Baja Visión y la Fundación Catorce Almas, con el impulso de la Asociación de Consumidores del NOA (Aconoa).
Lorenzo era uno de los anfitriones de mesa. Ciego de nacimiento, se dedica a la tifloinformática (desarrolla software para ciegos y para personas que ven) pero cuando el trabajo escasea, se instala en la peatonal Mendoza a cantar a la gorra. Nicolás era su mozo, también ciego de nacimiento, estudiante Comunicación y además nadador.
Pregunten sin miedo
“Como verán, ninguno de los que estamos acá somos el común denominador ciegos. La mayoría somos profesionales o estudiantes. En general, al ciego siempre se le exige más, tiene que demostrar que puede hacer lo mismo que el resto, a pesar de sus limitaciones”, introdujo Lorenzo a sus “invitados”. Los ciegos estaban felices porque esta vez, como no muchas veces, a ellos les tocaba jugar de locales: todos los comensales dependían de ellos para servirse una bebida sin volcar o para levantarse al baño (la primera consigna era no pararse de la silla sin acompañante).
Lorenzo insistía en que están ahí por la empatía, para que la gente se ponga en su lugar y aunque sea por unas horas puedan sentir como ellos sienten. “También, para generar consciencia. Hoy, por ejemplo -relató- cuando venía para aquí me choqué con un impresionante cartel metálico atado a un poste de luz, algo imposible de detectar con el bastón. Me quedó una marca en la cara que todavía me duele. Hay muchas cosas en las que la gente no tiene en cuenta al ciego y para eso estamos acá”.
Cada tanto aparecía Nicolás (“Coás”, como lo conocen sus colegas). Coás podría tranquilamente trabajar como mozo en un bar para ciegos: tiene buena memoria, habilidad con las manos, un enorme sentido de la orientación y una paciencia infinita para complacer a las dos vegetarianas de su mesa. El resto de sus comensales ya había devorado las empanadas de pollo, carne y sfijas que había repartido en una de sus rondas. Cuando Coás aparecía, el primero que se enteraba era Lorenzo. Los demás, estaban ciegos.
Preguntar todo lo que quieran saber sin el filtro de la mirada es uno de los objetivos principales de estas veladas que se seguirán organizando. Sin vergüenzas y sin eufemismos, con la impunidad que brinda la oscuridad. Acá los ciegos son ciegos, no personas con visión disminuida, no personas no videntes. Ciegos.
Así es como por las mesas rodaron preguntan del tipo “¿cómo sueñan los ciegos?” “Yo vi hasta los 18 años. Ahora mis sueños son borrosos, las imágenes se han ido perdiendo y son más parecidas a las caricaturas que a la realidad”, contestó Félix, otro de los anfitriones.
Fredy, uno de los comensales le preguntó a Lorenzo desde la cabecera opuesta de una mesa que parecía interminable, si le habían servido las baldosas para ciegos que instalaron en la peatonal Mendoza y en los alrededores de Tribunales. “Sí, sirven. Pero en la Mendoza, por ejemplo, en la misma línea de las baldosas para ciego están las alcantarillas... entonces se nos traban los bastones y es un peligro”, cuenta con una carcajada de resignación. También dio algunas recomendaciones: “cuando te acerqués a un ciego, a ayudarlo o a lo que sea, antes de tocarlo hablale. Los ciegos nos exaltamos cuando nos tocan de golpe, no porque tengamos el tacto superdesarrollado, sino porque no vemos y nos asustamos...”
De vuelta la luz
Después del postre -helado en capelinas- Hugo, el maestro de ceremonias que en varias ocasiones había puesto un alto al fuego a la balacera de preguntas a los anfitriones, anunció que se acercaba el final de la cena. Sólo algunos podían ver el desvaído cartel de “salida” del teatro. Esa puerta que una vez atravesada le devolvería las apariencias a los participantes, que haría retornar la luz y que cambiaría el lápiz con el que se dibujan las percepciones. En esa caja negra, onírica y enigmática, el plato principal fue un anzuelo que gustó morder para conocer de qué se trata el mundo de los ciegos.
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