Por Jorge Figueroa
01 Julio 2016
DISEÑO CURATORIAL. Las cartografías en los colchones de Guillermo Kuitca, están ubicados en el centro de la sala mediando entre los paisajes y las obras de tinte social. LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO.
Hay muestras y muestras: no todas son iguales, sea porque tienen objetivos diferentes o representan proyectos distintos y /o hasta aspiraciones diversas. “Congreso de Tucumán: mutaciones, rupturas y continuidades de 200 años de arte argentino”, que se planteó como la gran exposición nacional del Bicentenario, es ambiciosa por un lado, pero a la vez, reconoce sus límites cuando sus curadores, Andrés Duprat y Jorge Gutiérrez, precisan que no tienen la pretensión de dar cuenta del universo plástico de dos siglos; una tarea imposible ciertamente (aunque sea notable la omisión del pop).
Entre las 79 obras instaladas en todas las salas del Museo Timoteo Navarro (incluso la reinaugurada Lino Spilimbergo), conviven tendencias contrapuestas, estilos modernistas y conceptuales, esculturas, grabados, pinturas y videos; pero, principalmente, obras del llamado núcleo histórico del Museo Nacional de Buenos Aires con otras de artistas contemporáneos. El guión curatorial fue organizar todo este material en cuatro ejes: “Paisaje y territorio”, “Visiones sobre la subjetividad”,” Los cambios sociales” y “Vanguardia y abstracción”, sectores que se encuentran demarcados por los colores de las paredes y muros. “Estos ejes constituyen preocupaciones constantes en la historia del arte”, apuntan los curadores.
Obviamente, cualquier espectador puede seguir otro recorrido sin detenerse en este guión, pero tomaría distancia así de un trabajo curatorial que debe apreciarse, así como de la idea general del proyecto, de Américo Castilla.
En “Paisaje y territorio” hay pinturas clásicas del período impresionista, como la de Martín Malharro (1901) que inician el siglo XX desde la mirada rural, o la de Fernando Fader, marcada por fuertes texturas y empastes, así como el mundo imaginario de Xul Solar (1948); pero a la par, contrasta la fotografía de Grete Stern, del Obelisco (un símbolo moderno); el paisaje urbano con sus conocidos hombrecitos, de Antonio Seguí o la selva tropical de “En la maraña” (1986), de Luis Felipe Noé, con una destacada exhaltación del color. Los mapas dibujados en los colchones de Guillermo Kuitca (1991) conceptualizan, pues, estas manifestaciones –rurales y urbanas-; así como el delicado trabajo de Claudia Martínez, bordado a mano con hilo de lana sobre paño de algodón.
Retratos
Los retratos o “Visiones sobre la subjetividad” ponen en relación la delicada y exquisita pieza “36 gobernadores”, de Rosalba Mirabella (2016) con “Retrato de muchacho” (1942), de Lino Spilimbergo, un inconfundible óleo que obliga a detener la mirada una y otra vez. Pero allí entran a linkear otras obras, como el “Retrato de la señora Elvira Lavalleja de Calzadilla” (1859, la pintura más antigua de las expuestas), de Prilidiano Pueyrredón; el dramático homenaje de Carlos Alonso a su maestro, Spilimbergo ya en el ocaso de sus días, que sí, en este caso, dialoga con la fotografía de Marcos López sobre Liliana Maresca. El bronce patinado de Marta Minujín, ubicado no casualmente en uno de los lugares centrales de la sala, parece dominar toda la escena.
En tono crítico
Decididamente fuerte e imponente es el eje de “Cambios sociales” que se inicia con el óleo (1897), de Cándido López, un artista que perdió el brazo en la guerra de la Triple Alianza, mientras tomaba sus apuntes en el mismo frente y registraba decenas de escenas. El realismo crítico de Antonio Berni (“El obrero encadenado”, 1948-1980), nos acerca más a nuestros días, lo que sin dudas, se acentúa con el chaqueño Diego Figueroa, con su “David” (2007): una escultura realizada con papel, nylon, zapatillas y cintas adhesivas; en una de sus manos, carga con una bolsa de naranjas. Tomando distancia pueden observarse las imágenes de la represión que plantea Tomás Espina, que trabaja con pólvora sobre papel; distancia que también debe adoptarse para identificar los personajes en lucha en la incrustación fotográfica sobre tablas de Graciela Sacco. No puede obviarse en esta sección el acrílico y yeso sobre tela de León Ferrari en la que un Cristo crucificado se pinta con los colores militares camuflados; el texto de Juan Carlos Romero y la torturante imagen de la escultura de Juan Carlos Distéfano. Como tampoco las serigrafías de Jorge Macchi, con su serie titulada “Doppelgänger” (2005), donde construye imágenes con escrituras, cuyo contenido alude al encuentro de extraños cadáveres.
El último eje, “Vanguardia y abstracción”, es una reivindicación, si se quiere, de los movimientos de los 40, cuando el concretismo y el perceptismo, o arte madi, se crearon en este territorio. Por eso, no sorprende que la primera obra que puede verse allí sea la de Enio Iommi (“Torsión de planos”, 1964) o el acrílico de Alfredo Hlito; del mismo Emilio Pettoruti y Tomás Maldonado. La sutil “Luna” (2008), de León Ferrari no puede soslayarse, así como tampoco los delicados trabajos de Jorge Gumier Maier, Graciela Hasper y Pablo Siquier, entre otros, que hablan en mayor medida de nuestra contemporaneidad.
Entre las 79 obras instaladas en todas las salas del Museo Timoteo Navarro (incluso la reinaugurada Lino Spilimbergo), conviven tendencias contrapuestas, estilos modernistas y conceptuales, esculturas, grabados, pinturas y videos; pero, principalmente, obras del llamado núcleo histórico del Museo Nacional de Buenos Aires con otras de artistas contemporáneos. El guión curatorial fue organizar todo este material en cuatro ejes: “Paisaje y territorio”, “Visiones sobre la subjetividad”,” Los cambios sociales” y “Vanguardia y abstracción”, sectores que se encuentran demarcados por los colores de las paredes y muros. “Estos ejes constituyen preocupaciones constantes en la historia del arte”, apuntan los curadores.
Obviamente, cualquier espectador puede seguir otro recorrido sin detenerse en este guión, pero tomaría distancia así de un trabajo curatorial que debe apreciarse, así como de la idea general del proyecto, de Américo Castilla.
En “Paisaje y territorio” hay pinturas clásicas del período impresionista, como la de Martín Malharro (1901) que inician el siglo XX desde la mirada rural, o la de Fernando Fader, marcada por fuertes texturas y empastes, así como el mundo imaginario de Xul Solar (1948); pero a la par, contrasta la fotografía de Grete Stern, del Obelisco (un símbolo moderno); el paisaje urbano con sus conocidos hombrecitos, de Antonio Seguí o la selva tropical de “En la maraña” (1986), de Luis Felipe Noé, con una destacada exhaltación del color. Los mapas dibujados en los colchones de Guillermo Kuitca (1991) conceptualizan, pues, estas manifestaciones –rurales y urbanas-; así como el delicado trabajo de Claudia Martínez, bordado a mano con hilo de lana sobre paño de algodón.
Retratos
Los retratos o “Visiones sobre la subjetividad” ponen en relación la delicada y exquisita pieza “36 gobernadores”, de Rosalba Mirabella (2016) con “Retrato de muchacho” (1942), de Lino Spilimbergo, un inconfundible óleo que obliga a detener la mirada una y otra vez. Pero allí entran a linkear otras obras, como el “Retrato de la señora Elvira Lavalleja de Calzadilla” (1859, la pintura más antigua de las expuestas), de Prilidiano Pueyrredón; el dramático homenaje de Carlos Alonso a su maestro, Spilimbergo ya en el ocaso de sus días, que sí, en este caso, dialoga con la fotografía de Marcos López sobre Liliana Maresca. El bronce patinado de Marta Minujín, ubicado no casualmente en uno de los lugares centrales de la sala, parece dominar toda la escena.
En tono crítico
Decididamente fuerte e imponente es el eje de “Cambios sociales” que se inicia con el óleo (1897), de Cándido López, un artista que perdió el brazo en la guerra de la Triple Alianza, mientras tomaba sus apuntes en el mismo frente y registraba decenas de escenas. El realismo crítico de Antonio Berni (“El obrero encadenado”, 1948-1980), nos acerca más a nuestros días, lo que sin dudas, se acentúa con el chaqueño Diego Figueroa, con su “David” (2007): una escultura realizada con papel, nylon, zapatillas y cintas adhesivas; en una de sus manos, carga con una bolsa de naranjas. Tomando distancia pueden observarse las imágenes de la represión que plantea Tomás Espina, que trabaja con pólvora sobre papel; distancia que también debe adoptarse para identificar los personajes en lucha en la incrustación fotográfica sobre tablas de Graciela Sacco. No puede obviarse en esta sección el acrílico y yeso sobre tela de León Ferrari en la que un Cristo crucificado se pinta con los colores militares camuflados; el texto de Juan Carlos Romero y la torturante imagen de la escultura de Juan Carlos Distéfano. Como tampoco las serigrafías de Jorge Macchi, con su serie titulada “Doppelgänger” (2005), donde construye imágenes con escrituras, cuyo contenido alude al encuentro de extraños cadáveres.
El último eje, “Vanguardia y abstracción”, es una reivindicación, si se quiere, de los movimientos de los 40, cuando el concretismo y el perceptismo, o arte madi, se crearon en este territorio. Por eso, no sorprende que la primera obra que puede verse allí sea la de Enio Iommi (“Torsión de planos”, 1964) o el acrílico de Alfredo Hlito; del mismo Emilio Pettoruti y Tomás Maldonado. La sutil “Luna” (2008), de León Ferrari no puede soslayarse, así como tampoco los delicados trabajos de Jorge Gumier Maier, Graciela Hasper y Pablo Siquier, entre otros, que hablan en mayor medida de nuestra contemporaneidad.