“La mayoría de las personas no consigue a nadie que las escuche”

“La mayoría de las personas no consigue a nadie que las escuche”

De paso por Buenos Aires para presentar Lacrónica, su nuevo libro, Martín Caparrós mantuvo con LA GACETA una charla en la que habló de los cambios en el periodismo, de periodistas y de qué tiene en cuenta al momento de escribir alguna de sus ya célebres crónicas. Dice que el trabajo periodístico se facilita porque a la gente le gusta hablar en un mundo en el que pocos quieren escuchar. Cuando se le pregunta sobre los desafíos del periodismo en la era digital afirma: “Todo se resume en cómo contar de la mejor manera”.

“La mayoría de las personas no consigue a nadie que las escuche”
15 Mayo 2016

PERFIL

Martín Caparrós nació en Buenos Aires, en 1957. Es escritor y periodista. Es reconocido por sus crónicas, que incluyen viajes por el mundo. Ha recibido varios premios, como el Rey de España, el Konex y el Herralde, entre otros. Algunos de sus libros son Un día en la vida de Dios, Valfierno (Premio Planeta Argentina), A quien corresponda, Los Living, Larga distancia, La Voluntad (junto a Eduardo Anguita), El Interior y Comí. Lacrónica es su último libro. En España se acaba de publicar su novela Echeverría, de inminente aparición en la Argentina. Actualmente vive en Madrid.


Por Alejandro Duchini

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

A sus 58 años, con 40 en el periodismo y cerca de 30 haciendo crónicas, género del que es un referente indiscutido, Martín Caparrós acaba de publicar otro libro. Se llama Lacrónica (Planeta) y, obviamente, tiene que ver con su oficio. En sus casi 500 páginas publica viejos y no tan viejos artículos, separados por breves ensayos sobre su profesión. Cuenta cómo encara una nota o cómo inicia una charla, qué trabajos previos hace sobre el campo de acción o por qué repite palabras a pesar de que, en las escuelas, se enseña que eso es poco menos que un pecado. También refiere a sus viajes, desmiente la objetividad periodística y defiende la primera persona en lugar de la distancia que genera la tercera. Lacrónica es, al mismo tiempo, un repaso de su trayectoria. “Hacer este libro me daba cierta curiosidad y cierto vértigo de revisar 30 años de trabajo. Pero más me interesaban los textos intersticiales entre crónica y crónica. Llevo más de 15 años trabajando con la Fundación Nuevo Periodismo y a partir de eso empecé a pensar cada vez más en mi trabajo. Me pareció que esos pensamientos podían servirles a otros. Eso era lo que me atraía del libro”, resume.

-¿Qué encontraste al leer tus viejas notas?

-Fue raro. Por un lado me dio cierta satisfacción pensar que algún texto periodístico de hace 25 años podía interesar todavía: se supone que los textos periodísticos son efímeros. También me río un poco. Me parece que los primeros textos son más barrocos que los últimos. Están llenos de florituras, pero al mismo tiempo en el libro hay como una cohesión: por un lado para bien, porque sigo siendo más o menos el mismo. Y por otro para mal: ¡qué desastre! ¡Sigo siendo más o menos el mismo! Las elegidas son aquellas notas con las que estoy más satisfecho. De pronto había dos o tres del mismo período o temática y tuve que elegir. Pero no deja de ser raro leer ahora algo que se escribió hace mucho tiempo, porque es propio y ajeno a la vez. Leo ciertos párrafos y me pregunto quién carajo era el que escribió eso y por otro tengo en claro que era yo. Esa distancia es inquietante: ¿quién es uno en el pasado? No se sabe quién será uno en el futuro y tampoco se sabe quién es en el pasado. El pasado se reescribe todo el tiempo, tiene la ventaja de ser maleable. Este libro es una forma de reescribir o releer. Releer y por lo tanto reescribir quién soy en el pasado.

-¿Es un trabajo autobiográfico, en cierto punto?

-En algún momento pensé que, en todo caso, es una especie de autobiografía profesional.

-Hace poco, en una entrevista con La Nación, dijiste que “hay muchos periodistas que no van ni a la esquina. Quieren saber si llueve y entran en el (sitio web del) Weather Channel”. Y también que en las redacciones el mate reemplazó a la ginebra.

-El cambio de la figura de la ginebra por el mate es un chiste y no es un chiste. Es un dato fuerte sobre cómo cambió la idea que los periodistas tienen de sí mismos. Cuando empecé a laburar en esto, en el año 74, en el tercer cajón de cada escritorio había una botella de Bols. Formaba parte de la identidad del periodista pensarse como un sujeto más o menos marginal, más o menos atravesado, lo cual incluía acostarse tarde, llevar una vida medio bohemia. Ahora ya no. Se piensa como profesional a alguien que hace las cosas correctas para ganarse la vida, pero sin esa aureola romántica. No digo que sea peor ni mejor; es distinto. El mate reemplazando a la ginebra simboliza un cambio: algo familiar, correcto. Eso se puede relacionar con el cambio de las herramientas y demás. La mayoría de los periodistas trabajan con una enorme masa de información. Allí donde en tiempos de la ginebra había que conseguir esa información, el trabajo de quien ahora toma mate es descartar y ver qué es lo que sirve. En eso internet es genial como ayuda para trabajar, pero hay que mezclar un poco el mate y la ginebra. Usar ese material de base pero ir uno mismo a buscar el material de trabajo, los propios datos o la propia historia. Trabajar de una manera más aginebrada.

-¿Hoy aguantarías seis horas de redacción diaria?

-No me las he bancado nunca. Casi siempre trabajé desde afuera. Siempre fui neurótico con el tiempo. No soporto la sensación de desperdiciarlo. Lo cual no quiere decir “trabajar todo el tiempo”, pero sí hacer lo que elija. Rascarme el higo pero porque yo decidí rascármelo durante una hora.

-En Lacrónica hablás del ejercicio de la entrevista. Incluso mencionás que Ryszard Kapuscinski (considerado maestro del periodismo moderno) te dijo que él nunca hacía entrevistas.

-Me sorprendió esa respuesta porque un periodista entrevista todo el tiempo, habla con gente. La entrevista es la unidad mínima de trabajo de nuestra profesión. En lo personal, últimamente hago muchas entrevistas pero para contar historias: gente que tiene hambre o la vida de los pastores nómades, con quienes estuve en febrero, en Malí. Les pregunto qué les gustaba hacer de chicos, cómo viven. Pero más allá de cuál sea la pregunta el tema es que a la gente le gusta hablar.

-¿Por qué?

-Porque la mayoría de las personas no consigue a nadie que las escuche.
Y cuando estás ahí y le demostrás que los vas a escuchar y que hiciste un esfuerzo para llegar y escucharlos y que te importa, entonces les interesa hablar. No conozco a casi nadie que no quiera contarte.

-¿Te considerás un privilegiado por viajar tanto como periodista?

-Sin dudas. Siempre digo que me siento más privilegiado cuando alguien en una choza en el Egeo o en un campito en la India me cuenta su vida. Trato de vivir en el mundo todo lo posible, aunque no lo logro por los costos. Por un lado estoy cansado de moverme tanto, pero por otro me gusta.

-¿Llegaste a esta forma de hacer periodismo por azar o por prepotencia de trabajo, como decía Arlt?

-Total deliberación. Siempre hice todo lo posible para lograrlo. He peleado con editores y con muchas otras personas para hacer esto. Pero a veces se intenta muy deliberadamente algo y no sale. Hay una dosis de azar, incontrolable. Existe una especie de moda en España en la que buenos periodistas dicen que en América Latina tenemos la suerte de trabajar la crónica mejor que en otros lados. Yo les digo “¿qué te pensás, que venía un jefe de redacción y me decía tomá 60.000 euros y viajá un mes a tal lugar? No, había que pelear cada espacio. Sólo que había ganas de pelearla”.

-Hace años que se habla del boom de la crónica. Vos, como referente, ¿creés que existe ese boom?

-No lo sé. Me parece que hubo un momento en que la novela se corrió un poco, dejó de hacerse cargo de ciertas posibilidades de contar el mundo o empezó a mirar hacia otro lado y generó un espacio. Pero este boom de la crónica, si acaso, es un psssss. Tampoco es para tanto. En Lacrónica recuerdo que se hablaba hace tres o cuatro años de este boom y me llamó un periodista chileno para preguntarme sobre eso. Me hacía preguntas y preguntas. “¿Cuánto vas a escribir?”, le pregunté. “Como 2.000 palabras”, me contestó. “Ese es el boom de la crónica: que es más probable que tu jefe te pida una nota sobre el boom de la crónica antes que te publiquen una crónica de 2.000 palabras”.

-¿Hay un “estilo Caparrós”? Por ejemplo: a veces repetís palabras, otras escribís sin puntuaciones...

-Son decisiones que van apareciendo. Se supone que uno arma un estilo a partir de esas pequeñas decisiones. Creo que la única forma de conseguir un estilo es viendo qué le sirve a uno copiar en otras personas o escritores. En esa combinación aparecen cosas nuevas que se vuelven propias. Después, uno puede evolucionar y se encuentra con un texto propio. Es lo mejor que le puede pasar a un texto: tener la marca de quien lo hizo. En cuanto a ese “estilo Caparrós”, sé que cuando escribo me reconozco. Me reconozco demasiado y a veces me rompe las bolas.

-¿Hacia dónde va el periodismo con internet?

-Hay cosas distintas. Por un lado está el tema de cómo manejamos internet como fuente, para llegar a determinados datos, y por otro cómo lo usamos en cuanto a soporte para presentar el producto. Lo que pasa con los Panamá Papers es un ejemplo claro de cómo se puede conseguir información e incluso encontrar formas de trabajar en conjunto, lo que no es propio del periodismo: en este caso intervino mucha gente de muchos países. En cuanto a la forma de contar, estamos en un período fascinante. Antes se decía que para publicar en internet había que escribir textos cortos. Pero hoy hay textos larguísimos y nadie se espanta e internet además es un soporte para lo clásico. Aunque también hay formas propias de lo digital. Así como la crónica se define como una especie de periodismo que busca herramientas en otros géneros literarios, el periodismo digital debe hacer lo mismo: buscar herramientas en otros géneros digitales. Todo se resume en cómo contar de la mejor manera.

© LA GACETA

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Fragmento de Lacrónica*
Por Martín Caparrós
Tucumán solía ser la provincia más chica -y una de las más agitadas- de Argentina. En ese momento se preparaban unas elecciones que amenazaba ganar un general que la había gobernado durante la dictadura -y había matado, en aquellos años, a mucha gente-: un símbolo molesto. El gobierno nacional, para impedirlo, le opondría al tucumano más famoso: un cantor pop de origen muy pobre que se había convertido, en los sesenta, en uno de los grandes personajes argentinos, Palito Ortega. 
Recuerdo el avión medio vacío en que volé hacia allí, las canciones de Camarón que escuchaba en aquella casetera grande como una biblia de hotel. Recuerdo la noche en que llegué, aquel susto. 
“La ciudad es siempre diferente.
 Para el viajero que llegue por la noche, la ciudad aparecerá primero como un bloque de olores espesos y calores, de luces tibias que iluminan apenas; habrá hombres y mujeres, en las veredas más lejanas, que buscarán el aire, que se moverán como si flotaran, sin sonidos.
 Así el viajero irá internándose de a poco, llegando poco a poco a alguna parte. Entonces caminará por una calle comercial y bulliciosa, atestada de luces y atravesada de carteles que le ciegan la noche, poblada de maquinitas tragaperras, coches lentos y adolescentes que se buscan con los ojos como si no doliera, con ropas de domingo. 
Y si la noche es noche de domingo, el viajero caminará esa calle hasta la plaza central, la plaza que se llama Independencia -como todo, como el operativo, como la casita-, y le irán llegando entre palmeras los aires de un pasodoble. Entonces el viajero se preguntará por qué las mujeres de las ciudades ajenas siempre parecen propias, apetecibles, accesibles y en la plaza habrá globos, manzanas confitadas, pirulíes y bailarines de ese pasodoble. La banda estará vestida con camisas blancas, de mangas cortas, que harán juego con las palmeras, subida sobre un palco de ocasión ante la casa de gobierno afrancesada y cubierta de lamparitas patrias. Y aquí también se encuentra, dirá un locutor, el doctor Julio César Aráoz, interventor de nuestra provincia, y pedirá el aplauso. 
El viajero, tal vez, debería quedarse en esta noche de domingo y globos y callar, no buscar las señales, bailar el pasodoble, pero el locutor repetirá justo entonces que el señor interventor se encuentra acompañado de su familia, y dirá que ellos merecen el aplauso de este pueblo de Tucumán y el aire olerá a garrapiñadas y lluvia y jabón pudoroso y después, entonces, aunque parezca tonto, la banda empezará Volver, como si fuera un tango. (…) “
El lector avisado puede comprobar que en el principio de este primer texto -”…para el viajero que llegue por la noche…”- hay más que un eco de las Ciudades Invisibles del maestro Calvino. Sigue siendo, tantos años después, un libro que admiro; no recuerdo, tantos años después, si lo retomé con deliberación o se me impuso. Pero, en cualquiera de sus formas, la copia es, insisto, la única manera de empezar.
 (Después el texto se internaba en los vericuetos de la política local de ese momento -y conseguía un interés muy local, muy de ese momento. Alguna vez, pasados muchos años, tuve que preguntarme qué era lo que hacía que un artículo de periódico pudiera leerse pasados muchos años. No sé si supe; sé que, a más información contemporánea, a más nombres y números y caras pasajeras, más posibilidades de que el texto se vuelva ilegible con el tiempo. Pero, en cualquier caso, se supone que esto es, pese a todo, periodismo: que uno lo escribe para el día siguiente. Que se pueda leer veinte años después es una especie de beneficio secundario -¿un beneficio secundario?- que, supongo, no debería intervenir en el esfuerzo de escribirlo). 
La nota -el “territorio”- sobre Tucumán se publicó en la edición de abril de 1991 de Página/30. Inauguraba una sección fija -mi sección- que había que bautizar. En los veintitantos años que pasaron desde entonces, muchas veces me pregunté por qué se me ocurrió ponerle Crónicas de fin de siglo.
* Planeta.
Fragmento de Lacrónica*
Por Martín Caparrós


Tucumán solía ser la provincia más chica -y una de las más agitadas- de Argentina. En ese momento se preparaban unas elecciones que amenazaba ganar un general que la había gobernado durante la dictadura -y había matado, en aquellos años, a mucha gente-: un símbolo molesto. El gobierno nacional, para impedirlo, le opondría al tucumano más famoso: un cantor pop de origen muy pobre que se había convertido, en los sesenta, en uno de los grandes personajes argentinos, Palito Ortega. 
Recuerdo el avión medio vacío en que volé hacia allí, las canciones de Camarón que escuchaba en aquella casetera grande como una biblia de hotel. Recuerdo la noche en que llegué, aquel susto. 
“La ciudad es siempre diferente.
 Para el viajero que llegue por la noche, la ciudad aparecerá primero como un bloque de olores espesos y calores, de luces tibias que iluminan apenas; habrá hombres y mujeres, en las veredas más lejanas, que buscarán el aire, que se moverán como si flotaran, sin sonidos.
 Así el viajero irá internándose de a poco, llegando poco a poco a alguna parte. Entonces caminará por una calle comercial y bulliciosa, atestada de luces y atravesada de carteles que le ciegan la noche, poblada de maquinitas tragaperras, coches lentos y adolescentes que se buscan con los ojos como si no doliera, con ropas de domingo. 
Y si la noche es noche de domingo, el viajero caminará esa calle hasta la plaza central, la plaza que se llama Independencia -como todo, como el operativo, como la casita-, y le irán llegando entre palmeras los aires de un pasodoble. Entonces el viajero se preguntará por qué las mujeres de las ciudades ajenas siempre parecen propias, apetecibles, accesibles y en la plaza habrá globos, manzanas confitadas, pirulíes y bailarines de ese pasodoble. La banda estará vestida con camisas blancas, de mangas cortas, que harán juego con las palmeras, subida sobre un palco de ocasión ante la casa de gobierno afrancesada y cubierta de lamparitas patrias. Y aquí también se encuentra, dirá un locutor, el doctor Julio César Aráoz, interventor de nuestra provincia, y pedirá el aplauso. 
El viajero, tal vez, debería quedarse en esta noche de domingo y globos y callar, no buscar las señales, bailar el pasodoble, pero el locutor repetirá justo entonces que el señor interventor se encuentra acompañado de su familia, y dirá que ellos merecen el aplauso de este pueblo de Tucumán y el aire olerá a garrapiñadas y lluvia y jabón pudoroso y después, entonces, aunque parezca tonto, la banda empezará Volver, como si fuera un tango. (…) “
El lector avisado puede comprobar que en el principio de este primer texto -”…para el viajero que llegue por la noche…”- hay más que un eco de las Ciudades Invisibles del maestro Calvino. Sigue siendo, tantos años después, un libro que admiro; no recuerdo, tantos años después, si lo retomé con deliberación o se me impuso. Pero, en cualquiera de sus formas, la copia es, insisto, la única manera de empezar.
 (Después el texto se internaba en los vericuetos de la política local de ese momento -y conseguía un interés muy local, muy de ese momento. Alguna vez, pasados muchos años, tuve que preguntarme qué era lo que hacía que un artículo de periódico pudiera leerse pasados muchos años. No sé si supe; sé que, a más información contemporánea, a más nombres y números y caras pasajeras, más posibilidades de que el texto se vuelva ilegible con el tiempo. Pero, en cualquier caso, se supone que esto es, pese a todo, periodismo: que uno lo escribe para el día siguiente. Que se pueda leer veinte años después es una especie de beneficio secundario -¿un beneficio secundario?- que, supongo, no debería intervenir en el esfuerzo de escribirlo). 
La nota -el “territorio”- sobre Tucumán se publicó en la edición de abril de 1991 de Página/30. Inauguraba una sección fija -mi sección- que había que bautizar. En los veintitantos años que pasaron desde entonces, muchas veces me pregunté por qué se me ocurrió ponerle Crónicas de fin de siglo.
* Planeta.

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