Shakespeare & Borges
17 Abril 2016
Por Marcelo Damiani
PARA LA GACETA - CARACAS

Cuenta la leyenda (a través de Jan Kott, el gran crítico teatral polaco) que cuando se llevó a cabo el segundo congreso shakesperiano, en la mismísima ciudad de Washington, la conferencia más esperada era la de Borges: “The Riddle of Shakespeare”. ¿Cuál sería el enigma o misterio que vendría a desentrañar el erudito poeta sudamericano? Sin duda ese secreto había generado muchas de las expectativas del evento.

El Hilton estaba repleto, y Borges, cuando apareció y fue ayudado por dos personas a subir al estrado, recibió una ovación memorable. Con el lento silencio posterior apareció el susurro de su voz. Literalmente. Su voz era sólo un susurro. No se podía escuchar lo que decía. Al parecer, el micrófono estaba muy alto y no alcanzaba a reproducir sus palabras. Con mucha dificultad y de vez en cuando apenas se oía: “Shakespeare, Shakespeare, Shakespeare…”. Pero nadie se acercó a acomodar el micrófono, nadie se atrevió a decir nada, nadie se movió.

Quizá el auditorio, seguramente muy leído, recordó “Tema del traidor y del héroe”, donde Borges sugiere que Shakespeare, más allá del indiscutible lenguaje y las estructuras perfectas de sus obras, parece aludir siempre a la representación pública, a la puesta en acto de lo que podríamos llamar la filosofía política de la humanidad, a su ansia de poder desmedida, cuyo único propósito apuntaría, al fin de cuentas, a la autodestrucción.

Luego de una hora de vacilaciones y susurros y pequeños movimientos Borges se calló. Todos entendieron que era el momento de aplaudir de nuevo, y así lo hicieron, ovacionándolo aún más efusivamente que cuando había entrado.

Kott concluye que, como el orador sordomudo de Las sillas (1952) de Ionesco, que sólo emitía sonidos ininteligibles, Borges era el único capaz de resolver el enigma de Shakespeare: Nada nuevo podía decirse ya sobre el Bardo inglés, acaso porque él mismo lo había dicho o insinuado todo (incluso, por supuesto, lo no dicho, esa marca de lo literario por excelencia). Nadie podía superar con ninguna conferencia la fuerza dramática de Macbeth, Otelo, Rey Lear, entre tantas otras. A lo sumo, a manera de mantra literario, todo lo que quedaba era repetir su nombre, como en una obra de teatro del absurdo, antes de que alguien nos recuerde que siempre, pero siempre, al final, las únicas palabras válidas eran las de Hamlet: “El resto es silencio”.

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Marcelo Damiani - Novelista,ensayista, crítico literario.


Cervantes y Borges

Por Cristina Bulacio
PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Pensar en Cervantes es –para una borgeana confesa– pensar en “Pierre Menard autor del Quijote” y en el espíritu lúdico de Cervantes y Borges. Ofrezco al lector amante de los juegos de ficciones un experimento mental: hacer con Borges lo que Borges hizo con el Quijote usando a Pierre Menard como fantástico instrumento. “Pierre Menard…”, la ficción borgeana, oscila entre la ironía y la seriedad de un recóndito escritor francés, Menard, que se propone una empresa desatinada: escribir el Quijote cuatro siglos después de haberse escrito. Menard posee una obra visible y una invisible, secreta. La visible consta de piezas literarias irelevantes; la invisible –importante– consistió en escribir letra por letra el Quijote; sin embargo, no era copia del primero, sino el mismo “aunque más rico”.

Nuestro experimento imagina un escritor que escribe un cuento de Borges tal como hace Menard. Atentos al juego que Borges nos invita a jugar, agregamos un nuevo nivel de complejidad: tal escritor, será uno de los propios personajes borgeanos. La pieza elegida es Borges y yo, texto breve en el cual Borges se desdobla en autor y personaje, y cuenta del comercio intelectual entre ambos, la soberbia del otro Borges, el personaje y su “perversa costumbre de falsear y falsificar”. El final precipita en un laberinto de espejos entre narrador y personaje: No sé cuál de los dos escribe esta página.

El “nuevo” Borges y yo, lo escribe el Borges de la ficción, el vanidoso e inteligente autor-personaje que ha recibido premios y menciones en el mundo entero y apenas deja vivir al otro, el real, en su intimidad. Tendríamos así un Borges real, un Borges imaginado por éste, quien escribe sobre el otro Borges quien, a su vez, dialoga con el real. El nuevo escrito es superior al inicial pues el tiempo ha pulido y enriquecido la propuesta original: “El tiempo, amigo de Cervantes, ha sabido corregirle las pruebas” (“Fruición literaria”). ¿Por qué más rico y complejo si es el mismo? Porque cada lector –en un interminable proceso de interpretación y reinterpretación– crea un nuevo texto en cada lectura: la obra invisible.

Borges, nuestro Cervantes, es Pierre Menard. Tiene una obra visible apta para disfrutarla sin urgencias y otra invisible, secreta, poblada de filosofía, teología, crítica literaria e intuiciones científicas que aflora en los pliegues de la ficción, se entreteje en la trama de sus cuentos, despunta inesperadamente en un verso. Aceptar el juego que propone Borges significa afantasmar la realidad y dotar de realidad sus ficciones. De modo que aquellas “extrañas ambigüedades” del Quijote –los protagonistas de la segunda parte leen la primera– son sus propias ambigüedades: “… Si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios” (“Magias parciales del Quijote”).

© LA GACETA

Cristina Bulacio - Doctora en Filosofía, escritora, autora de Dos miradas sobre Borges.

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