Por Guillermo Monti
15 Enero 2016
A fin de año cualquier noticia queda amortiguada por el ruidaje de la pirotecnia y de los brindis. Morirse a pocas horas del 31 conspira contra el centimetraje de las necrológicas. Le pasó a Juan González. Tucumán perdió a uno de sus grandes poetas justo cuando la atención focalizada en la preparación de la mesa de Año Nuevo apenas se distraía por la fuga de los narcosicarios. Pero lo poco que se habló en estos días del formidable legado de González puede amplificarse en los tiempos que vienen. El Bicentenario es una plataforma inmejorable para relanzar la obra de los hacedores de nuestra cultura.
Está en cartel en Tucumán una gran película. Acaban de postularla al Oscar, pero no parece que vaya a ganarlo. Son esas candidaturas con las que la industria cumple su cuota de corrección política. Basada en una historia real, “La gran apuesta” desnuda la miseria del sistema financiero que nos gobierna. No es una película fácil ni condescendiente. Habla, a fin de cuentas, de lo avaras, ambiciosas y relativistas que son las sociedades que supimos construir. Hay en “La gran apuesta” un pasaje, con forma de enunciado, que dice: “la verdad es como la poesía. Y a la mayoría la poesía le importa una mierda”.
Sostener la verdad es jugado y comprometido. No es para cobardes. Los poetas, como Juan González, pugnan por colocarse a esa altura. Lo que desde afuera puede apreciarse romántico y evanescente desde adentro suele ser doloroso y profundo. El proceso creativo del poeta es un fenómeno de la más pura y extrema humanidad. Por eso la obra de González -como de la de sus colegas- puede hablar con tanta franqueza de lo que significa ser tucumano.
El canon, caprichoso y siempre rebatible, sostiene que a la santísima trinidad de la literatura tucumana la integran Hugo Foguet, Juan José Hernández y Tomás Eloy Martínez. Lo interesante del canon es que siempre está servido para que una nueva generación lo dé vuelta como una media. ¿O no es lo que hizo Borges con la gauchesca que habían sacralizado Rojas y Lugones?
Sólo Martínez (falleció en 2010) y Hernández (2007) se asomaron al siglo XXI. Foguet (1985) se fue mucho antes. ¿En qué medida se habla de ellos en los colegios? ¿No debería egresar un chico del secundario habiendo leído “Pretérito perfecto”? ¿Y qué hay de las historias fantásticas de Benjamín Posse y de las Cartas Quillotanas de Alberdi? ¿Qué mejor que adentrarse en la prosa de Julio Ardiles Gray, de Ramón Pérez y de Dardo Nofal para ir descubriendo los rasgos que nos distinguen? ¿Se pensó en invitar a Elvira Orphée -quien poco antes del 9 de julio cumplirá 86 años- para distinguirla como una de las grandes plumas surgidas de la provincia? ¿Qué une la narrativa de Fausto Burgos con la de Eduardo Perrone? ¿Cómo se entroncan los poemas de Pablo Rojas Paz con los de Inés Aráoz, Arturo Álvarez Sosa y Ariadna Chaves? ¿Y qué hay de los microrrelatos de David Lagmanovich? ¿Y cómo soslayar la vasta y sí, comprometida, obra de Eduardo Rosenzvaig y de Lito Schkolnik?
Son preguntas surcadas por nombres propios, salpicados como en toda enumeración injusta y subjetiva. Que el lector se someta al feliz ejercicio de agregar los que sienta imprescindibles, que los hay y muchos. Lo estimulante es que este corpus convive con la producción contemporánea, esforzada y entusiasta. Las editoriales tucumanas, pequeñas y autogestivas, luchan por visibilizar sus publicaciones. Hay mucha producción, no es sencillo. Pero es el Bicentenario también para las letras y eso llama a ponerlas en el lugar preponderante que les corresponde.
Se espera una respuesta acorde del Estado. Tal vez el Mayo de las Letras se corra un poco en dirección a julio. ¿Estará en los planes una Feria del Libro del Bicentenario? Ya que se habla del Ente de Cultura vale un paréntesis: la escritora Lucía Mercado le entabló una demanda por plagio y la Cámara en lo Contencioso Administrativo le dio la razón. El Ente apeló por medio de un recurso de Casación. Más allá de cómo se resuelva la historia, es una situación vergonzosa.
De lo que se habla, a fin de cuentas, es del respeto que merecen los actores culturales -en este caso los escritores-, de la trascendencia de su trabajo y de la importancia de transmitirlo a cada rincón de la vida tucumana. Los que se fueron y los que están, transitando géneros y temáticas tan variadas como la literatura misma, forman parte de estos 200 años de historia. Y sin tanta palabra escrita de calidad, ¿que clase de Bicentenario celebraríamos?
Está en cartel en Tucumán una gran película. Acaban de postularla al Oscar, pero no parece que vaya a ganarlo. Son esas candidaturas con las que la industria cumple su cuota de corrección política. Basada en una historia real, “La gran apuesta” desnuda la miseria del sistema financiero que nos gobierna. No es una película fácil ni condescendiente. Habla, a fin de cuentas, de lo avaras, ambiciosas y relativistas que son las sociedades que supimos construir. Hay en “La gran apuesta” un pasaje, con forma de enunciado, que dice: “la verdad es como la poesía. Y a la mayoría la poesía le importa una mierda”.
Sostener la verdad es jugado y comprometido. No es para cobardes. Los poetas, como Juan González, pugnan por colocarse a esa altura. Lo que desde afuera puede apreciarse romántico y evanescente desde adentro suele ser doloroso y profundo. El proceso creativo del poeta es un fenómeno de la más pura y extrema humanidad. Por eso la obra de González -como de la de sus colegas- puede hablar con tanta franqueza de lo que significa ser tucumano.
El canon, caprichoso y siempre rebatible, sostiene que a la santísima trinidad de la literatura tucumana la integran Hugo Foguet, Juan José Hernández y Tomás Eloy Martínez. Lo interesante del canon es que siempre está servido para que una nueva generación lo dé vuelta como una media. ¿O no es lo que hizo Borges con la gauchesca que habían sacralizado Rojas y Lugones?
Sólo Martínez (falleció en 2010) y Hernández (2007) se asomaron al siglo XXI. Foguet (1985) se fue mucho antes. ¿En qué medida se habla de ellos en los colegios? ¿No debería egresar un chico del secundario habiendo leído “Pretérito perfecto”? ¿Y qué hay de las historias fantásticas de Benjamín Posse y de las Cartas Quillotanas de Alberdi? ¿Qué mejor que adentrarse en la prosa de Julio Ardiles Gray, de Ramón Pérez y de Dardo Nofal para ir descubriendo los rasgos que nos distinguen? ¿Se pensó en invitar a Elvira Orphée -quien poco antes del 9 de julio cumplirá 86 años- para distinguirla como una de las grandes plumas surgidas de la provincia? ¿Qué une la narrativa de Fausto Burgos con la de Eduardo Perrone? ¿Cómo se entroncan los poemas de Pablo Rojas Paz con los de Inés Aráoz, Arturo Álvarez Sosa y Ariadna Chaves? ¿Y qué hay de los microrrelatos de David Lagmanovich? ¿Y cómo soslayar la vasta y sí, comprometida, obra de Eduardo Rosenzvaig y de Lito Schkolnik?
Son preguntas surcadas por nombres propios, salpicados como en toda enumeración injusta y subjetiva. Que el lector se someta al feliz ejercicio de agregar los que sienta imprescindibles, que los hay y muchos. Lo estimulante es que este corpus convive con la producción contemporánea, esforzada y entusiasta. Las editoriales tucumanas, pequeñas y autogestivas, luchan por visibilizar sus publicaciones. Hay mucha producción, no es sencillo. Pero es el Bicentenario también para las letras y eso llama a ponerlas en el lugar preponderante que les corresponde.
Se espera una respuesta acorde del Estado. Tal vez el Mayo de las Letras se corra un poco en dirección a julio. ¿Estará en los planes una Feria del Libro del Bicentenario? Ya que se habla del Ente de Cultura vale un paréntesis: la escritora Lucía Mercado le entabló una demanda por plagio y la Cámara en lo Contencioso Administrativo le dio la razón. El Ente apeló por medio de un recurso de Casación. Más allá de cómo se resuelva la historia, es una situación vergonzosa.
De lo que se habla, a fin de cuentas, es del respeto que merecen los actores culturales -en este caso los escritores-, de la trascendencia de su trabajo y de la importancia de transmitirlo a cada rincón de la vida tucumana. Los que se fueron y los que están, transitando géneros y temáticas tan variadas como la literatura misma, forman parte de estos 200 años de historia. Y sin tanta palabra escrita de calidad, ¿que clase de Bicentenario celebraríamos?
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