Juan María Segura - Columnista invitado
Listo, ¡terminó! Luego de 45 días a puro rugby, finalmente la Copa del Mundo concluyó, y de la mejor manera. Ganaron los mejores, desde todo punto de vista, y nos regalaron la final de torneo más dinámica y emotiva de que se tenga memoria. En un campeonato, en donde se rompieron récords de todo tipo, incluida la coronación por primera vez fuera de su casa de los All Blacks, tuvimos la oportunidad de reír y llorar, de apasionarnos ante cada partido, propio o ajeno, y de disfrutar una transmisión fantástica, mezcla de la más pura tradición británica en este deporte y de la modernidad más absoluta en el uso de la tecnología aplicada a la alta competencia. Ya más sereno, encuentro oportuno intentar un análisis que vincule rugby y educación. ¿Acaso tienen alguna conexión? Veamos.
El rugby es un deporte fascinante en muchos aspectos. Para quienes nunca lo jugaron puede resultar tan brutal como incomprensible, pero quienes tuvimos la oportunidad de jugarlo durante muchos años lo encontramos tan atractivo como formador.
En mi juicio, este deporte trending topic presenta áreas claras de análisis y trabajo. En primer lugar, tenemos a las destrezas para el juego. Está literalmente plagado de técnicas que, en cada formación y desplazamiento, individual o colectivo, deben ser puestas a prueba a gran velocidad. El pase de la pelota, el tackle, las formaciones fijas del scrum y el line, las formaciones móviles del ruck y el maul, la carga de las pelotas pateadas a la mitad de la cancha, los reposicionamientos en la cancha en defensa o en ataque, demandan de los jugadores una combinación de pericia y dinamismo mental, tal vez solo comparable con algunos aspectos de básquetbol. El jugador de rugby tiene tantas funciones y roles cuando ataca, con o sin la pelota, que cuando defiende su in-goal. El entrenamiento y perfeccionamiento de estas destrezas, diferente para cada posición dentro del equipo, exige de los jugadores un nivel cada vez más alto de formación y práctica.
En segundo lugar, tenemos que analizar la condición física de este deporte. Bólidos humanos de 120 kilogramos de peso y dos metros de altura, con la agilidad y elegancia de un bailarín, la velocidad de un corredor olímpico, y la bravura de un guerrero sacado de una fábula del medioevo, entregan un paisaje único e inimitable por otras disciplinas deportivas. Nunca como en este mundial se pudo verificar la evolución de este deporte hacia un fenotipo físico que conjugue estas tres características, sumada a la resistencia física que permite entregarse a 80 intensos minutos de juego corriendo, cayendo y volviendo a arremeter.
La tercera característica, tal vez la más importante, es la condición de equipo. En un terreno de juego que se asemeja más a una batalla sin armas que a una disputa deportiva por vulnerar un área de marcación, jugar en equipo es mandatorio, es casi un acto de supervivencia. Los partidos presentan un sinnúmero de situaciones en donde es necesario formar sociedad que duran solo 2 o 3 segundos. Tacklear juntos a un rival, cortar una línea de ventaja, acompañar un ataque, cubrir transversalmente a los backs cuando el rival arremete hacia uno, trabar los brazos de un atacante al inicio de un ruck para recuperar la pelota, robar un scrum lanzado por el rival a metros del in-goal propio son todas ocasiones de juego que demandan no solo una gran coordinación y técnica, sino principalmente un gran sentido de sacrificio individual en beneficio del juego colectivo. El rugby es un duelo de caballeros. Más allá de sus exabruptos e imperfecciones, que existirán mientras exista el hombre, el rugby entrena a sus practicantes en el dominio y la formación del carácter, la solidaridad, la hombría y los valores deportivos. Y lo hace en el ambiente más difícil en el cual uno puede entrenar estas virtudes, que es con la sangre circulando a gran velocidad y con roces físicos en cada metro del juego. La mejor forma de comprobar esta condición, y es allí donde veo el estrecho vínculo entre este deporte y la educación, es repasando la tarea de los árbitros y el vínculo entre estos y los jugadores en instancias del juego. Gracias a la tecnología utilizada por primera vez en este torneo hemos podido asistir a la forma extremadamente respetuosa en la cual los árbitros dialogaron con los protagonistas durante todo el torneo, y la aceptación casi mágica con la que estos grandotes musculosos se sometieron sin titubeos ni protestas ante cada sanción o fallo, incluidos aquellos fallos dudosos que puedan haber significado la eliminación de los perdedores de turno del torneo. Las calles de saludos y aplausos que cada equipo brindaba a su rival de turno finalizado cada partido también se inscriben dentro del mismo principio de respeto y caballerosidad, y lo mismo la capacidad de aceptar las derrotas, aun aquellas que duelen. Es útil recordar que Inglaterra, dueño de casa, no pudo pasar la fase de grupo, lo cual fue tanto una sorpresa como una gran desilusión para muchos.
Pasada ya la euforia del torneo, y más allá del gran cuarto puesto alcanzando por nuestros Pumas, y de algunos otros récords destacados (el equipo más goleador del torneo, el jugador que más puntos marcó, el tercer jugador que más tries marcó, entre otros), pienso que el gran legado que nos deja el seleccionado en este torneo es la conducta ejemplar y maravillosa que mostraron en todo momento, dentro y fuera de la cancha.
En la Argentina de la encrucijada educativa, de la falta de respeto, la grieta y de los malos modales, en especial los malos modales deportivos, destacar comportamientos ejemplares como el mostrado por Los Pumas en este mundial puede dar pistas sobre lo que es posible lograr cuando un grupo de directivos y competidores se comprometen con un objetivo y se ajustan a pautas de trabajo y respeto. ¡Bravo, Pumas!